La redundancia que molesta Lugar común: los realizadores no confían en las imágenes y por eso explican tanto. ¿Será? Por lo que se ve en esta continuación de Candyman (2021) y por lo que mostró Jordan Peele en Get Out (2017) y Us (2019) no creo que se pueda decir que esta gente no confía en las imágenes. Pareciera haber un laburo muy pensado y muy trabajado de lo que vemos y en muchas secuencias hay imágenes potentes que quedan, densas, desvaneciéndose de a poco. Incluso parece demasiado pensada y cuidada desde lo visual, pero no porque sus planos siempre hablen por sí mismos (los mejores son los de los créditos iniciales con los edificios dados vuelta que anticipan, entre otras cosas, el cambio de era), de hecho la palabra es mucho más predominante que en la primera. Podría tratarse de un cine, digamos, de situaciones -como lo puede ser un film con la dinámica actual de Marvel- y no de una película en la que lo preponderante sea lo narrativo a través de las acciones de sus personajes y cómo éstas son tomadas por la cámara; y es eso lo que no permite entrar al relato como alguna vez dijo Borges sobre la narrativa americana: límpidamente, y no tanto la verborragia explicativa. Es verdad que a Peele le gusta la declamación, “el mensaje” como se decía antes; ideas que no sólo pueden desprenderse de los planos sino que deberían, en el mejor de los casos, ser parte de ellos. Pero el guionista y productor Peele y la directora Nia DaCosta recurren, es verdad, mucho a la palabra, y que lo que se diga sea medio de trazo grueso, hasta puede ser una imperfección simpática dentro de un producto tan controlado como es en todo lo demás esta película. La redundancia que por momentos molesta porque incomoda a la diégesis se la puede resumir con la escena en la que una chica con la remera de Joy Division comienza a hablar haciendo alusión a canciones de la banda (entre otras cosas, dice “love will tear us apart”) y el flaco que está con ella le dice “ok, ya sabemos que te gusta Joy Division”, ese chiste explicado es un poco el colmo del exceso pedagógico, el miedo de los realizadores de dejar a alguien afuera. El chiste de Joy Division se da en una galería de arte porque en esta secuela que ignora a las anteriores el protagonista es un artista plástico -Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II)- y Peele utiliza su discurso sobre todo para aludir y criticar los excesos policiales que gestaron el slogan Black Lives Matter, pero también le tira palos al esnobismo y a la frivolidad de la escena artística de una Chicago que es también el mundo. Hay un paralelismo entre las acciones del pintor protagonista y los realizadores, pero como el artista trasciende ese mundo banal, no hay lugar para la autoparodia; si se hubieran burlado del mundo del cine habría sido divertido pero tampoco hay lugar para la diversión sino para reflexionar sobre temas importantes y no le vamos a pedir a Peele o a DaCosta que sean tan geniales como Larry Cohen. McCoy es en varios sentidos lo opuesto a aquella Helen (Virginia Madsen) de la original: es hombre, es negro y no es un outsider de Cabrini-Green (la zona pobre de Chicago que ya en la original aportaba las críticas a la gentrificación) como lo era la rubia que llegaba para desmitificar, sino que es parte del mito y será parte fundamental de la tradición. Como en la original, la leyenda de Candyman será primero obsesión y luego ritual. El Freddy negro, como catalogó Peele a Candyman alguna vez, será nuevamente un juego de espejos pero esta vez cargado de las verdades que los realizadores no quieren que nadie se pierda.
