Verano, otoño, invierno, primavera… y otra vez verano. La ópera prima de Daniel Bustamante es una película que se desarrolla particularmente a través del punto de vista de un niño llamado Andrés (Conrado Valenzuela), quien vive rodeado de personajes miserables (desdichados, infelices) en un contexto sumamente miserable (perverso): a la solemnidad de un verosímil social que trasciende lo netamente cinematográfico de manera incansable, grave e inextinguible durante la mayor parte del metraje (evidentemente el sentido político y social del relato es de una importancia relevante), se suma una manera de narrar que hace angustiosa la experiencia de ver producto del regodeo de una cámara que parece embelesarse con el sufrimiento de los personajes y con la violencia física y psicológica que los aflige. Tanta intimidación estimulada por ese universo desgraciado (plena dictadura militar en territorio santafesino) provoca el resquebrajamiento del núcleo familiar al cual pertenece el pequeño protagonista del film.
Afectada por el peso de ese período histórico que recrea, Andrés no quiere dormir la siesta no puede evitar recaer en un continuo despliegue visual de primeros planos que registran silencios y miradas cómplices entre personajes oscuros, cínicos, agresivos y detestables. Todos, desde los familiares de Andrés, perturbados por una aprensión interminable al conocer la relación de la madre del pequeño (Celina Font) con uno de los integrantes de un grupo subversivo, pasando por los oficiales encargados de detener, torturar y asesinar a jóvenes de izquierda hasta llegar a las maestras de la escuela del niño, caen presos de la fórmula de la película de Bustamante. Un procedimiento cinematográfico que parece basarse en la cercanía de planos que hacen todo lo posible por desestabilizar al espectador bajo la monstruosidad creciente de esas criaturas que han sido contagiadas por el temor de los llamados años de plomo (no hay duda: el miedo transforma).
Sumemos a lo mencionado los movimientos de cámara en mano que, siguiendo toda lógica de manual de filmación, se esfuerzan por imponer un ritmo nervioso sobre cada uno de los rostros en conflicto. Así, acompañados por el frenesí de situaciones que embisten y contagian al artificio de una especie de alteración constante, el manoseo físico y los gritos del intolerante padre de Andrés (Fabio Aste) en pleno semblante de este último, las miradas sumergidas en miedo entre su abuela (la siempre correcta Norma Aleandro), su padre y su tía (María José Gabín) que acentúan la idea, aunque sea en pleno mutismo, del “no hay que meterse” o “nada ha pasado aquí” y la exposición de una cruda verdad en medio de una de las cenas de fin de año que exhibe y desnuda aquello que no debe pronunciarse, hacen de los vínculos familiares toda una manifestación explícita de poder sustentada por la presencia de diversas figuras de autoridad.
Y es en relación a este último punto donde el film de Bustamante inquieta, provoca: Andrés no sólo debe resistir la autoridad que se impone fuera de su núcleo familiar, ya sea recibiendo órdenes de sus amigos (vean la secuencia de apertura de la película donde se realiza una representación de segundo orden: niños jugando a los policías y ladrones con armas de juguete, esposas, detenidos y represores) o sufriendo retos y sanciones de sus maestras y de la directora del colegio al que asiste (todas portadoras de rostros severos), sino que además el niño debe lidiar con la brusca autoridad de su padre y con la imagen de una abuela de pocas palabras pero de mirada fuerte y poder incuestionable (una especie de matrona, en el sentido más regulador y controlador del término).
Si el desenlace nos brinda, al menos, una sorpresiva e interesante conclusión gracias a la disputa entre dos fuerzas, una que resiste y triunfa frente a otra que ordena y fracasa, evidenciando que el niño se ha cansado de esas figuras de autoridad y ha optado por heredar lo peor del contexto en el cual se halla inserto (a Andrés se lo observa establecer un vínculo para nada menor con uno de los represores del film), la película en general no logra separarse por completo del peso establecido por la historia en términos de verosímil social para lograr construir un sólido relato de género. Porque es particularmente durante la clausura de la historia de Andrés, quien sólo se siente libre cuando no quiere dormir la siesta y ve por televisión la serie Kung Fu de manera furtiva, donde el cine se impone y genera más placer que displacer. Allí, se sucede el horror: un tiempo perfectamente siniestro de estrategia y revancha, guiado por el montaje de choque y por el ritmo acelerado en que se suceden las imágenes: planos detalle de los ojos del pequeño y planos de escasas bolitas contenidas en un frasco en confrontación con un cuerpo viejo y cansado, que se desploma vencido. No hay duda alguna: es la victoria de la infelicidad.