Caso curioso el de Animal: es una buena película difícil de recomendar. Porque no se la disfruta ni un poco: se la sufre. “Es jodido que una película no te provoque nada”, dice Armando Bo, y es consecuente con sus palabras. En seis años pasó de emocionar con la dulzura melancólica de El último Elvis a retorcernos las tripas con este thriller desesperante, que bien podría haber sido uno de los Relatos salvajes de Damián Szifron.
Como desde El secreto de sus ojos a esta parte, Guillermo Francella vuelve a despegarse de sus mohínes de cómico y se calza con solvencia la máscara dramática para meterse en la piel de Antonio, un hombre de cincuentilargos con una apasible vida pequeñoburguesa. Trabajo jerárquico bien remunerado, chalet, camioneta, dos hijos adolescentes que lo quieren, un bebé adorable, y Susana, una esposa cariñosa y comprensiva (una sólida Carla Peterson). Pero este aceitado engranaje se traba cuando Antonio sufre un problema de salud que requiere de un trasplante.
Un experimento ficcional rendidor: exponer a un hombre común a una situación límite, provocarle un apocalipsis personal y mostrar cómo reacciona. La pregunta de base es hasta dónde es capaz de llegar y cuánto puede sacrificar un ser humano con tal de sobrevivir. Aquí el dilema se extiende a su entorno: ¿qué están dispuestos a resignar sus parientes de sus propias, cómodas existencias con tal de que su amado padre o marido salga adelante?
Este juego existencial de egoísmos se complica porque no se circunscribe únicamente al circuito familiar, sino que incluye a una pareja que aparece como una solución posible al intríngulis. Pero Elías y Lucy (Federico Salles y Mercedes De Santis, dos revelaciones) son el reflejo invertido de Antonia y Susana: jóvenes, marginales, viven fuera de cualquier convención social. Parecen un eslabón perdido del clan Manson.
Pero lo que los hace inquietantes, tanto para Antonio como para los espectadores, es su imprevisibilidad. ¿Son dos psicópatas hanekianos al estilo de Funny Games o apenas un par de vagos patéticos? Otro experimento ficcional interesante, en la línea de Cabo de Miedo: confrontar a un burgués asustado con un lumpen fuera de control, a ver cuál de los dos resulta más peligroso.
Al ritmo de estos dos personajes ambiguos, la película entra en una vorágine de angustia, apenas matizada por toques de humor negro. Una Mar del Plata invernal y desolada es el marco perfecto para el proceso de descomposición humana que va sucediendo ante nuestros ojos. Un proceso tan repugnante que, aun sin escenas explícitas de violencia, hace que salgamos del cine con un regusto nauseabundo en la boca.