EL CHUECO APRENDIÓ ALGO HOY Contiene spoilers. Bienvenidos al período consciente de nuestros capocómicos contemporáneos: hace algunos meses Guillermo Francella señaló el cielo para mostrarnos la catástrofe que nos tiene preparada el planeta mientras estamos tan enfrascados buscando certezas en una app, y seguramente compartiendo las claves de Netflix con nuestros padres como si estuviéramos en Sodoma y Gomorra. Adrián Suar también parece haber reflexionado en todo este tiempo, y vuelve a encontrarnos en las salas dispuesto a detenerse en medio de una vereda de Buenos Aires y señalar nuestro frenesí cotidiano desde los ojos de una mujer con padecimiento mental, como hablándonos de lo bien que nos haría ver las cosas un poco más como ella. En Granizo, Francella completó el camino hasta la época de las cancelaciones y las relaciones poliamorosas; Suar llega ahora al encuentro del positivismo sexual y las cuevas como refugio para una clase media en extinción a través de Turbo, el jefe de una financiera por calle Florida que recibe en su casa a su exesposa (Loba, interpretada por Pilar Gamboa), que comienza su reinserción tras un tiempo en una institución psiquiátrica. En una actualización algo más demorada, 30 noches con mi ex también incluye un sanitario convertido en obra de arte. Esto último es clave para describir con qué ideas la película construye a Loba y su trastorno esquizoafectivo, un aspecto que intenta abordar alternadamente desde la comedia y el drama, sin aciertos en la mayoría de las escenas. Una cuestión es que el trastorno está dispuesto como una ensalada de comportamientos únicamente correspondientes a las necesidades cíclicas del guion, lo cual hace que Loba pase arbitrariamente de ser una parodia involuntaria de Raymond Babbitt a replicar los aspectos más superficiales de la personalidad de Janice Soprano. La segunda cuestión está en que, en varios momentos, la película no hace más que canalizar en el trastorno una serie de estereotipos sobre lo que entiende como la mujer progre actual, por lo que Loba vuelve a la vida de Turbo convertida en una feminista hippie con ínfulas de artista, adornada desde el vestuario con una tote bag con la imagen de un paquete de arroz basmati o una remera que dice “LUBRICATE CON MARGARINA”. Su “hipersexualidad” queda representada en su franqueza para hablar sobre sexo en público o un pedido de frases softcore por teléfono, y algunos de sus raptos de agresividad siendo bastante similares a las cataratas de puteadas callejeras que ilustran hace tiempo el imaginario porteño (en este caso con el detalle atento de cambiar “puta” por “yuta” en las frases). Hay un dardo simpático a la noción del Rivotril como un analgésico en el rol secundario de Elisa Carricajo, y hasta una punta de empatía en los dos episodios más duros que Loba atraviesa en su reinserción (y que dan pie a destellos de Gamboa, cuando el foco se corre de las reacciones de Suar), pero después del segundo episodio la película se lleva puesta a la voz más sensible que había mostrado, que es la de la psiquiatra de Loba. Las ideas contemporáneas que expresa al principio se convierten hacia el final en centros que se le podrían ocurrir a Andy Kusnetzoff un sábado a la noche, y que son los necesarios para que Turbo deje de ver a Loba como un acertijo envuelto en una molestia hasta perder la frialdad de su oficio cuevero, mostrarle a Loba la misma vulnerabilidad que detectaba en ella cuando la abrazaba anteriormente y hasta almorzar en armonía con ella y otro paciente psiquiátrico (Pichu Straneo en las arenas movedizas de un personaje caricaturesco al que por respeto no puede llenar de muecas). Cada iteración de los personajes de Suar se enfrenta siempre a un contexto que tiene que asimilar a los tumbos, y en 30 noches con mi ex esa misma torpeza se termina reflejando detrás de cámara, porque el terreno es muy delicado como para centrar la película en los trucos cómicos usuales. Esto es lo que el Suar director tiene que salir a resolver usando ideas de debutante (ver la escena de la búsqueda de la medicación con la cámara en mano, o la discusión callejera que corta al plano general donde, oh casualidad, la pintura callejera representa los roles de Turbo y Loba) y un guion que se acuerda a último momento de la seriedad del tema que aborda. Ese juego de espejos construye la incomodidad constante de sentarse a presenciar el entusiasmo con el que El Chueco nos cuenta las dos o tres cosas que aprendió sobre la locura (y cómo retratarla).
