Un costumbrismo bonachón
El costumbrismo ha sido una de las tonalidades que buena parte del cine argentino incorporó como forma de expresar una cercanía con los espectadores, especialmente en el drama y la comedia. Y la televisión tomó la posta, explotando el recurso hasta convertirlo en una odiosa recreación de sectores populares con múltiples lugares comunes y estereotipos muy nocivos. Como una forma de volver a las bases y aceptar al costumbrismo como un registro posible desde donde contar una historia, aparece Angelita, la doctora, una película que si bien no es ninguna maravilla representa un acercamiento amable y creíble a historias y personajes simples, y especialmente por el evidente control sobre los materiales que ejerce la directora Helena Tritek con el fin de que la película no se desajuste hacia una bonhomía exacerbada.
En primera instancia hay que reconocer que Tritek, reconocida directora teatral, hace en su debut en la pantalla grande un pasaje hacia el cine que no presenta mayores inconvenientes. Amén de una peligrosa recurrencia a la metáfora gruesa, con una analogía entre pájaros y seres humanos que es un tanto básica y demasiado presente en el relato como buscando elevar una película que no pide ser otra cosa que lo que es, por lo demás demuestra buena mano para controlar un elenco de viejas estrellas (Ana María Picchio, Hugo Arana) con tendencia a la sobreactuación y administrar las diversas historias que se imbrican detrás del personaje de Angelita. Es que Angelita, la doctora es un relato coral de personajes que se relacionan con la protagonista, una mujer que asiste a los vecinos del barrio y que trabaja unas horas en el hospital del lugar: el hijo sin rumbo, el viudo que tiene una relación particular con su perro, una pareja de ancianos con un vínculo un tanto disgregado por el paso de los años.
Acostumbrados como estamos, cuando nos enfrentamos a este tipo de films costumbristas, al bochorno, la película de Tritek destaca por la sobriedad (dentro de lo posible) con la que se acerca a ese universo de gente amable sin empalagar ni destilar una buena onda falsa. Incluso destilando algunas dosis de una amargura no del todo licuada en sus criaturas: en eso sobresale Angelita, esa mujer a la que todos llaman “doctora” aunque no lo sea, y que en cierta forma representa los sueños frustrados de un grupo de personajes que arrastran, como dice el tango, el dolor de ya no ser. Ese germen triste es el que le pone límites al costumbrismo y nos dice que la alegría que se exhibe no es otra cosa que el revés de la tristeza que se oculta. Dentro de sus propias posibilidades, Angelita, la doctora es una buena película. O una película buena.