El dolor, con gran altura artística
Reflexionaba François Truffaut sobre el éxito mundial de «Gritos y susurros», aquel drama bergmaniano de una mujer agonizando de cáncer ante sus hermanas, en tiempos aún más difíciles que hoy para la medicina. ¿Por qué la gente quería presenciar tamaño sufrimiento? Quizá, decía en su libro «Las películas de mi vida», porque el público intuyó que recibiría una experiencia artística capaz de sublimar la temida experiencia de la realidad. La curva ascendente del arte compensaría la curva descendente de la vida.
El razonamiento puede aplicarse ahora al éxito mundial de «Amour», donde una anciana sufre una enfermedad degenerativa apenas auxiliada por su esposo también anciano. Dicho sea de paso, ambas obras recibieron igual cantidad de nominaciones al Oscar, cinco, entre ellas las de mejor film y mejor director. Claro que Michael Haneke no es Ingmar Bergman, pero tiene lo suyo, y esta vez también tiene algo de ternura. Su habitual escepticismo y sus escenas de crueldad dieron paso a una mirada piadosa sobre el compañerismo, el cariño, la paciencia, el dolor ante la decadencia del ser querido, la vergüenza de la persona enferma. La resolución, eso si, es «a lo Haneke». También lo es la distancia que evita la lágrima.
La elección y dirección de los intérpretes, la ubicación inicial de los personajes en medio de una audiencia (son músicos jubilados asistiendo al concierto de un ex alumno que los admira), el detalle simbólico de la cerradura falseada como si un ladrón quisiera irrumpir en el hogar (y ese ladrón es la enfermedad), una pesadilla, la charla con la hija casada, típico «familiar ausente», el modo calmo con que se muestran avances y resignaciones, e incluso agotamientos, las recorridas por las habitaciones o por el álbum de fotos, la cámara discretamente alejada en ciertos momentos, los silencios, la relación con una paloma, permiten apreciar la mano del artista. Y soportar lo que vemos en la pantalla, aunque a fin de cuentas es poco comparado con lo que más de un lector habrá tenido que pasar en su propia familia.
Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva encarnan a esos dos ancianos. Los dos solos en su refugio, y cada uno en su propia soledad. Sus actuaciones son soberbias, con unas miradas inolvidables. Que los hayamos visto a lo largo de años, desde que eran jóvenes y hermosos, y que los veamos ahora, tan cerca del momento de la despedida como sus personajes, también es impresionante. Pero ellos tienen acá la suerte de una hermosa despedida artística.