LA AGONÍA DEL CINE
En una precisa y poco sentida suma de lugares comunes y elementos crueles, el director Michael Haneke propone en Amour la acumulación de clichés de aquello que se mal entiende como arte.
Las películas luminosas no ganan premios. Las películas que carecen de crueldad no ganan premios. Los actores que no interpretan enfermos no ganan premios. Así que hacer una película oscura, cruel y con enfermedad es una buena forma de obtener premios. Más de cien años de historia del cine y parece que seguimos en el mismo pantano de lugares comunes. Si hoy Buster Keaton filmara, seguiría sin tener prestigio. Si hoy Hitchcock estrenara, seguiría sin ganar el Oscar. Seamos piadosos y no juzguemos a Michael Haneke por los premios que recibió y las nominaciones que obtuvo. No usemos eso como termómetro de su concepción antigua, pobre y poco cinematográfica que tiene del cine. A Haneke le obsesiona la crueldad, sin duda, y eso no es ni bueno ni malo. Pero como crítico y espectador yo digo que él en Amour no hace nada más que repetir esos clichés que gustan tanto a todos aquellos que desprecian el lenguaje cinematográfico y solo valoran el cine por la bajada de línea que prometen bajar. En el año 2003 un film espantoso por lo vulgar y obvio llamado Las invasiones bárbaras convivió en la cartelera con una obra maestra llamada El gran pez. En ambas un padre agonizaba. En ambas la relación filial debía reconstituirse antes del adiós final. Una decidía hacerlo desde la falta de ideas, desde la más vulgar y llana obviedad. Otra prefería un trabajo mucho más complejo. El gran pez tenía la generosidad de explicar porque el cine muchas veces prefiere mostrar la realidad con un pudoroso y humano lente de ficción y fantasía. Las invasiones bárbaras era para charlar sobre temas, usando como excusa una película carente de cualquier arte. El gran pez era arte, cine, declaración de principios y, además, permitía reflexionar sobre los mismos temas. El gran pez mostraba la ficción y la realidad, explicando porque elegía la primera. Las invasiones bárbaras era como mucho un artículo mediocre para leer en una revista. El gran pez estaba dirigida por Tim Burton, Las invasiones bárbaras por Denys Arcand. El gran pez era cine industrial norteamericano, Las invasiones bárbaras, no. En una había mucho cine, en la otra, nada. Pero claro, no es tan simple el mundo, cada película sabrá cómo, desde el país y las condiciones que haya tenido para hacerse, como encontrar su propio camino. Millon Dollar Baby de Clint Eastwood tenía su crueldad, pero la estética y las ideas del film eran de una profundidad mucho más abarcadora, estaba filmada con una perfección que permitía expresar temas a través de la puesta en escena, no solo de los momentos explícitamente duros que tenía. La escafandra y la mariposa salía del cliché con una potencia narrativa y una estética muy poderosa. Y hace poco, otro bodrio, esta vez de Francia, llamado aquí Amigos intocables mostraba como se podían complementar los peores defectos de Europa y Hollywood en una sola e insufrible película.
A Michael Haneke se lo tiene en muy alta estima. Cruel y sádico como pocos, ha construido su cine desde su rigor de puesta en escena y con una potente coherencia de principio a fin de la mayoría de sus películas. Quien se mete en una película de Haneke sabe que el cumple lo que promete desde el comienzo. Sus planos largos, estáticos, su renuncia a la música extradiegética, sus angustiantes recursos narrativos, son parte de un estilo. Podrá gustarnos más o menos, pero no es cualquier cosa. Michael Haneke, gracias a esta nominación a mejor director y mejor película, además de película extranjera- se coloca, claramente después de Pedro Almodóvar, como el director europeo en actividad más conocido a nivel mundial. Cumple, sin problema alguno, con todos los lugares comunes más obvios de lo que se supone es arte. Arte mal entendido. Haneke, lamentablemente, recibe todo este reconocimiento por un film de méritos escasos. Pero parece que mostrar agonías es considerado arte en una parte del mundo. Mostrar a un enfermo terminal muchos creen que es arte. Parece mentira, pero sigue siendo así. Desde falta de criterio está hecha la excesiva euforia con que se recibió la actuación de la protagonista femenina (Emmanuelle Riva, la misma de Hiroshima Mon Amour) y la tibieza con la que se ignoró la actuación de su protagonista masculino, Jean Louis Trintignant. Pero obviamente el señor Haneke no se conforma con ser cruel, mediocre y estar desesperado por obtener premios. El tiene que espantar burgueses e ir un poco más allá. ¿Y a dónde va Haneke? Va derecho a la infamia, porque cree que ahí, en esa sordidez solemne y silenciosa obtendrá no solo el reconocimiento de los premios más comunes sino también el saludo de los espectadores más exigentes. Qué Haneke esté nominado al Oscar no habla tan mal de él como de la Academia, que ya a esta altura de la historia debería reconocer sus propios méritos y dejar de correr detrás de esta clase de directores. Haneke tal vez esté empezando la parte más importante de su carrera, y curiosamente parece que empieza a la vez la peor etapa. Pero eso no se puede saber. Lo único que está claro es que Amou es una película espantosa. No puedo dejar de citar al escritor Bret Easton Ellis que la definió de la siguiente manera: “Amour es como hubiera sido En la laguna dorada si la hubiera filmado Hitler”. La paloma merecería un capítulo aparte en la enciclopedia de alegorías berretas de la historia del cine, pero la dejaremos irse volando, junto con el recuerdo de este film.