¿Quién se imaginaba a este villano en este momento? ¿No tiene usted suficiente, lector, lectora, lectore, con el funcionario que está viendo y tratando la pandemia de manera totalmente opuesta a la suya? ¿O con aquel viejo conocido que desde las redes dirigió su alienación hacia usted? ¿O con el pariente que amplificó su costumbre irritante gracias a la prevalencia digital del inevitable vínculo? Usted irá llenando esos casilleros como prefiera, pero verá que llegará al mismo lamento. Porque esta iteración de Adrián Suar va a quedar para la eternidad como el souvenir más representativo de estos tiempos que nos tocan atravesar, haciendo su promoción con la prensa para atajarse por adelantado ante el peor papel y la peor película de su carrera, pero además atajándose en directo por poner en suspenso la situación de los 290 trabajadores de su productora en plena pandemia. Esas dos situaciones, en combinación, hacen bastante probable que eventualmente tenga que atajarse en retrospectiva por haber estado promocionando semejante película en semejante situación. Una paradoja en la que el personaje ficticio −que quiere retener a sus dos esposas a toda costa− empalidece frente al real −que quiere deshacerse de gente a toda costa−. El elemento común entre esta postura empresarial de Suar y su nueva criatura, el traumatólogo Fernando Ferro, es justamente la reticencia a desplazarse del deseo individual −y flagrantemente perjudicial a los demás− en beneficio del bien mayor o del comportamiento mínimamente digno. En sus actuaciones cómicas anteriores esto siempre implicó entrar en personajes cuyas costumbres, adicciones o formas de ser empujaban a sus parejas al límite de la tolerancia, pero en este caso el patrón se rompe de la peor manera por tres cuestiones: este nuevo personaje −que mantiene descaradamente una doble vida entre dos esposas a 400 kilómetros de distancia− se mete en rincones tan oscuros que son imposibles de levantar cómicamente, termina el argumento sin aprender ni mejorar en ningún aspecto y queda siempre en un falso centro moral, porque la película pinta a las víctimas del bígamo básica y respectivamente como una psicótica −interpretada por Soledad Villamil− y una sumisa de pocas luces −encarnada por Gabriela Toscano−, maltratándolas en consecuencia. Mi límite fue el aspersor prendiéndose en la cara del personaje de Toscano, mientras descubre la estafa detrás de su matrimonio de diecinueve años. ¿Qué recordaremos primero de esta película si llegamos vivos al 2030, por ejemplo? Habrá mucho para elegir. Estarán el humor depredador de Carnevale reconociendo en clave costumbrista la existencia del lenguaje inclusivo, las bajezas in crescendo del personaje de Suar sin que a la película se le mueva un pelo, el product placement desvergonzado, la actuación desastrosa de Darío Barassi, la vergonzosa escena de la confrontación en la terraza y el giro elegido para resolverla, los planos de drone, las dos protagonistas femeninas mandadas al muere dramático o la voz en off en el cierre, que reafirma la premisa de la duodécima película de Carnevale, que llegó a nosotros en el año de la pandemia más impactante en casi un siglo. Y vamos a recordar esta película dentro de diez años porque este será el momento bisagra que señalaremos como el origen de nuevas calamidades cinematográficas provocadas por Carnevale: estoy seguro de que en una realidad paralela nosotros no solo estaríamos viviendo nuestras vidas sin barbijo ni distancia, sino que además esta película habría sido un fracaso en los cines, aniquilada por el boca en boca y por el costo de ir al cine en la vieja normalidad. Y la pandemia le hizo el favor de mandarla a la plataforma de streaming más popular en Argentina, que le permitió llegar sin intermediarios a todos sus suscriptores, que seguramente perciba números convincentes de reproducciones −que la plataforma no tendrá que revelar− y que según mi pálpito le dará un segundo aire para nuevas producciones, justo en el punto más insoportable de las carreras de sus responsables. El monstruo quedó rengo y desmoralizado, pero lo más probable es que nunca cambie.