El ponderamiento de lo inocuo Hay planos lindos, muchos, con el preciosismo marca Terrence Malick y seguramente con la venia de Brad Pitt (acá productor ejecutivo, que a diferencia de la creencia popular no es el inversor sino el que labura). Esos planos lindos para cualquier abuela de cuento seguramente no lo sean para alguien como el personaje más interesante de Minari (2020), Soonja (Youn Yuh-jung), que como remarca varias veces el niño/ punto de vista David (Alan S. Kim), no es el estereotipo de abuelita querendona. La vieja es un quiebre en el relato y en la lógica misma de la película. Llega desde Corea para ayudar y para que los padres de David y de su hermana puedan laburar más tiempo en su granja del sur profundo estadounidense, pero se queda tirada en el piso viendo tele porque la productividad y la explotación que requieren el suelo y el sueñito americano no le importan en lo más mínimo. Pero al resto de los protagonistas sí, y a la película misma también, por eso cayó diez puntos entre los delivery de galardones: hay sueño americano, hay planos lindos y obvios de exposición perfecta, hay musiquita que acompaña ese sol brillante que quema los bordes con su generoso e infernal porvenir, y hay, sobre todo y como en toda película digna de un Oscar, una historia de superación. Otro personaje piola y que bien podría ser malickeano es el de Will Patton, un tipo con oficio dentro y fuera de la diégesis; un fanático religioso outsider que carga su propia iglesia en sus espaldas y que se come el descanso de los chicos del pueblo, menos el de David claro, álter ego del director que se retrata a sí mismo como un chico bueno e inteligente. El título de la película es una hierba coreana que la abuela trae desde su país y que planta cerca de un arroyo y termina siendo un símbolo de progreso, otro punto a favor para ganarse a los organizadores de la temporada de estatuillas. Lo mejor de esta historia oscariana es obviamente lo narrativo; lo conservador de las formas con sus elipsis claras, sus raccord de manual y las actuaciones de gente que estudió, todo genera cierto magnetismo que no puede no ser bueno, sobre todo para el que goza del clasicismo. Hay un mercado siempre activo para ciertas películas del Hollywood actual cargadas de mundos tibios de pretensión intimista. Para el final, una pareja de nuevos jipis, de esos que ya no fuman faso ni toman ácido, seguramente susurrarán a dúo mirándose con una leve sonrisita: “resiliencia”.
La liviandad discursiva Hace ya bastante tiempo John Lee Hancock escribió una obra maestra como A Perfect World (1993), de Clint Eastwood, que en contraste con sus guiones posteriores no tiene nada de esa cuota de ingenuidad que asoma tanto en Pequeños Secretos (The Little Things, 2012) como en el resto de su filmografía. Esa falta de complejidad no es accidental, a Hancock le importa sobre todo lo narrativo; su Ray Kroc (Michael Keaton) de The Founder (2016) no pretende complejizar la dimensión histórico política ni que sus acciones y los espacios que habita impliquen algo más que su funcionalidad narrativa; por eso, más allá de que las acciones y las elipsis en The Founder sean esperables y por momentos ridículas o infantiles, sus dos horas pasan volando, suaves y cómodas. En Pequeños Secretos se repite el mecanismo conservador en lo narrativo y la liviandad discursiva pero todo fluye de manera un poco más áspera, Hancock trata de trasladar el malestar de la pareja protagónica, los policías Joe Deacon (Denzel Washington y su mueca de superado) y Jim Baxter (Rami Malek y su cara de llorón), a la puesta en escena; una puesta contrastada en luces, en estilos de vida, en edades, que al mismo tiempo lleva adelante una trama de coincidencias entre los dos policías y una historia circular: “el pasado se vuelve futuro, el futuro se vuelve pasado” repetirá varias veces Deacon casi como un baquiano. Joe Deacon es un cana maduro y consejero que fue degradado y está a un paso del retiro tal como su espejo, aquel personaje de Morgan Freeman en Pecados Capitales (Seven, 1995). Baxter es el que va a iniciarse, el Brad Pitt del 95, el que todavía no perdió la fe y se va a obsesionar con un posible asesino de mujeres en Los Ángeles. Las coincidencias con la película de David Fincher son muchas: la dinámica de la pareja de actores y personajes, el asesino serial excéntrico, las prostitutas asesinadas y los espacios urbanos utilizados son sólo algunas. La explosión del cine coreano post 2000 ya había reformulado aspectos de Seven en varios thrillers (The Chaser, de Na Hong-Jin, en el 2008 fue un ejemplo), pero es injusto decir que aquellas películas fueron meras reformulaciones como sí parece serlo Pequeños Secretos porque los thrillers industriales coreanos, sobre todo del período 2000-2010, en su mayoría son muy buenos independientemente de sus influencias. La coyuntura es otra y por eso la película de Hancock también remite a la interminable lista de series sobre asesinos seriales e investigadores que rellenan los catálogos de los servicios de streaming. No sólo porque las series policiales norteamericanas se acercaron superficialmente a la estética del cine sino porque Hancock no hace mucho para dar un valor diferencial que la corra un poco de su conservadurismo formal. Habría que cuestionar por qué llega a las salas esta cuasi remake de pulso débil y no llegaban ni llegan los thrillers coreanos ni tantas otras producciones por fuera de la industria yanqui; aunque claro que todos ya sabemos la falaz respuesta de las distribuidoras: “es la economía, estúpido”.
