Amsterdam

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

Algo parece estar pasando en la antesala del estreno de varias películas. Algunas llegan con expectativas desmedidas alimentadas por las redes sociales, los eventos de presentación, el interés por el material que las origina; otras precedidas de escándalos en el rodaje, declaraciones de críticos ofendidos, tensiones en su recorrido festivalero o por el prontuario de sus realizadores. Así pasó con Crímenes del futuro, No te preocupes cariño, Blonde. Por su parte, Ámsterdam es una película que asoma sin excesiva promoción, envuelta en las sucesivas demandas que debió afrontar David O. Russell por abusos y maltrato laboral, y adornada con los nombres de numerosas estrellas que eludieron declaraciones sobre los entretelones del proyecto. Pese a los rumores de posibles premiaciones, la crítica de Estados Unidos fue muy severa.

Como suele ocurrir con el cine de David O. Russell, siempre son más grandes las aspiraciones de su ego que los resultados que ofrecen sus películas. En parte esa presunción ha sido alimentada por una corte de aduladores que lo vio en tiempos de El ganador (2010) como un émulo contemporáneo de Martin Scorsese. Russell nunca alcanzó a modelar un universo propio como el de su pretendido maestro, y menos a consolidar una sostenida amalgama entre su narrativa y las invenciones de su puesta en escena. Sus películas pecan de fragmentarias, su pulso iconoclasta nunca logra dar verdaderos avances en los géneros que aborda y sus personajes alternan magnetismo con arbitrariedades y caprichos. Pese a ello su cine tiene adrenalina, siempre quiere decir algo y no pasar desapercibido. Como lo demuestran El lado luminoso de la vida (2012) y Escándalo americano (2013), consigue escenas impactantes aún en narrativas con altibajos.

Ámsterdam no es la excepción. Sin embargo, ofrece una mirada oblicua sobre aquella historia ambientada en los años 30, tras el surgimiento de los fascismos, que le permite echar luz sobre el presente. Russell nuevamente se apoya en géneros populares para alcanzar una posible alquimia: por un lado, el relato policial, agregado al noir la memoria bélica de la Primera Guerra y como corolario, el andamiaje del cine de espías, todo envuelto en el tono irónico de la sátira.

Así la historia comienza en 1933 cuando Bert Berendsen (Christian Bale, un asiduo colaborador de Russell) y Harold Woodman (John David Washington), médico el primero y abogado el segundo, se encuentran tras la pesquisa del crimen de su antiguo general. Convertido en narrador, Berendsen nos conduce al pasado, a su involuntaria participación en la Primera Guerra Mundial, la pérdida de su ojo y la entrañable amistad con Harold, alianza desafiante del racismo de la época. En ese pasado está el paraíso y su nombre es Ámsterdam, ciudad que lleva el rostro de Valerie (Margot Robbie), la enfermera que curó sus heridas en el frente y unió a ese trío de bohemios en la víspera de una nueva tragedia.

Inspirada en un intento de golpe de estado al gobierno de F.D. Roosevelt pergeñado por poderosos industriales, Ámsterdam utiliza el truco de los “hechos reales” menos como una validación que como una coartada. Lo que a Russell le interesa, bajo la voz de Berendson –que funciona como conciencia de la película pero al mismo tiempo como juglar de aquellas anunciaciones– es menos la revelación de la autoría del crimen del general Bill Meekins (Ed Begley Jr.), que la espesa trama que se teje para su ocultamiento. Allí la película adquiere su mayor dispersión, presentando personajes como estelares asistentes a un desfile –todos interpretados por nombres reconocidos- que llevan de un lado hacia otro la intriga, pero que resultan útiles para situarla en el ahora tanto como en la ficción del pasado. Ese camino se hace evidente con la aparición del personaje de Robert De Niro, enclave ostensible de un compromiso ético que la película busca defender.

Es claro que esta vez Russell se mira en el espejo de Orson Welles. Ante semejante arrojo, ambiciones no le faltan. Aún ante el abismo que lo separa del director de El ciudadano, Russell entiende que en esta fábula de mártires y fracasados, en este oscuro tejido de intereses y conspiraciones, lo que sobrevive es el amor que mueve a sus personajes –como les ocurría a los de Welles-, que les permitió sobrevivir la guerra y el desprecio, el encierro y la injusticia. Les queda aquel paraíso perdido que fue Ámsterdam: no un anhelo imposible sino la voluntad de una lucha, un recuerdo atesorado para siempre en la memoria de los que han amado y sufrido, los que han ganado y perdido.