Cualquier persona en la oficina o la mesa familiar tiene algo bueno que decir sobre China Zorrilla en Elsa & Fred. Recuerdo la sorpresa positiva que varios expresaron por Anita, y el desagrado más generalizado por Viudas. Recién a partir de Corazón de león comenzó a sentirse la expectativa perversa por cada paso anunciado de Carnevale en su filmografía, ese encuentro con la idea de que realmente va a hacer eso que su próximo estreno anuncia: oh por Dios, realmente es toda una película con la premisa de Francella enano, o Alfredo Casero y Leticia Brédice representando la condición humana en un restaurante que hace del Purgatorio, o una remake de Amigos intocables con De la Serna y Oscar Martínez, o Julieta Díaz renegando porque Suar mira mucho fútbol en 2017. O como en la película que hoy nos convoca, el paso pretendidamente más consciente en 2019. Lo más asombroso es que la capacidad depredadora del estilo cómico de Carnevale parecería no tener ningún sesgo de género: los universos de Suar enfermo del fútbol y Julieta Díaz periodista feminista están lo suficientemente lavados como para asemejarse a las publicidades de un banco que la pifió evocando a un estereotipo, y quiso recuperarse con la voluntad automatizada de llevar todo “para el otro lado”. A esta altura podría hacer un experimento como La flor de Llinás pero con 14 horas de comedias románticas que involucren a rabinos, artistas de trap y asesinas a sueldo: en vez de las actrices lo que se repetiría es ese submundo extraño en el que el neocostumbrismo de Carnevale se libra en departamentos hermosos, oficinas majestuosas y cervecerías, usualmente lejos de cualquier problemática más o menos identificable por fuera de lo romántico. Ya hemos hablado de esto. La cosa es que algunas de las discusiones socioculturales que proliferaron con fuerza en estos últimos años sí están presentes en la película: para salvar del cierre a su revista para mujeres, el personaje de Julieta Díaz (Paula) decide comenzar a escribir una columna sobre los mandatos y ataduras de la maternidad, impulsada por la actitud infumable de su hermana embarazada. La llegada a su edificio del padre casi soltero interpretado por Pablo Echarri (Rafael) junto a su pequeña hija presumiblemente empezará por colaborar con la premisa -y las picantes columnas de Paula bajo seudónimo-, para después empezar a modificar la vida de ella, meterla en quilombos y hacer que se replantee todo aquello que proclamaba. En el medio están Wainraich como el yuppie con el que ella se acuesta sin compromisos mientras no cree en la felicidad al lado de un padre soltero y su hija, un popurrí de mamis de WhatsApp que son la cruza de Sex and the City con material de Dalia Gutman y dos personajes bastante simpáticos, interpretados por Daniela Pal (Mollo) y Christian Sancho. La escena de este último en el cumpleaños debe ser genuinamente lo mejor que haya hecho Carnevale. No sé si la resolución del argumento representa necesariamente una contradicción con el mensaje que la película pretende entregar, pero las necesidades de su fórmula la llevan por mal camino: pareciera que los prejuicios de Paula se borran menos por conocer las experiencias más gratificantes de la maternidad que por el hecho de engancharse con Rafael, horrenda escena amorosa mediante. Y una vez que hay beso y reconciliación la película se raja sin mostrar ninguna autosuperación, descaricaturizar a las mamis del colegio o buscar alguna risa más. Con Carnevale se pierde hasta cuando se le pide más.
