La vida y nada más
Los que somos devotos confesos del realizador austríaco Michael Haneke esperamos el estreno de cada una de sus producciones como auténticos regalos que nos desperezan de esa auténtica pesadilla que martillea nuestra cabeza a base de blockbuster nortemaericano semanal.
Un título tan conciso y clarificador como Amor ya nos predispone a ver algo diferente, y desde luego después de su visionado podemos afirmar que así es. De entrada su premisa argumental puede no alentar al espectador medio a acudir a la sala: George y Anne, ochenta cumplidos, son dos profesores de música clásica, jubilados, que viven en París. Su hija también se dedica a la música y vive en Londres con su marido británico. Un día Anne sufre un infarto cerebral. Al volver del hospital, un lado de su cuerpo está paralizado.
El amor que ha unido a la pareja durante tantos años se verá entonces puesto a prueba.
Así como la cultura asiática tiene asumida la muerte como parte intrínseca de la propia vida, la sociedad europea suele aparcarla y obviarla. Nadie piensa que nuestro paso por la Tierra es mucho más efímero de lo que nos gustaría e intentamos sobre todo no reflexionar frente a algo que está a la vuelta de la esquina.
Haneke mira a la parca de frente y nos enseña con una pulcritud y elegancia sin par el deterioro de una persona enferma que se va consumiendo paulatinamente.
El director de obras maestras como La cinta blanca o Funny Games no escatima a la hora de ahorrarnos el sufrimiento; de observar de forma casi entomológica como la protagonista se va apagando progresivamente. Todo ello nos lleva a reflexionar sobre conceptos como el amor y la muerte, que nunca estuvieron tan unidos en un relato fílmico como en esta auténtica maravilla.
A todo ello contribuye de forma significativa la gran actuación de la pareja protagonista, unos Jean Louis Trintignant (felizmente recuperado para el cine) y Emmanuelle Riva (nominada con todo merecimiento como mejor actriz en la próxima edición de los Oscars de Hollywood), quienes ofrecen todo un recital en cuanto a contención y emotividad. Ámbos saben insuflar a sus cansados personajes toda la magnificencia de quienes han constituido grandes intérpretes a lo largo de sus longevas carreras cinematográficas. Sus silencios valen muchísimo más que el estruendo al que estamos acostumbrados, y sus diálogos, tan breves como afilados, alcanzan un grado de plenitud muy difícil de encontrar hoy en día.
No sabemos si Michael Haneke habrá alcanzado el grado de plenitud en su último trabajo, pero si no es así desde luego se le acerca bastante. Aquí hallamos una violencia contenida, no tan explícita como en otros títulos del director pero no por ello lo que nos explica deja de ser menos aterrador.
La muerte en vida es mucho más cruel que la propia muerte en sí, y toda la milimétrica puesta en escena desemboca en un trágico final que, no por previsible (ya se desvela desde las primeras imágenes) deja de sorprendernos y acongojarnos.
Con Amour estamos ante una obra que trasciende; una película que tiene la capacidad de llegar al alma de las personas. ¿Hasta qué punto puede llegar a soportar el ser humano su propia dignidad? ¿Es lícito que respetemos los últimos momentos de vida de una persona en su propia intimidad o debemos luchar hasta el último instante por mantenerla con vida? ¿Hasta dónde puede llegar la crudeza y el dolor por la pérdida del ser querido?.
Estas y otras tantas preguntas se plantean a lo largo del exiguo y ajustado metraje. Después se podrán vislumbrar metáforas varias y dobles sentidos, que para eso existen los sesudos y relamidos críticos, pero si vamos a la esencia de la narración encontraremos mucha verdad en lo que se nos cuenta. Michael Haneke es sin dudas uno de los creadores fundamentales del cine contemporáneo, quien ha sabido llevar a cabo una relectura perfecta de clásicos como Bergman o incluso el mismísimo Charles Chaplin para ofrecernos una auténtica lección de cine que no debería pasar desapercibida para todas aquellas personas que amamos el séptimo arte y la vida.