Vitalidad que se pierde 1995: hay varios por ahí que hablan de un buen corto con un apéndice denso colgando; de un buen inicio con una película yunque que lo aplasta. Ese arranque de más de veinte minutos tampoco es la gloria, pero es cierto que tiene una simpleza y una convicción narrativa que atrapa; independientemente de lo trillado que es, se percibe vida propia. Las referencias incluso son diferentes a las del largo que viene atado: en ese principio está la cabaña aislada, hay un demonio bello y fosilizado, hay dinámica de grupo en una aventura en la nieve, todos elementos que dialogan con películas que queremos y aunque todo sea medio choto se presta para el goce; incluso esa chotez que parece teñir a los personajes y sus acciones la hace una (mini) película menos conservadora que el largo yunque que se viene. ¿Por qué? Porque lo que se viene tiene el peso de la ambición de alguien que pareciera necesitar algo más que prestar la película para ese goce primitivo del inicio. Lo que se viene necesita citar a Friedrich Nietzsche, generar una trama enrevesada, hacer una crítica a los cultos y a la religión y poner la vitalidad narrativa en pausa o al menos en un par de marchas menos para darle paso a la -spoiler alert- aburrida solemnidad. En el inicio se anticipa esta jugada maldita, uno de los cuatro que está en la mencionada aventura en medio de la tormenta de nieve es un flaco que se quiso matar (hay un plano cortito de sus muñecas mancilladas). Alerta del psicologismo venidero. 2018: el protagonista es James Lasombra (James Badge Dale), un ex cana que busca a una chica perdida -Amanda (Sasha Frolova)- y que por los flashbacks sabemos que perdió a su familia y por sus visitas al baño sabemos que toma antidepresivos. Amanda se metió en una secta que en la superficie es el creepypasta del Slenderman de los millennials, o el Hombre de la Bolsa de los más jovatos. La película será por un lado la búsqueda frenética de Amanda (ni a lo Polanski y ni siquiera a lo Luc Besson), y por otro la representación en términos fantásticos de la culpa que le hace picar el cerebro al ex policía y por la que se volvió un borracho de los tristes (para que el boogie man aparezca hay que nombrarlo varias veces como a Candyman y soplar una botella… claro, vacía). Toda la historia que se desarrolla en este presente que es el 2018, es una contracara de aquel prólogo fechado en el 95. Lo estridente de la nieve y los aspectos lúdicos mutan en un thriller de contrastes neo noir (Lasombra, sí), en la seriedad de unos diálogos imposibles, en una puesta en escena más conservadora aún, de raccords prolijos y casi robóticos, y en unas actuaciones que son malas pero no tanto como para dar la vuelta y volver a ser buenas. The Empty Man (2020) está hecha con pulso débil, está cuidada, caminando sobre vidrio molido pero tratando de no hacer ruido, le falta más de la vitalidad del principio y de la locura del final, si es que quiere que pisemos el palito, incluso a propósito.
