Memorias de los años de plomo
La intención del primer largometraje de Bustamante es reflexionar sobre una época, la de la dictadura militar, y sus consecuencias individuales y colectivas. Pero los gestos, detalles y sutilezas van dejando paso a una enfática afectación discursiva.
Entre los pliegues de la ópera prima de Daniel Bustamante –uno de los cortometrajistas responsables de la cuarta edición de las Historias Breves– se esconde una película interesante y provocadora que pudo haberlo sido mucho más. No es que Andrés no quiere dormir la siesta carezca de virtudes, pero el producto resultante se hamaca entre dos puntos opuestos, el de la alegoría política y una vertiente melancólica del drama costumbrista, en una apuesta que se aleja progresivamente de la complejidad y la ambigüedad para arroparse finalmente en la afectación discursiva.
La historia tiene como protagonista a un chico que atraviesa doce meses particularmente problemáticos de su vida. Corren los años de plomo de la última dictadura militar y el ritmo cotidiano de un barrio santafesino dista de la tranquilidad que las calles parecerían transmitir, particularmente por la cercanía de un centro de detención clandestino cuyos portones se abren y cierran constantemente, como las fauces de un monstruo apenas entrevisto. Lejano a todo eso, luego del horario de la escuela Andrés pasa sus días potreando, escapándole a la siesta, soñando con la serie Kung Fu, juntando bolitas para algún campeonato en ciernes. Ello cuando no es enviado a ver a su padre, separado del núcleo familiar, en busca de algunos pesos indispensables para la manutención.
El film presenta la primera de sus dos emblemáticas muertes a pocos minutos del inicio. La madre de Andrés y de Armando –su hermano mayor– fallece luego de ser atropellada por un automóvil. Lejos de lo azaroso, la película relaciona indirectamente el trágico hecho con la relación que la mujer mantiene con un “subversivo” (o simplemente un intelectual de izquierda, no queda en claro ni interesa esclarecerlo). Luego del duelo y la mudanza a la casa de la abuela Olga (Norma Aleandro en un rol característico), los chicos deberán adaptarse no sólo a la pérdida sino a las nuevas reglas de juego impuestas por un severo padre. Manteniendo la mirada de Andrés por encima de cualquier otra, el relato se acomoda sin apartarse demasiado del clásico arco dramático del coming of age, donde el dolor del crecimiento va acompañado de toda clase de descubrimientos del mundo adulto. Que ese punto de vista se apuntale durante casi 110 minutos depende en gran medida de decisiones de puesta en escena, pero también es mérito del niño Conrado Valenzuela, actor debutante con unos ojos profundos y espesos que recuerdan, por momentos, a los de la actriz española Ana Torrent en sus años mozos.
La mirada de Bustamante sobre la vida de barrio durante aquellos años –según declaraciones del realizador, existe incluso alguna cuota autobiográfica– se acerca en varios momentos a la exposición de memorabilia: no son escasas las escenas que destacan el aspecto del Simulcop, el infame libro de lectura de Constancio Vigil Upa o ese símil Pocketer tamaño gigante accionado por chorros de agua y que todo aquel que se acerque a los cuarenta abriles recordará sin problemas. Los chirridos y notas falsas del film con el material que tiene entre manos aparecen y se acrecientan a partir de la necesidad de argumentar el choque entre la realidad del mundo infantil y el horror circundante. Es entonces que los trazos sutiles que había sabido conseguir –particularmente el desprecio e incluso el odio creciente de Andrés hacia prácticamente todo aquel que lo rodea, una idea de la infancia sin dudas alejada de la cursilería– son sepultados por la explicitud de situaciones y diálogos. La “amistad” entre Andrés y un represor pone en tensión una relación por cierto perturbadora, pero la caracterización de este último cae inevitablemente en el trazo grueso. Algo similar puede decirse de Olga, personaje construido en base a detalles, gestos y frases breves, hasta que es obligada por el guión a recitar un soliloquio que exhibe, en letras de molde, aquello que podía inferirse por conductas y reacciones previas.
La intención de Andrés no quiere dormir la siesta es indudablemente reflexionar sobre una época y sus consecuencias individuales y colectivas, pero su especulación sobre el “no te metás” y el “algo habrá hecho” se revela como un lugar común utilizado como excusa argumental. De allí la paradoja de que los últimos minutos del film tal vez sean los más interesantes, si se los toma aisladamente, por su carga de violencia contenida y su elucubración implícita sobre el futuro de Andrés. En el marco de la totalidad del metraje –como esa mancha de sangre lavada a manguerazos por los vecinos, cargada de sentido alegórico– la clausura se torna enfática y redundante.