No es fácil posicionarse respecto de películas que tienen buenas intenciones y que aportan algún que otro giro interesante sobre un tema aciago y todavía, oblicuamente, presente: la última dictadura militar en Argentina. En esta ocasión, el debutante Bustamante reelabora una experiencia personal pretérita, aunque distinta de la ficción que construye, en la que un niño de ocho años tiene que lidiar con la accidental (o no) muerte de su madre, una enfermera que tras descomponerse frente a una víctima torturada que llega a su hospital pierde la vida al ser atropellada por un auto. En esa conjunción de un drama privado y un trauma histórico, el filme despliega y sella sobre las conductas de sus criaturas un lema de la época: “no te metás”, un mandato “prudencial” que en esta familia además implica un pacto de silencio y una negación sistemática de la realidad circundante, que incluye un centro clandestino de detención. Como sucedía con Potestad, la mirada aquí no está puesta ni en los amigos militantes de la madre que ocasionalmente frecuentaban su casa, incluyendo un amante, ni en las víctimas que van llegando al depósito ilegal enfrente de la casa de la abuela (Norma Aleandro), sino en toda la familia de Andrés, cómplice en su indiferencia forzada, tal vez por temor o por discrepancias ideológicas, que se contrapone con la curiosidad del niño, que no “quiere dormir la siesta”. Interpretaciones desparejas (el trabajo del niño, Conrado Valenzuela, es sobresaliente), poca fluidez en las escenas, una puesta en escena no siempre acertada y una ostensible falta de precisión para examinar el posicionamiento político de la familia impiden que Andrés no quiere dormir la siesta se convierta en una de las películas más interesantes sobre un tema proclive al lugar común y la simplificación ideológica, amenaza que finalmente el filme de Bustamante no puede conjurar del todo.