Tour por la desidia estatal Los Miserables (Les Misérables, 2019) empieza con planos y yeites de edición de documental; con los pibes de Montfermeil yendo a la Torre Eiffel a festejar el triunfo de Francia en la final de la Copa del Mundo de Rusia. Con quilombo, risas y corridas. La acción y el vértigo de esa primera gran escena precréditos recién pareciera replicarse en el final, en ese desmadre simétrico que el director Ladj Ly incluso guarda para hacer su analogía con las protestas del 2005, cuando las molotov volaron de las manos de los pibes de la periferia y cayeron en los techos de tantos autos de buenas marcas; disturbios que tuvieron al odio contra la policía asesina y contra Nicolas Sarkozy como principal combustible de la juventud privada del bienestar europeo. Ly busca ese reflejo porque es lo que le interesa filmar, lo que filmó desde siempre. Les Misérables es un título que no implica nada, ni adaptación ni legitimación cultural, sólo un par de referencias y unas citas textuales que podrían no estar. La adaptación concreta es la del corto homónimo del 2017, y una continuación de los documentales que filma desde que agarró una cámara en los pasillos de su villa vertical. Hace ya varios años que Ly forma parte del colectivo de artistas Koutrajmé (argot francés de “cortometraje”), con los que además de fundar una escuela de cine editó Go Fast Connexion (2009), un falso documental sobre un dealer de Montfermeil en el que ya se veían varias de las marcas estéticas y de las ideas que vemos en Les Misérables: los monoblocks, los problemas con la policía, los planos desde adentro de los autos, la dinámica de verité, etc. En Les Misérables el protagonista no es un habitante del barrio sino un forastero; un policía recién llegado (ese Brigadier Stéphane Ruiz en la piel de Damien Bonnard) que se desayuna la violencia institucional y la de un suburbio en el que seguramente haya más negros y musulmanes que en el resto de Francia. El punto de vista es el de Ruiz porque es el nuestro; Ly nos quiere contar su historia al mismo tiempo que hacer de guía para blancos cristianos, pequeño-burgueses progresistas que comulgarán con la crítica a la policía y a la precaria presencia estatal, o reaccionarios que dirán que el problema es la inmigración. El papel de Ruiz es el de policía mediador, un tipo que busca la redención como Eugène-François Vidocq, musa de Victor Hugo. Ly (que estuvo en cana por un secuestro hace no muchos años) nos hace empatizar con los testigos de la historia: el policía recién llegado y un chico que filma un episodio de violencia policial que será el plot point que desencadenará el conflicto del clímax. Hay una búsqueda tal vez algo tibia de no querer ponernos en la piel de los policías hijos de puta ni de los pendejos quilomberos del barrio. Algo tibia sobre todo si pensamos en ese inicio tan cargado de energía y en su estética de choque, más de cine de guerrilla que de alfombra roja; destino, este último, de tanto cine social impotente.
La omnipresencia del miedo En 2018, cuando Leigh Whannell se juntó con los ejecutivos de Universal no tenía idea del motivo de la reunión; recién había terminado Upgrade (2018) y pensaba que iban a hablar de eso. Pero no. Universal le propuso que se haga cargo de El Hombre Invisible (The Invisible Man, 2020), una nueva versión de la novela de H.G. Wells que iba en sintonía con la idea de reflotar a los monstruos clásicos del estudio. Un año antes había salido una remake de La Momia (The Mummy) a la que le había ido mal en la taquilla y que había bajado el entusiasmo de los productores y los distribuidores pero sin poner en pausa el proyecto; tal vez por ese motivo el encargo a Whannell fue con un poco más de libertad y por fuera de la idea de un nuevo universo de monstruos que inicialmente se había pensado con un nivel de explotación similar al del boom de los superhéroes. Con esa libertad, y a diferencia de la versión de James Whale de 1933, Whannell decidió contar la historia desde el punto de vista de la víctima y no del villano. El plano inicial es tal vez el mejor de la película y a la vez una promesa incumplida: las olas rompen contra las rocas como en El Pozo y el Péndulo (Pit and the Pendulum, 1961) de Roger Corman, y vemos que asoma una mansión moderna en contrapicado que bien podría ser una actualización de un castillo. Pero esas formas deudoras del gótico y del expresionismo duran un plano, la estética en general no tiene que ver con ese inicio ni con la película del 33 sino más bien con la idea de actualizar en clave feminista y con el bajo presupuesto del modelo Blumhouse la Hollow Man (2000) de Paul Verhoeven, esa gran película de principios de siglo odiada incluso por su director y hecha en un momento en que Hollywood aún no veía nada de malo en