La visión de esta película, ganadora de la Palma de Oro en Cannes, puede depararle la idea de que está ante una obra maestra. Técnicamente es cierto, se trata de un film impecable: absolutamente realista, que elude cualquier mención del artificio, rodada en planos largos, contemplativos, donde ocurren cosas cotidianas pero cada vez menos soportables. La historia es la de una pareja de ancianos: ella sufre un ataque cerebral y la enfermedad progresa de modo inexorable. Él la cuida supliendo a todas sus necesidades: el film narra el avance inexorable de la decrepitud y lo que une a dos personas en esas circunstancias.
El problema es que el esfuerzo que hace Haneke por ocultar la manipulación necesariamente vuelve la película una enorme manipulación, tanto técnica como emocional. En efecto: hay momentos sórdidos cuyo único sentido es causarle malestar al espectador a partir del ejercicio actoral –otra manipulación– de dos intérpretes que fingen ser cada vez más decrépitos. En ese punto, y más allá de que el título pueda leerse si se desea de modo irónico, hay que preguntarse para qué la exposición hiperrealista del sufrimiento. O por qué el regodeo en el “gran arte” (la música clásica, los cuadros en las paredes) que parecen hablar más de la pedantería del realizador que del mundo de los protagonistas. No negamos que pueda considerarse una obra maestra: en su propuesta, es impecable. Solo decimos que nos parece lo contrario: un mero ejercicio de exhibicionismo de un director que se sabe y cree un maestro.