El mundo suele ignorar la piedad
Sin música de fondo, sólo con un Schubert que ya la enfermedad no puede soportar, "Amour" demuestra la fragilidad ante la mortalidad, con mínimos elementos, austeridad y algunas imágenes desagradables, pero reales.
La vejez es un tema difícil que pocos directores abordan. Visiones de maestros del cine oriental (Akira Kurosawa) y nórdicos (Ingmar Bergman) iluminan con su luz sombría, testimonios cinematográficos anteriores.
Pero ninguno de ellos hizo lo que el austríaco Michael Hanecke ("La profesora de piano", "La cinta blanca") en "Amour" .
Sus protagonistas son una pareja de músicos mayores, jubilados, Anne (Emmanuelle Riva) y Georges (Jean-Louis Trintignant), que lograron llegar a una suerte de paraíso privado. El matrimonio tiene intereses comunes, solvencia económica, una hija (la gran Isabelle Huppert) profesional viviendo lejos con su familia, pero visitándolos periódicamente y un afecto sólido de respeto y coincidencias.
UN ANTICIPO
Eso es lo que el espectador observa, mientras el living amplio, parece iluminarse con sus objetos de arte discretos y el piano elegante. Sin embargo, el anticipo del caos llega, cuando, luego de asistir a un concierto, la pareja encuentra las cerraduras violadas de la puerta de ingreso a su departamento.
Hablan de la inseguridad actual, pero no saben que son preanuncios de lo que vendrá. Porque como un virus, la realidad de la enfermedad y la vejez se hacen presentes inmediatamente. Anne será operada del corazón, con malos resultados y la sombra de la discapacidad, completada por el Alzheimer, ensombrecerán la vida en común.
SOLO SCHUBERT
Sin música de fondo, sólo con un Schubert que ya la enfermedad no puede soportar, "Amour" demuestra la fragilidad ante la mortalidad, con mínimos elementos, austeridad y algunas imágenes desagradables, pero reales.
Michael Haneke no tiene piedad, a pesar de que logra expresar la ternura casi como un reflejo en el ocaso, increíblemente transmitido por la magia de esa Emanuelle Riva (Anne) capaz de emitir amor y también hastío ante la una cuchara con papilla que la temblorosa mano de su narido (impecable Jean-Louis Trintignant) lleva a su boca. Con este filme Michael Haneke sigue mostrando un mundo sin esperanzas, en el que hasta la luminosidad del amor se ve a través de un bergmaniano vidrio oscuro.