El soldado inglés Lou Armour y su sección atacaban por tierra a un pelotón argentino en las Malvinas. La rapidez del movimiento y la aparición de algunos argentinos con los brazos en alto lo desconcertaban (“¿Acabamos de dispararle a gente que se estaba rindiendo?”), pero al acercarse al cuerpo agonizante de un enemigo un simple intercambio de palabras se convirtió en su recuerdo más poderoso: el argentino comenzó a decirle algo poco comprensible en inglés, mencionó que había estado en la ciudad de Oxford y falleció en sus brazos. Lejos de casa y a la intemperie, Armour se estaba enfrentando a jóvenes como él. La historia vuelve a ser narrada en menos de quince minutos, y el documental no tarda en mostrar sus cartas: tres veteranos argentinos y tres ingleses van a revivir de distintas maneras los hechos que los marcaron durante el conflicto, las cicatrices que llevan cada día y las maneras en que la guerra les arruinó la chance de restablecer totalmente sus vidas. Algunas escenas dispuestas por la directora plantean intercambios interesantes para hacer con hombres que hace pocas décadas fueron reclutados (o llevados conscriptos) para matarse entre ellos, como presentarse en el idioma propio y mencionando sus rangos, salir de las duchas y mostrarse mutuamente las partes del cuerpo con metal o plástico, tocar una canción sobre la guerra entre todos o pararse junto a un mapa de las islas a intentar desentrañar a qué país le corresponden. El veterano Rubén Otero alude a la soberanía española de la que Argentina es heredera tras su independencia, y cómo la ocupación británica de 1833 rompió ese proceso natural. Armour desestima esa soberanía heredada como una mera compra de terrenos de los españoles a los franceses, y dice que cualquier posibilidad de negociar se rompió tras la llegada de las tropas argentinas en 1982: nosotros la habremos llamado recuperación, pero para él fue una invasión. La prolijidad del registro, la calma en las narraciones y ciertos rastros de autoconciencia del documental pronto llevan a un devaneo interno constante, acerca de qué está pasando en serio y qué fue guionado o previamente dispuesto. Tras la función de prensa, las preguntas hicieron que Lola Arias develara la naturaleza de varias escenas (más de una secuencia “dudosa” se trataba de un registro auténtico), pero el esclarecimiento termina resultando accesorio: una historia como la del veterano argentino Marcelo Vallejo no se vuelve menos impactante si es narrada al borde de una pileta, y el planeamiento de las escenas no evita que aparezca un perro en plena práctica de un ejercicio de combate, o que un veterano inglés quiera improvisar un striptease frente a sus compañeros de elenco. Sí es cierto que estos veteranos/actores fueron conociéndose a lo largo del rodaje, mientras preparaban la obra teatral Campo minado (con estreno en Buenos Aires casi simultáneo al de Teatro de guerra), y en algunos momentos las potenciales tensiones son muy palpables como para ser ensayadas (prueben ver sin inmutarse las lecciones de defensa personal). Si hay una escena representativa de la naturaleza de la película, es la única que se parece al típico testimonio de una talking head: es cuando Armour se ve a sí mismo en un documental de 1987, contando con pensar la historia del argentino que hablaba de Oxford, y con la misma ropa describe en la actualidad el resquemor que le provocó haber llorado por la muerte de un enemigo, y cómo desde entonces no se permite ser doblegado por el recuerdo. La audacia del documental muestra algunas grietas hacia el final, cuando aparecen actores jóvenes que representan a los veteranos al momento de la guerra (en el caso de Armour, además, está quien interpreta al soldado argentino de su historia, al que se maquilla según su descripción de las heridas). El encuentro entre ambas generaciones tiene un objetivo claro, que se materializa de manera perfecta en la última escena, pero mayormente deriva en viñetas algo superficiales y que parecen girar en círculos sobre el mismo argumento: cuando un joven vestido de tripulante del General Belgrano se pone a cantar Riptide de Vance Joy, la película ya había reflexionado sobre la quimera de ir a una guerra habiendo salido hace tan poco de la adolescencia, sin la necesidad de subrayarlo de esa manera. Teatro de guerra tuvo su estreno nacional en el BAFICI 2018, tres años después de que Arias hiciera las primeras entrevistas y workshops con los veteranos y dos años después del estreno de Campo minado en Londres. Más allá de cualquier acertijo formal, la película se quedará para siempre con la inmediatez y la frescura del comienzo del proceso artístico, que en su versión teatral probablemente ya esté más aceitado (¿a quién le molestaría que un ex combatiente hubiese mecanizado sus parlamentos si eso implicara que haya exorcizado un trauma?). Pero el documental no solo logra balancear su respeto hacia los protagonistas con el ingenio de su propuesta, sino que además hace un doble aporte original al tratamiento de Malvinas en el cine argentino: un nuevo parte de cómo los veteranos argentinos llevan las secuelas tres décadas después, guiados por un ludismo que los acerca a los jóvenes que supieron ser en aquel entorno horroroso, y una perspectiva heterogénea desde el punto de vista inglés, con un abordaje empático que no pretende modificar la postura política del espectador.
