¿Ustedes hacen el ejercicio de recordar sus vidas durante el Mundial anterior? Un mes después del subcampeonato, Damián Szifrón y el star system nacional salían como en un tren carreta a poner el dedo en cuanta llaga de la clase media alta pudiera ser reflejada en pantalla (La Grieta era convenientemente omitida, un año después de volverse la denominación oficial de su concepto). El mensaje, bastante subrayado, giraba alrededor de la civilidad que una persona cualquiera podía perder en un instante, siendo superada por las circunstancias, o los fantasmas y estímulos que los episodios podían reflejar en la sociedad argentina, más allá de que los localismos y signos propios no afectaron a la identificación -y aclamación- internacional: fue la única presencia tan masiva que yo recuerde de una película nacional en el debate cotidiano de los últimos años, o al menos antes de que empezara a ser cooptado por lo que sea que haya lanzado Netflix. Por aquel entonces el chauvinismo, la controversia y el boca en boca le dieron una fuerza avasallante a la película, y los pocos señalamientos de un carácter trillado o misántropo terminaron tapados por cuatro millones de localidades y una nominación a los Oscar. De esa misma entrega Armando Bo y Nicolás Giacobone se trajeron su estatuilla, cuando Birdman, de Alejandro González Iñárritu, coronó un gran año para regodearse en la miseria con una película. No es justo ni original plantear que Animal intente seguir los pasos de Relatos salvajes, pero las herramientas son tan similares que su propio planteo refleja de arranque la misma fatiga que Guillermo Francella acusa en el afiche.
Y no es como si la película no hiciera su parte para terminar agotada en su propio juego, porque en todo caso no tiene la culpa de cuánto se haya discutido una cuestión anteriormente. Si apenas se asomaron por el trailer no les estaría arruinando ninguna sorpresa: hemos venido a ver al protagonista en una versión compleja y progresiva de sus arranques de furia, en este caso interpretando a un gerente de frigorífico casado y con tres hijos, que en el medio de una vida aburrida y segura sufre una descompensación y descubre que debe someterse (y esperar) a un transplante de riñón. Está rodeado por una familia que el guion limita a ser un ancla de sensatez entre el desfile de miserables y ventajeros (Carla Peterson termina reducida a ser la voz de la indignación que la película pone y saca según sus necesidades), un retrato bastante original de Mar del Plata en temporada baja como un escenario ideal de alienación, y un sinfín de guiños y juegos con la sangre, entre lo vampiresco y lo iniciático de un brote violento: las reses colgadas, el frío en las cámaras, la sangre vacuna corriendo por sus botas, la sangre de Antonio yendo por el tubo de la máquina de diálisis, la televisión en la sala de diálisis donde se ve Sabor a mí, con Maru Botana. Empujando a Antonio a perder su buena fe están su mejor amigo (Marcelo Subiotto), un cirujano plástico que encarna a su contrapunto cheto, garca y desprejuiciado, y la pareja de villanos interpretados por Federico Salles y Mercedes De Santis, que ofrecen el riñón de él a cambio de una casa y esperablemente distorsionarán esos términos. Si la película peca de cierto trazo grueso a la hora de delinear a los personajes acomodados, la libertad sobre el verosímil que se toma con esos villanos termina siendo algo insólita: una mezcla de beatniks con mendigos sacados de una distopía, que viven en un conventillo ambientado como si fuera La Menesunda en el neorrealismo (nada sería un problema por sí mismo, pero destiñen bastante entre el registro más crudo del resto de los personajes y escenarios). Ella aporta cierta complejidad con su embarazo y sus deseos de sentar cabeza a toda costa, él persiste en pudrirla y hace que Salles quede atrapado en un manojo de recursos repetidos (la risa naufraga rápidamente), atado a las maldades crecientes que la trama le permite.
Que cada giro dramático sea fácilmente anticipable habla menos de la falta de originalidad del guion que de la incapacidad de la película para esconder sus hilos: desde que el donante y su pareja empiezan a tratar con desdén a Antonio queda claro que el combustible de la historia va a ser lo mal que la puedan pasar sus personajes, o lo bajo que puedan caer por seguir sus intereses, y la manera en que los brotes del protagonista lleguen a machacar sobre las injusticias del sistema, la inconveniencia de seguir tanto las reglas y las falencias de un país de vagos (en algunos monólogos Francella pareciera volver a sus armas más elementales). No se trata solamente del agregado de esa miseria como si fuera un condimento (la reaparición del personaje de Peterson y la escena de los preparativos en el quirófano son particularmente gratuitas), sino además de cómo la pulcritud formal se enchastra, por ejemplo, cuando la música pareciera estetizar la sordidez (con un aria de Mozart) o volver obvio lo explícito (con el cover de “You Can’t Always Get What You Want”). Es la ironía de ponernos frente a un espejo con la cruda realidad, e inmediatamente llenarlo de filtros en el medio.