Hay dos cosas que son ciertas sobre Amsterdam: es una película que vale la pena ver y que no sabe qué quiere ser.
Si miran el trailer, probablemente piensen que Amsterdam es una comedia de época sobre una graciosa banda de criminales. Pero nada que ver: relata el descubrimiento de un complot fascista en Estados Unidos durante los años 30. La conspiración, tramada por banqueros y financistas, habría pretendido derrocar al presidente demócrata Franklin Delano Roosevelt, conocido por sus planes sociales y política progresista, e instalar, en territorio americano, a un dictador de derecha como Mussolini o Hitler.
No es un invento de Amsterdam. El guión se basa en un alegato real, que el general retirado Smedley Butler presentó ante el Congreso estadounidense en 1934. Si bien el comité congresional que investigó el tema no pudo comprobar las acusaciones del general, tampoco las desestimó. De hecho, el comité advirtió que, aunque la conspiración no avanzó, sí fue contemplada. (No nos olvidemos que, en 1939, se organizó un festival Nazi en pleno Madison Square Garden. Así que el fascismo estaba más que presente en Estados Unidos).
Amsterdam toma este alegato histórico para construir una ficción. Quienes revelan el complot son tres personajes inventados: el doctor Burt Berendsen, el abogado Harold Woodsman y la enfermera, artista y falsificadora Valerie, cuyo pasado y conexiones familiares son un misterio.
Los tres se conocen durante la Primera Guerra, cuando Burt y Harold son heridos y caen bajo el cuidado de Valerie. Ahí entablan una amistad que profundizan durante la inmediata posguerra, en el taller bohemio de Valerie en la capital holandesa. Por eso el nombre de la película: Amsterdam es el sueño de los protagonistas, el escenario de sus momentos más felices, su edén. Pero como todo sueño, eventualmente termina y la tríada se quiebra. Burt vuelve a Estados Unidos, donde lo espera su esposa. Harold lo sigue, pero Valerie se borra del mapa.
En Nueva York, Burt funda una clínica para tratar los dolores crónicos y problemas de salud de otros veteranos, algo que lleva a cabo siempre al borde de la ilegalidad, probando nuevos y peligrosos analgésicos y narcóticos. También se mantiene en contacto con Harold, quien empieza a desempeñarse como abogado. Así siguen las cosas hasta 1933, cuando los dos amigos reciben un pedido extraño. Resulta que murió el comandante de su antiguo regimiento, un tal Bill Meekins, ahora senador nacional, y su hija quiere realizar una autopsia al margen de la policía. Ella no cree que su padre haya fallecido por causas naturales. Y como Burt y Harold son outsiders y marginales —al ser uno mitad judío y el otro, afroamericano—, ella siente que puede confiar en la discreción de ambos. (Pesa, además, el vínculo personal entre ambos y su padre). Lo cual es clave, porque ella sospecha que hubo un asesinato. Y tiene razón: en la autopsia —que Burt ejecuta con una enfermera y futura amante, Irma— se descubre que Meekins fue envenenado. Acto seguido, la hija del comandante es empujada bajo un auto. Y para no quedar como los principales sospechosos, Burt y Harold tendrán que resolver el doble crimen. Su búsqueda de los culpables los llevará hasta la adinerada familia Voze, cercana a Meekins, y los reunirá con Valerie, quien —para sorpresa de ambos— pertenece a esta dinastía neoyorquina.
¿Qué tiene que ver todo esto con la conspiración fascista que mencioné antes? Tiene todo que ver, porque, luego de muchas idas y vueltas, aparece el hecho histórico entre las piruetas de la ficción.
Para guiarnos a través de la trama, hay un cúmulo de estrellas. Un hiperquinético Christian Bale en el papel de Burt, un correctísimo John David Washington como Harold, una vivaz y energética Margot Robbie en el rol de Valerie, y una larga lista de figuras en papeles secundarios, desde Rami Malek hasta Anya Taylor-Joy, Zoe Saldaña, Chris Rock, Mike Myers, Michael Shannon, Taylor Swift y Robert De Niro, como un ex-general condecorado basado en Smedley Butler. Que todos sean tan inmediatamente reconocibles es parte del juego narrativo. Entre los nombres y peripecias, los rostros familiares nos marcan el camino y nos ayudan a entender la trama enrevesada.
Amsterdam es ágil y divertida, pero también es frustrante y no termina de cumplir su potencial. A partir de la sinopsis, podríamos imaginar que Amsterdam es un neo-noir, como Barrio Chino, Los Ángeles al desnudo o Huérfanos de Brooklyn, películas que reinterpretan, no solo el género del policial negro, sino también el pasado de los Estados Unidos, a través de un revisionismo histórico que pone entre comillas la historia oficial.