Una placa al principio señala el carácter excepcional de este documental, que mete por primera vez una cámara en un pabellón de los denominados “de población”, donde el orden y las reglas se administran entre los mismos internos, las intervenciones policiales se limitan a las requisas o a dispersar peleas y el Estado no entra. La aclaración no es errónea ni impertinente, pero no anticipa los aciertos del enfoque oblicuo que Diego Gachassin emprende. Porque el documental gira alrededor de las clases que imparte el abogado Alberto Sarlo junto al artista y ex interno Carlos “Kongo” Mena en el pabellón del título dentro de la Unidad 23 de máxima seguridad del penal de Florencio Varela, centradas en un taller literario y de filosofía pero que pueden incluir boxeo, poesía, hip hop o simplemente charlas sobre la vida dentro y fuera de la cárcel. A la labor voluntaria de Sarlo también hay que sumar la financiación de la construcción de un SUM en el penal (del que exige un uso responsable a los internos, tras una experiencia anterior en la que ingresaron drogas y facas para terminar con un asesinato), la edición de libros con los textos producidos en el pabellón y la ayuda legal o logística, como cuando triangula llamadas para intentar que un interno trasladado no termine en un pabellón demasiado inseguro. Hay también momentos íntimos de la vida de Sarlo y Mena, que completan retratos imponentes de dos hombres balanceando la candidez del vínculo familiar con la interacción carcelaria, conceptos de filosofía tumbera con ideas de Sartre y el talento artístico con la destreza boxística. Y hay incluso un contrapunto interesante en la visión de Sarlo sobre las actividades que ofrece a los internos: quiere enseñar y dar herramientas, pero no pretende ser el mágico secreto de la reinserción, como si sus clases sirvieran para evitar que alguien vuelva a robar si estuviese pasando hambre. La confianza mutua que tiene con los internos parece el resultado de un encuentro férreo y sostenido sobre códigos compartidos, sin condescendencia ni paternalismo, lo que es como decir que Merlí no duraría dos días ahí. Respecto al registro de las actividades en el penal es que me remito al sobreimpreso del inicio, porque parece indicar que incluiría el tipo de situaciones violentas que sugiere. De haberlas capturado, sería bastante obvio pensar que la policía no las habría dejado pasar fácilmente, aunque sería justo adjudicarle la nobleza y mesura a Gachassin de no ir a regodearse en la miseria ajena. O quizá simplemente no haya sucedido nada durante el rodaje, lo cual estaría desnudando mi adiestramiento para esperar ciertas imágenes en una coyuntura vulnerable. Lo cierto es que las jornadas se van desarrollando con normalidad pero intensamente, y los internos leen en voz alta textos desgarradores que ventilan demonios interiores o rememoran casos flagrantes de violencia policial, aplicando conceptos filosóficos a situaciones cercanas. Las clases parecen estar bien dadas, porque ningún interno se lleva una idea sencilla o un latiguillo multiuso, y más bien parecen estar acomodándose a las nuevas preguntas que identifican alrededor de su vida: cómo convivir con el daño que se asume haber provocado, de qué sirve hacerse lugar en el pabellón oprimiendo a los demás, la trampa ideológica de ser categórico juzgando cierto tipo de delitos ajenos, qué impulso o argumento los llevó al delito y, lo más inquietante, la posibilidad concreta de que la cárcel no los haya disuadido para cuando salgan, como cuenta uno de ellos cuando redescubrió que las condiciones de vida de su padre, honrado laburante durante décadas, eran las que lo habían empujado a robar en primer lugar. Son el tipo de cuestionamientos que cualquier persona se hace, pero que los internos tienen que sortear en un contexto que los invita constantemente a sabotearse. No hay nombres, historias previas ni testimonios lineales: ya bastante hay con tener que enfrentarse a los propios pensamientos en ese encierro.