bancar a sus mil Harvey Weinstein. Hoy, con el mercado -como siempre- fagocitando los discursos en boga, que el punto de vista elegido haya sido el femenino parece más una movida cantada de una industria generalmente hipócrita y oportunista que una idea del director. De todos modos, lo discursivo no sólo no fue idea de los ejecutivos sino que nunca está por encima o separado de lo narrativo. Más allá de lo temático, no hay búsqueda de realismo, el personaje de Adrian (Oliver Jackson-Cohen), la pareja violenta de Cecilia (Elisabeth Moss) y el hombre invisible del título que perseguirá y acosará a su pareja durante toda la película, no está desarrollado, como tampoco está desarrollada su relación porque no es relevante para la historia fantástica; Adrian es el representante de la maldad en un sentido mítico, y en tal sentido y más allá de que a los intentos hitchcockianos de falso culpable presentes le falten los intentos hitchcockianos de generación de suspenso, hay un mínimo triunfo de las formas. Vaciada de los aspectos fantásticos, El Hombre Invisible es la omnipresencia del miedo, que en este caso lo siente Cecilia (como representación de las mujeres víctimas de un tipo violento) pero que podemos sentir todos; porque el hombre invisible de Whannell es el poder, representado acá por un empresario psicópata y millonario que no vive escondido en un laboratorio sino en una mansión vidriada que es también símbolo de su impunidad tal como su invisibilidad es símbolo de la ubicuidad de su capacidad de daño. Que la falsa culpable de la maldad del hombre invisible sea Cecilia y que además la acusen de loca, es otro gesto interesante que va unido al punto de vista y que no queda en analogía berreta porque tiene su correlato constante en la trama. El Hombre Invisible es una película chiquita que no pretende utilizar al género de cáscara para imponer agenda, sino hablar a través de él, tradición de la que no todos los directores consiguen participar y gesto que se festeja independientemente de los gustos personales.
Vagabundeo por el bosque Si hace unos años los climas ligados al horror arty o la reutilización de sintetizadores a la Goblin fueron parte de cierta renovación del cine de terror, hoy en día son la regla; de hecho es más probable encontrar apuestas en el género más duro o en la clase B más marginal que en el art-horror de aceptación instantánea como el de Robert Eggers o Ari Aster (independientemente de lo buenas o malas que nos parezcan sus películas). Lo de Oz Perkins va por ese lado, climas densos y ominosos de estética cuidada, la estilización de Argento pasada por un prisma aséptico, libre de las imperfecciones que le dan vida. De todos modos, las decisiones solemnes de Perkins no tienen que ver con un aprovechamiento de la coyuntura, en sus dos películas previas (The Blackcoat’s Daughter e I Am the Pretty Thing That Lives in the House, de 2015 y 2016 respectivamente) ya había una búsqueda estética similar. Tampoco pareciera haber un aprovechamiento en su decisión de poner a Gretel adelante en el título ni en darle mayor protagonismo porque ya es una constante su elección de personajes femeninos; además de que tal protagonismo no implica de por sí una posición feminista. Incluso podría parecer lo opuesto, tal como señala Kimber Myers en Los Angeles Times, “el público podría preguntarse si el director y el guionista encuentran al poder femenino irremediablemente contaminado por una capa de maldad”. Gretel & Hansel forma parte de una tradición de adaptaciones que va desde la animación al live action, y desde el fantástico de presupuesto al cine de explotación. Adaptaciones que atravesaron casi toda la historia del cine y entre las que se encuentran rarezas de directores conocidos como Tim Burton y deformidades fumancheras como Hansel and Gretel Get Baked (2013). La de Perkins es bastante fiel al cuento de los hermanos Grimm, porque aunque dé vuelta el título no tiene intención de hacer lo mismo con la historia y uno de los pocos cambios significativos se da recién en una vuelta de tuerca en el tercer acto. Después de un prólogo en pantalla ancha que cobra más sentido con la progresión del metraje, comienza la historia de Gretel (Sophia Lillis, conocida por su papel en las nuevas versiones de IT) en el formato algo más cuadrado de 1.55:1, y el vagabundeo junto a su hermano Hansel (Sammy Leakey) por el bosque oscuro en el que encuentran la casa de la bruja Holda (Alice Krige). Perkins -hijo de la leyenda Anthony- hace un coming of age en clave fantástica de ritmo algo aletargado con algunas formas deudoras del gótico y del expresionismo, siempre anteponiendo lo climático a lo narrativo; tal vez por eso una de las mejores escenas sea la de los hermanos comiendo unos hongos y viajando entre risas y paranoias.