Pero Amsterdam no es eso, no se toma nada en serio. El director y guionista David O. Russell apuesta por la comedia y la aventura. Se acerca más al tono de, digamos, un Ocean’s Eleven, donde lo atractivo es ver cómo George Clooney, Brad Pitt, Matt Damon y Julia Roberts, entre otros monstruos, la pasan bien juntos. Lo cual no está mal, pero la trama y los personajes de Amsterdam reclaman algo más, piden otro tipo de tratamiento.
Amsterdam es una confusión de tonos y registros. Hay muchas películas en una. Robert De Niro actúa en un drama, Margot Robbie en una comedia romántica, Zeo Saldaña en una tragedia, Mike Myers y Michael Shannon en una parodia, Rami Malek y Anya Taylor-Joy en una de terror, John David Washington en un policial y Christan Bale, pues, actúa en su propia película. Lo cual no está lejos de ser la verdad: Bale y Russell bocetaron la historia de Amsterdam juntos, reuniéndose en barcitos y cafés durante cinco años. Y al ver el resultado final, da la sensación de que Bale existe en otro plano, que aborda su propia interpretación del guión, como si plasmara una contrapelícula frente a la cámara de Russell y su director de fotografía, Emmanuel Lubezki. La cámara, de hecho, es un personaje más, se acerca a los actores, los filma desde abajo, no exactamente en contrapicado, pero justo debajo de la línea de los ojos, como si fuéramos adolescentes observando el extraño mundo adulto al que nos encaminamos. Hay una intimidad claustrofóbica y constante. La cámara da vueltas, recorre las habitaciones, nos presenta detalles curiosos e irrelevantes, como si hubiera probado una de las drogas experimentales del doctor Burt.
El guión es vertiginoso. Tira líneas sobre el racismo y la lucha de clases, frases sobre la amistad inquebrantable de los protagonistas, notas al pie sobre el fascismo oculto en la sociedad estadounidense, paréntesis sobre los efectos de la guerra y el abandono de los veteranos, oraciones subordinadas acerca de la Gran Depresión y los años 30, agregados sobre la vida parasitaria del cuco (y esto no es joda), tangentes sobre la bohemia de la posguerra y el modernismo en el arte, y varias cosas más. Todo este festival de temáticas, géneros y registros evita que la película haga anclaje en algo. Todo se vuelve demasiado liviano, incluso lo que no debería serlo. Todo es una farsa, todo es gracioso y resbala.
Quizás el objetivo de Russell, al orquestar este quilombo narrativo y estético, sea plantear una postura ante la vida. Sus personajes son sobrevivientes en más de un sentido. Valerie, Burt y Harold sobreviven a la guerra, primero, y a la injusticia social, segundo. Y no se dejan arrastrar por la solemnidad y la tristeza. Avanzan con energía y con ganas. La misma movilidad de la película es, entonces, un reflejo de esta postura, de este rechazo al desgano y a la renuncia. Pero el problema es que no terminamos de sentir el peso que arrastran los protagonistas y que convierte su dinamismo en un esfuerzo heroico. A pesar de todo lo que ellos enfrentan, nunca dudamos de que seguirán adelante. No hay chances de que algo o alguien los detenga porque la trama es irrefrenable. La misma movilidad de la película se vuelve reconfortante. En vez de llevarnos al borde del precipicio, nos mantiene flotando en el aire.
La indecisión y fugacidad de Amsterdam se nota hasta en el título. Porque casi toda la trama de Amsterdam sucede en Nueva York. Ahora bien, este titubeo geográfico puede ser un chiste deliberado. Nueva York —y más precisamente Manhattan— antes de ser Nueva York fue New Amsterdam, una colonia holandesa. En la segunda mitad del 1600, los ingleses capturaron la isla y le dieron el nombre que tiene hoy. Podríamos ver, entonces, un paralelismo poético en la historia de tres neoyorquinos que sueñan con Amsterdam, la ciudad de su pasado. Amsterdam, a fin de cuentas, es una película sobre el desarraigo y la nostalgia por el Viejo Continente. Todos los personajes, a su manera, sueñan con Europa: los protagonistas con la bohemia holandesa y sus antagonistas, con el fascismo alemán e italiano. Y la película misma sueña con dos, tres, cinco géneros cinematográficos a la vez, sin echar raíces en ninguno. Tanto los personajes como la película están a la deriva.
Hay que concederle lo siguiente a Amsterdam: será despelotada, indecisa, confusa y muchas cosas más, pero no es genérica, aburrida y olvidable. Tiene cosas para decir, quizás demasiadas. Lo cual es infinitamente mejor que no tener nada.