Ata tu arado a una estrella hace su primera aproximación a Fernando Birri a través de un material que Carmen Guarini registró en 1997 y decidió desempolvar dos décadas después. Es la realización de un documental de Birri para la televisión alemana (Che: ¿Muerte de la utopía?), con el director y su equipo entrevistando figuras como Ernesto Sábato, Eduardo Galeano y León Ferrari, junto a los habitantes de la localidad boliviana de La Higuera, acerca del significado y la vigencia de las utopías a treinta años del asesinato del Che Guevara. Esos archivos, que además del making of incluyen escenas cotidianas de Birri, no brindan grandes revelaciones pero tienen un encanto similar al que lograba otra producción de Guarini en aquella época (el genial documental Tinta Roja, de 1998, codirigido con Marcelo Céspedes), y es el de mostrar la voluntad con la que la gente intentaba sostenerse en la Argentina de fines de los noventa. Esto se pone en relieve cuando Guarini incluye imágenes de Birri recorriendo viejas locaciones de su legendario cortometraje Tire Dié, o fundando en 1986 la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, en Cuba: ¿Cómo sobrellevaba esa desalentadora realidad una persona que había emprendido una cruzada continental para evitarla? Guarini viajó a Roma para visitar a un Birri de 92 años, que no perdió un ápice de lucidez y buen humor. Además de ser el último registro público de Birri, el mérito de la directora está en el espíritu crítico con el que lo encara, frente al cual el santafesino analiza el desenlace de sus propias utopías cinematográficas, habla de sus años en el exilio y revela que alguna vez consideró el suicidio. En la función de prensa del documental se compartió el libro; Diálogos de Cine / Fernando Birri; Carmen Guarini, publicado por Ediciones Treintayseis y Directores Argentinos Cinematográficos, que contiene las conversaciones completas y es imperdible pese a la pésima edición y corrección en las transcripciones: además de un recorrido personal, incluye varias reflexiones sobre el rumbo (formal y discursivo) que fue tomando el Nuevo Cine Latinoamericano, la monumental ORG (que cuatro décadas después de su realización fue rescatada y restaurada) y las nuevas tecnologías (en el documental, Guarini deja una cámara GoPro en la casa de Birri para que el director la use libremente, y el libro explica que el resultado final de sus tomas es un homenaje formal a un texto de Xavier de Maistre escrito en 1794). El cariño y la admiración de Guarini por Birri son evidentes, pero en las preguntas y comentarios que este último decide disputar está lo mejor del documental, alejándose del lugar común y demostrando muchas discusiones aún no están zanjadas. Esto no quita que algunos tramos pequen de cierta pomposidad, o que la voz en off de Guarini subraye innecesariamente alguna de sus ideas, pero a cada uno de esos momentos la presencia de Birri -hace treinta años o hace uno- responde con un desparpajo y una ridiculez irresistibles: pegándole piñas a Sábato en el abdomen, ostentando sus dibujos hechos con un software llamado Kid Pix o imaginando su funeral en el medio de un asado. Por momentos todo parece una versión de Visages Villages (otro canto a la amistad y a alegrarse la vida con una cámara) sin tanto presupuesto ni glamour, pero Guarini entendió perfectamente que el enorme legado de Birri tiene las mismas dosis de compromiso y de gracia.
Hace algunos meses, el estreno de Viaje a los pueblos fumigados de Pino Solanas confirmaba distintas circunstancias: una devastadora (la cantidad y variedad de veneno que viene con nuestros vegetales de cada día), una más bien simpática (que Pino sigue filmando y editando como si estuviera haciendo una película clandestina en los sesentas) y una algo desoladora, aunque por causas ajenas: desprolijo, demodé y cuestionable, Solanas es uno de los pocos realizadores argentinos dispuestos a poner el cuerpo por una problemática alejada -de Capital y del radar mediático- y quizá el único con su nivel de llegada capaz de encadenar planos de los representantes de gran parte del arco político, para señalarlos como cómplices del negocio que magnifica ganancias a costa de las vidas de sus consumidores. Martín Céspedes, hijo de Marcelo, da un paso hacia adelante con una ópera prima que desde varios ángulos aporta contrastes y complementos involuntarios al ejemplo anterior. Con un altísimo rigor formal, y prácticamente sin intervenir sobre lo registrado, se enfoca en una faceta aún más perversa del negocio agropecuario dominante: el desplazamiento forzoso y violento de comunidades campesinas e indígenas para apropiarse de sus