La asfixia del primer plano Mariano González hace de los primeros planos, de esos bien cerrados en la cara de Luisa (Sofía Gala), y de los planos medios y enteros de sus movimientos, el eje de su película. La cámara se mueve con ella y por ella. Y Gala se la banca, de nuevo, como en Alanis (2017). Acá cuidando a un nene que no es el suyo pero que de todos modos ante el primer conflicto queda partida como por un rayo, porque la sangre nunca importa. Ese conflicto marca a Luisa y a la película toda, que en su primera media hora podría ser un drama familiar denso escandinavo a la Thomas Vinterberg, pero que opta, para bien o mal, por un poco de luminosidad. Luisa es niñera, y un accidente que involucra a su pareja Miguel (el propio González) deja al chico al que cuida internado; a partir de ese hecho y en clave naturalista pero con un montaje que no cede mucho tiempo para la contemplación, la película asfixia y suma capas de sentido al mismo tiempo que propone más preguntas que certezas. González presenta una película política pero libre, o al menos liberada tanto de los vicios de la qualité nacional como del modernismo por presupuesto bajo, el miserabilismo, o el corset del género. Se apoya, sobre todo, en un buen guión bien interpretado, no sólo por las actuaciones clave (incluso de los secundarios) sino por la tensión que logran transmitir tanto los planos cerrados como los buenos movimientos de cámara, en definitiva, la puesta en escena: trama, técnica y sentido.
Con la muerte en los talones El Irlandés (The Irishman, 2019) comenzó como un proyecto maldito; Martin Scorsese quiso filmarla poco tiempo después de la edición de la novela de Charles Brandt I Heard You Paint Houses (2004), y aunque ya sabía que sus protagonistas iban a ser Robert De Niro (de hecho fue él el que leyó primero la novela y se la comentó), Joe Pesci (que en ese momento ya estaba casi retirado y cuenta la leyenda que se negó unas cincuenta veces), y Al Pacino (que nunca había trabajado con él) todo se demoró por años y entró al llamado “production hell”, ese limbo en el que quedaron flotando tantas buenas ideas. A las negativas y al paso del tiempo se le sumó el problema de la financiación, hasta que Netflix -a priori uno de los enemigos de la visión scorsesiana del cine- fue el que puso un poco más de cien millones de dólares para su realización (la película tuvo dos grandes inversores y en total costó 159 millones) y obviamente desató un conflicto con las salas que todavía no posee y que querían más tiempo de proyección antes de que la película se pueda ver por streaming. Un tema más que hizo que sea una obra de producción lenta fue todo el rollo de los efectos especiales; los tres actores tienen arriba de 75 años e iban a interpretar, por momentos, a tipos de 40. La producción se decidió por los efectos digitales (otro aspecto que a priori pareciera opuesto a la visión de Scorsese), y el resultado no fue el mejor pero tampoco modificó sustancialmente su puesta en escena. Recordemos que en Buenos Muchachos (Goodfellas, 1990) Scorsese ya había trabajado el paso de del tiempo en sus personajes utilizando a los mismos actores pero en un momento en que el CGI no era opción. El Irlandés gira en torno a las memorias de Frank Sheeran, un camionero que se convierte en asesino a sueldo y asciende en el crimen organizado a través de la figura de Russell Bufalino (el jefe de una familia de la Cosa Nostra del norte de Pennsylvania interpretado por un Joe Pesci arrugado y fenomenal) y que termina siendo la mano derecha del líder sindical Jimmy Hoffa (Al Pacino). Sheeran fue un tipo que estaba fuera del radar en todas las leyendas que se armaron alrededor de la muerte de