Algunos críticos rechazan de manera automática las películas de Michael Haneke como el paradigma de un cine moralizador que coloca al espectador entre el malestar y la culpa. Los argumentos son claros y pueden aplicarse a algunos fragmentos de sus películas (el club anti Haneke encontrará en Amour la escena de la almohada para reforzar sus diatribas), pero la simplificación revela también cierta pereza para reducir muchos temas en una misma bolsa. El carácter destructor del cine de Haneke sacude en esta película una nueva frontera; el intelectual sarcástico acostumbrado a ofrecer un espejo cruel sobre el mundo contemporáneo nos concede un espacio diferente para que respiremos una emoción inédita en su obra.
Con los antecedentes del director, el título de su nueva película podría parecer una ironía. Pero no se trata de humor austríaco, sino de un amor verdadero entre Anne y Georges, una pareja de ancianos que están juntos desde siempre. Un amor que avanza de la mano con la dignidad, la fidelidad y la integridad, resistiendo el paso del tiempo. La habilidad de Haneke consiste en colocar esta necesidad vital más allá de la problemática ética o ideológica vinculada a la muerte. Con su mujer postrada en la cama, Georges le responde tranquila y firmemente a su hija: “No hay nada que hacer, esto va a ir de mal en peor y luego se detendrá”. No hay consuelo ni falsas esperanzas. La muerte vista por Haneke es concreta, material, laica.
La película ofrece una mirada documental capaz de capturar la emoción que se desprende de manera natural de las extraordinarias actuaciones de Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant. El director elige los ángulos, los encuadres, las distancias y los tiempos en función de los cuerpos y de las palabras. La dicción de los actores es un deleite, incluso cuando la enfermedad termina por alterar la de Anne. El ocaso de los personajes es también el de los actores filmados en la fragilidad de sus años. La ambigüedad encuentra su punto culminante cuando Georges, arrodillado, debe realizar un inmenso esfuerzo para levantarse. La actuación se funde con el registro evidente de la vejez del protagonista.
Sin rechazar sus marcas autorales, Haneke demuestra que no es el cineasta dogmático que a algunos les gusta caricaturizar. El director incorpora elementos desconcertantes que colocan a Amour entre lo más singular de su filmografía: los notables deslizamientos oníricos en la pesadilla de Georges o las dos apariciones de una paloma como una suerte de emanación profana del Espíritu Santo. El estilo seco y frio de Haneke encuentra su complemento ideal en los detalles, a veces insignificantes, que alimentan la relación de sus dos personajes. Pequeños gestos cotidianos, como la dulzura de un reproche o el placer compartido de una conversación, filmados en planos-secuencia fijos con la cámara instalada en un rincón del departamento. El amor revela su esencia, invisible, en el reverso mudo de las miradas.