tierras, representado en el asesinato del joven Cristian Ferreyra -miembro del Movimiento Campesino de Santiago del Estero- a manos de Javier Juárez, vecino de la comunidad contratado por el empresario Jorge Ciccioli para custodiar sus alambrados. Juárez cometió el homicidio luego de irrumpir con una patota en una reunión del Movimiento. El documental sigue el desarrollo del juicio de 2014 contra Juárez, Ciccioli y el resto de la patota, intercalando las distintas instancias con escenas de la vida cotidiana de los miembros de la comunidad santiagueña. Algunos momentos ayudan a comprender la pasividad general en la posición de Céspedes, como el diálogo entre dos integrantes del MOCASE que despotrican contra la hipocresía de los estudiantes que se acercan al movimiento por trabajos de tesis, juzgan el estilo de vida de los campesinos y se van a la semana sin haber dado nada a cambio (la misma reacción que parecen detectar en la jueza del proceso); mientras varias escenas juegan al filo entre la impertinencia y la multiplicidad de sentidos: cuando un campesino sacrifica un cabrito frente a la mirada de su pequeña hija quizá estamos presenciando una metáfora eisensteniana sobre el daño de los empresarios a las comunidades, y cuando vemos unos hombres caminando con cautela para dispararle a un ave tal vez asistimos a una muestra de la tensión en la que viven, con sus vidas y sus medios de subsistencia constantemente amenazados. Si hay otra gran disrupción es en cómo se deciden mostrar los momentos de angustia y desazón en el Movimiento, con escenas de muy pocos cortes y una intensidad difícil de procesar. Cualquier decisión de Céspedes será discutible según los límites del espectador, pero la realidad (y el pésimo fallo en el juicio) se llevan todo puesto. Que el director se valga de pocas herramientas no significa que no exprima todas sus posibilidades. Un intento aislado de conjugar planos distorsionados y sonido ambiente se queda a mitad de camino, pero algunos arrojos del montaje se lucen sin ser intrusivos (la cadena de bostezos y cabeceadas durante una instancia del juicio es tan sutil como elocuente), y la enorme cantidad de horas de material crudo de la que dispuso Céspedes fueron útiles para poder armar el relato del caso sin recurrir más que a unos sobreimpresos al inicio (aunque habría sido bienvenido un poco más de contexto sobre el papel de las autoridades provinciales en el asunto). Conjugados esos medios, las escenas de arenga colectiva entre los miembros del Movimiento y las intervenciones de Deolinda Carrizo y Margarita Aguamar Gómez son el hallazgo propio y excluyente de quien se acerca a una causa con respeto y empatía.
¿Qué tal esto para una historia de jóvenes viejos? Una porteña de 23 años (Sofía Brito como Paula) está anclada en Ushuaia agarrando cualquier trabajo que salga, lejos de su novio -que encontró trabajo en Río Grande- y viendo más bien poco a su hija -que está en Ushuaia pero al cuidado de su hermana- mientras junta toda la plata que pueda para el plan acordado de que la familia se instale en Canadá. La situación debería ser de mero tránsito, y Paula intenta hasta donde puede encarar mecánicamente cada día, viendo como mucama de hotel o como guía turística el paso de las personas que dejan sus paréntesis antes que ella, pero las nuevas rutinas y relaciones no tardan en provocar sus propios efectos. Frente a toda esa alienación, el director Sebastián Schjaer se planta casi siempre sobre el punto opuesto a la tentación dramática, descartando catarsis grandilocuentes o diálogos que subrayen la quemazón mental, y llevando lentamente al espectador a llenar los baches con sus interpretaciones y preceptos. Esto se produce a fuerza de inmersión y desorientación: la realidad y la ficción en Argentina están plagadas de millennials dando vueltas en trabajos que odian para salir a flote con sus vidas, pero pocas veces la circunstancia pareció tan extenuante en la pantalla como con las caminatas que el personaje de Brito tiene que emprender sobre la nieve y contra el viento ushuaienses. A su vez Schjaer decide prescindir de ostentar la belleza de sus locaciones, y durante las torpes locuciones de Paula sobre las maravillas paisajísticas solo vemos a turistas desempañando sus ventanillas en la combi. Pero la mayor apuesta de la película consiste en adherirse al andar errático de Paula, sin concesiones ni centros como para encontrar fácilmente un sentido a sus acciones. Quizá se trata de la muralla emocional que la protagonista se impone para intentar atravesar el estrés de su presente, y de cómo pareciera empujarla a un letargo en las relaciones que intenta sostener (con su