El elenco, aclaremos, incluye más nombres y sorpresas (Taylor Swift, Robert De Niro) pero no cabe todo. Como no cabe toda la trama en esta reseña: básicamente tres personas que se volvieron muy amigos en la Primera Guerra Mundial se vuelven a reunir quince años después y de ven envueltos en un crimen y una conspiración política. David O. Russell, el realizador, no ejerce aquí por primera vez su gusto por el caos cómico: es casi un estilo de la casa, a veces más simple (Escándalo americano) a veces, decididamente esotérico (Yo amo Huckabees). Pero sí es la primera vez que mete todo: desde el romance raro de El lado luminoso de la vida hasta la ironía política de Tres Reyes. Como si Amsterdam fuera un resumen que, de paso, busca ser interpretado como metáfora del hoy. Pero detrás podemos pensar que hay otra cosa: un director recordando qué lo hacía feliz (el pasado de los personajes en ese Amsterdam idílico) y por qué hoy no puede serlo. Se pregunta -y es probable que su respuesta, por muy cómica que logre ser por momentos, esté equivocada, y lo sabe- para qué sirve hoy hacer películas. El resultado se acerca más a un collage en el que todo pasa rápido y lujoso, pero sin que sepamos exactamente dónde estamos parados. Quizás esto sea, después de todo, un ejercicio de nostalgia teñido de desesperanza: signo de los tiempos.