Un país con buena gente
Un riñón por una casa de setenta lucas verdes es el truque que le proponen a un gerente de un frigorífico que se pregunta, cínicamente,“¿si me gané la guita laburando, por qué no puedo comprar lo que quiera?”. Y lo que quiere es un riñón porque los suyos ya no filtran más nada. El tipo se llama Antonio (Guillermo Francella) y nos lo quieren vender como un padre de familia exento de vicios, que, en el universo de la película, se reservan para el lumpenaje y son representados en Elías (Federico Salles), el otro protagonista -dueño de una risita con mucha esquina- y al que le ofrecen el trueque. Elías es la figura antagónica de Antonio; por clase, por elección y por ideología. Antonio es, como aquel personaje de 50/50 de Jonathan Levine interpretado por Gordon-Levitt, el que respeta todas las reglas sociales y hace la vida modelo con la que los dictadores de la vida sana prometen eternidad pero que al final de cuentas no le rinde un carajo; un equilibrista de las emociones que anota la cantidad de días que lleva sin fumar y que pretende ser lo más normal y sano posible. Sin embargo, desde el tremendo plano secuencia inicial, se nota que Antonio esconde algo; y no su problema de salud, conflicto inicial que se devela al final de ese plano, sino su faceta oscura. Y, como nos vendieron la película con un póster con Francella poniendo cara de desquiciado, seguramente esa mueca spoiler sea adrede.
En el desarrollo del conflicto, Bo se nutre de ciertos lugares comunes del discurso reaccionario argentino; discurso de parte de una derecha repleta de exponentes que muchas veces no se asumen como de derecha ni liberal ni nacionalista. Uno de esos lugares comunes (que a veces asoman como crítica, otras como norte y otras ambiguamente) se expone con las acciones de Elías, un vago que pide monedas y que además de borracho es garca, porque usa una silla de ruedas para dar inválido. Bo, con ese procedimiento, le da letra (quiera o no) al mediocre antisolidario que no le da un peso a nadie porque son todos lacras y garcas y quieren la guita para el chupi (¡como si eso fuera algo malo!). Y claro que en nuestras veredas reales hay falsos rengos y falsos ciegos y falsos totales y explotadores de guachos, y a esos elige representar Bo porque su película, así como parece pegarle al de clase acomodada que quiere comprar lo que sea, también le pega al débil. Todos somos unos hijos de puta independientemente de las relaciones de poder; y Bo, con ojo de exiliado por gusto, tiene munición para todos y todas. Animal es antitodo como lo fue Relatos Salvajes (aunque aquella escondida bajo una cáscara progre, que, por suerte, ésta no tiene) película del prolijito Szifrón que anticipaba esa postura post-que-se-vayan-todos análoga a la postura del votante -no convencido ideológicamente- de la actual derecha liberal.
De todos modos, Animal no es solamente un pastiche de lugares comunes conservadores y Elías es más que un mendigo estereotipado desde el nihilismo meritocrático. Bo para complejizarlo lo filma con un libro de Bukowski en las manos (aunque un poco fuera de foco) como para que se entienda que no es un pobre que aspira a ser rico sino un militante de la vagancia y el escabio. Y Antonio le cae como anillo al dedo porque le ofrece guita rápida (no así fácil). A diferencia de El Último Elvis, ópera prima de Bo como director en la que había cierto espíritu de cine indie y donde la técnica no predominaba (más allá de que acá trabaja parte de aquel equipo, como, por ejemplo, el DF), en Animal se perciben las formas de sus guiones hollywoodenses; Bo entra con Animal a la era de la técnica, donde lo esperan sus compatriotas Szifrón y Muschietti, y, por desgracia, se planta lejos del cine pulenta de explotación de su abuelo. Sin embargo, sin la desfachatez familiar ni la sensibilidad que asomaba en el dramón y a la vez circo freak de El Último Elvis, Bo consigue desarrollar el conflicto con una potencia narrativa que el amante del suspense agradece.