Al final de este viaje
El gradual encierro de una pareja de ancianos, cercada por la enfermedad de ella. Brillantes Trintignant y Riva.
En la filmografía de Michael Haneke es usual que un microcosmos burgués -en supuesto equilibrio- sea invadido por una súbita violencia externa que lo demuele. En Amour, el invasor es natural, corriente, casi previsible: un accidente vascular que inicia la erosión definitiva de una mujer de más de ochenta y, luego, la su marido, empeñado en cuidarla en su casa. Haneke retrata esta degradación crepuscular, solitaria y conjunta, con su magistral estilo aséptico -para qué agregarle énfasis a lo que ya lo tiene-, pero esta vez con una de las variantes del vasto amor como elemento novedoso en su cine.
La primera secuencia es la final. Desde el interior de un departamento, vemos a unos bomberos derrumbar la puerta de entrada. Con barbijos, abren las ventanas. Nos hacen experimentar, desde la mera imagen, el peso de un encierro agobiante. En la pieza principal, encuentran el cadáver de ella. Corte. En la escena siguiente, Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva) disfrutan un concierto, en el Théâtre des Champs Elysées; y, luego, vuelven en colectivo a su coqueto departamento parisino.
Al llegar, encuentran la cerradura forzada: ínfimo indicio de lo que vendrá. Los dos son pianistas retirados. A partir de gestos sutiles y palabras triviales, entendemos que los une mucho más que una vida cruzada por el arte. Los une un modo de entender, de gozar, de tolerar el mundo: un lazo más fuerte, y mucho más duradero, que la pasión en tiempos plenos.
A la mañana siguiente, ella sufre su primer blanco, que Haneke, absolutamente consciente de lo que pretende de cada plano, y capaz de ponerlo en escena, narra con intrigante realismo y demoledora elegancia. Desde entonces, Anne se va extraviando, mientras Georges la asiste con una tenacidad sin esperanza. Son demasiado inteligentes, racionales, como para perder, ahora que lo están perdiendo todo, los últimos bastiones de su dignidad compartida.
El encierro -que combina, con rigor, elementos dramáticos, románticos y terroríficos- apenas se interrumpe por unas pocas visitas de la hija del matrimonio (Isabelle Huppert; que pasará de la negación al enojo, y de ahí la angustia distante); por la visita de un prestigioso pianista, discípulo de Anne (Alexandre Tharaud, haciendo de sí mismo); y por enfermeras que la “cuidarán” a ella con impostada tersura o con sincera indolencia.
Georges se muestra estoico ante todos, sobre todo ante sí mismo, y conmovedor en la intimidad, en la que no condesciende al sentimentalismo ni la queja. Su amor se percibe en múltiples detalles, como en el modo en que abraza a Anne (y ella a él) al levantarla de la silla de ruedas, la cama o el inodoro. O en la forma en que le cuenta viejas anécdotas triviales, cuando ella tal vez no las comprende.
Las actuaciones de Trintignant y Riva son sublimes, acordes con el estilo de un director que prescinde del énfasis (incluido el de la música, que en Amour siempre es diegética) y que, sin ornamentos, pule cada elemento hasta dotarlo de múltiples, a veces inasibles sentidos. Haneke omite el alivio. Pero esta vez ofrece comprensión; no intelectual: sensorial. En algún momento, Georges le habla a su desmemoriada esposa de una antigua tarde a la salida del cine. “Olvidé el argumento de la película, no la sensación que me dejó”. Lo que nos ofrece Amour, la módica inmortalidad de un filme.