Hoffa. “El Irlandés” Sheeran ni siquiera aparece en la biopic que Danny DeVito le dedicó a Hoffa en los años 90, y todavía hoy hay muchos que desacreditan su historia. Sin embargo, y como decíamos en relación a los efectos digitales, no es algo que afecte la puesta en escena; Scorsese no pretende filmar la verdad sino su verdad cinematográfica, como ya lo hizo con temas similares en sus dos películas que más se conectan con ésta: la mencionada Buenos Muchachos y Casino (1995). De todos modos, el tono de El Irlandés es otro y nunca alcanza -y esto es intencional- la velocidad de aquellas, porque más de veinte años después, aunque la película se apoye en muchas autoreferencias, al mismo tiempo está en busca de nuevas formas. Scorsese abre su obra con un plano secuencia que recuerda en técnica a esos dos inolvidables planos de Goodfellas, pero acá no estamos ante el inicio de una vida y una aventura sino ante el cierre. El plano no es del club Copacabana estallado de ruidos y movimientos sino el de un geriátrico, y el protagonista no es un joven en ascenso sino un anciano ya descendido. Scorsese filma sobre su vejez y la de sus amigos. Un poco como hizo Eastwood con la extraordinaria The Mule (2018); sus reflexiones pasan por los recuerdos, las consecuencias de las decisiones y por el final de la vida. También como en The Mule, el conflicto principal está vinculado a un tema familiar, y también se da entre un padre y una hija que no perdona, más allá de que lo que aparentemente tenga más preponderancia en la historia sea el viaje que hacen Sheeran y Bufalino en busca de Hoffa. Scorsese, como el último Eastwood, hace una película testamentaria que es además la despedida de un tipo de cine porque su generación de realizadores se está muriendo. Cremarse es muy definitivo, y enterrarse también; la mejor opción, la más cercana a la vida y a lo sagrado sería estar cómodo en un nicho, o algo así, dice un Scorsese siempre católico y reflexivo a través de Sheeran. Otra película actual con la que se conecta es con la última de Marco Bellocchio, Il Traditore (2019), el perfil de otro mafioso que, como indica el título, también es un traidor como lo era Henry Hill en Goodfellas, y como lo puede ser ahora Sheeran. Así como decíamos que hay algunas cuestiones que parecen contradictorias con la visión del director (la producción de Netflix, la preponderancia de los efectos), hay otras que marcan plenamente sus ideas y su posición con relación al cine mainstream actual. El tono de la película (entre otras cosas debido a su edición, una vez más, de la también veterana Thelma Schoonmaker) no solamente es más contemplativo que en sus otras obras de mafia de narrativa voladora -así como el tema es existencialista pero desde otro ángulo- sino que su duración de casi cuatro horas también es una toma de posición frente a la coyuntura (además de corresponderse con una libertad que seguramente le otorga, en este caso, una plataforma de streaming). Ambas decisiones, lentitud y extensión, no parecen ideas marketineras, algo que Scorsese recientemente criticó del cine de superhéroes, como sabemos, un cine hecho puramente de decisiones de mercantilistas (independientemente de su valor posterior o no por otras cuestiones). Como se esperaba desde las primeras noticias, hay una preponderancia del trío actoral que se complementa con un cast enorme que tiene entre otros a un veterano como Harvey Keitel, a algunos nuevos del audiovisual de gangsters como Jesse Plemons, y a Kathrine Narducci y Steven Van Zandt, siempre recordados por sus geniales papeles en Los Sopranos. Van Zandt hace además una metareferencia que es uno de los momentos más bellos de la película, y otro de sus tantos momentos musicales que también funcionan como puentes. Del trío principal, lo de Pesci y De Niro es extraordinario, más allá de que algunos chistes/ anécdotas no tengan la fuerza y la inspiración de Buenos Muchachos. Lo de Pacino por desgracia está más cerca de su tono por momentos descontrolado de Heat (la excelente primera reunión Pacino-De Niro de 1995, dirigida por otro gran director veterano como Michael Mann) que de algo más tranquilo y virtuoso como El Padrino (The Godfather, 1973); de todos modos, seguramente el papel de Hoffa pedía un intérprete con este registro más bufonesco. Scorsese, después de años de lucha y laburo, se da el gusto de finalmente hacer su versión de I Heard You Paint Houses -título explicado al inicio de la película- y de paso homenajear a su cine, a sus amigos y, en definitiva, a sus formas, a su manera de ver el mundo.
Presa de la coyuntura Lo más lamentable de esta nueva Terminator es que esté involucrado James Cameron. Terminator: Destino Oculto (Terminator: Dark Fate, 2019) es una continuación directa de Terminator 2: Judgement Day (1991) y no tiene en cuenta las 3 películas que le siguieron a la secuela de la original (y en las que Cameron no participó). De todos modos, cuentan los que saben que como productor Cameron nunca pisó el set y que mientras la película se filmaba él seguía metido con las interminables continuaciones de Avatar (2009), su último juego de feria. El que le puso el cuerpo a la payasada fue Tim Miller, también director de Deadpool (2016). Y que haya sido elegido el director de una película de Marvel no es casualidad sino síntoma: Terminator: Destino Oculto comparte el pathos de ese tipo de cine. De hecho, Terminator (1984) es también algo responsable de instalar en el mainstream las largas escenas de acción que el cine de superhéroes vació de materialidad, complejidad y suspense. No podemos negar que en estas formas (con la acción como norte) hay una idea de cine -una idea que festejo- pero esta nueva Terminator, tal como la mayoría de los productos superheroicos, se queda sólo con la cáscara de aquel cine de acción a toda velocidad. En este caso, aunque algunas de las persecuciones fueron filmadas de verdad (o con la verdad física del cine), en general en la acción hay un acercamiento mayor a los ralentís de pantalla verde de Matrix (1999) que al cine físico de alto octanaje del que por momentos se nutre la Terminator original. Presa de la coyuntura no sólo en lo formal sino también en lo ideológico, la película de Tim Miller trata de dejar contento al arco progresista más nabo de Hollywood; por eso el papel equivalente al de John Connor lo hace una chica, que además hace de mexicana (interpretada por la colombiana Natalia Reyes). No bastaba con el regreso de Sarah Connor (Linda Hamilton), la heroína de las -ya feministas pero sin pose- primeras Terminator, como tampoco bastaba con tener a dos chicas en los protagónicos: la pose es insaciable, va por todo, entonces la protectora de la chica proletaria y mexicana que llega del futuro también tenía que ser una mujer (Mackenzie Davis). Y el T-800 (Arnold Schwarzenegger) ya no es un terminador sino un viejito bueno de una zona casi rural que se hace cargo de una familia. Todo parece pasado por una picadora de huevos; nadie al que le produzca placer la película del 84 puede agradarle esta versión subnormal. Nuevamente se hace hincapié en la dicotomía destino escrito o libre albedrío, y de nuevo sobrevuela la crítica al uso de la tecnología por parte de las defensas nacionales. Más cáscara y humo. Nada más que algo de movimiento, y nada de la vitalidad y la brutalidad de la original ni del ritmo narrativo perfecto de su secuela.