novio, con su hermana) o la que intenta arrancar entre la conveniencia y el afecto genuino (con el fotógrafo que conoce en uno de sus tours). En el medio están los encuentros con su hija, momentos luminosos por la falta de problemas “de adultos” que presentan y por la química impresionante que tienen Brito y la niña actriz Malena Hernández Díaz. A ella Paula le atiende una llamada apócrifa hecha con un teléfono de peluche, mientras ignora olímpicamente las llamadas verdaderas con demandas laborales y afectivas del resto de los personajes. Algo en esa aridez narrativa empieza a mostrar grietas con el avance de la trama. La omisión arranca encadenando situaciones en las que bordea lo sórdido sin adentrarse, para enderezar rápidamente el rumbo hacia los devaneos de Paula y acercarse sin ningún apuro a una definición. Ese zurcido desinteresado fue varias veces planteado por el director como una manera indirecta de acercarse a los sentimientos de los personajes, sin obtener una verdad, sin alcanzar un centro y haciendo que la película gire sobre sí misma como lo hace su protagonista (cita casi exacta a las palabras que incluyó en el material de prensa). Quizá por querer contrarrestar las elipsis y esa falta de certezas, algunos diálogos parecen puestos para derramar la información esencial sobre las motivaciones de Paula (y los problemas que arrastra con su novio) de un modo un poco atropellado. Pero el volantazo final aparece en una penúltima escena predecible y efectista, que incluso llega a discutir el sentido de la construcción previa: en un punto, esa gambeta constante a la definición podría verse también como una apuesta cómoda a los climas, la abulia de los personajes y el shock de la moral escapándose de nuestros andariveles. Es una idea difícil de plantear, porque implica marcarle un planteo conservador a una película que por todos los medios intenta romper la posibilidad de encasillarla, y porque alguien podría leer en esto un guiño a la queja arquetípica sobre la “lentitud” del cine argentino alternativo. Pero quizá se trate más de que la cita notoria que hace La omisión al estilo de los Dardenne (de los dilemas éticos a los planos sobre las nucas) es tan obediente que termina mostrando los hilos, o del momento en que la película, a diferencia de su protagonista, empieza a hacer lo que podría esperarse de ella.
La última vez que se planteó esta conversación los descargos contra la crítica en las redes sociales fueron contundentes, pero quizá sean más elocuentes las películas que se siguen produciendo. ¿No estaremos entrando en una nueva época de teléfonos blancos? La comedia argentina industrial pareciera estar tildando cada ítem en la lista de ingredientes que hicieron a varios de los films del período de auge de los estudios: una plantilla de intérpretes casi rígida (a esta altura se podría jugar a los Six Degrees of Kevin Bacon con los créditos de Diego Peretti o Pilar Gamboa), que representan a parejas o personas de clase media-alta (reflejando otros niveles de ingresos pueden aparecer niñeras, cuidacoches o pungas, con muy contados casos de incidencia considerable en la trama) atravesando situaciones universales y mayormente relacionadas a lo amoroso (crisis propias de las edades alcanzadas, frustraciones sobre el vínculo y confrontaciones sobre los roles en la pareja y las tareas compartidas). Sin repetir y sin soplar, y con calificaciones diversas más allá de los elementos que comparten, se podrían mencionar a Mamá se fue de viaje, El fútbol o yo, Recreo, Una noche de amor, Sin hijos y Me casé con un boludo. La lista anterior incluye siete títulos en cuatro años, sin tener en cuenta esfuerzos de menor calibre presupuestario (Las Vegas), historias principalmente centradas en grupos de amistad (Papeles en el viento, Casi Leyendas, Las insoladas) o personajes de franja etaria menor a las 40 (Vóley, Permitidos), películas anteriores a 2015 (Dos más dos, otras de Juan Taratuto) y una trama dedicada a la crisis integral de un solo personaje (el caso de la película que hoy nos convoca). La enumeración da lugar a marcar arbitrariedades y contradicciones, y habría un reclamo válido en señalar que al menos durante la etapa clásica las comedias eran de directores como Schlieper, Saslavsky o Christensen. Otro rasgo típico de aquellos tiempos era la apelación al guion adaptado, que entre los ejemplos actuales solo coincide con Re loca, pero de una manera que subraya una situación absurda: es la tercera remake de la película chilena Sin filtro, y se estrena en nuestro país poco tiempo después de la segunda remake, que es Sin filtros (Sin rodeos) de Santiago Segura. La circunstancia ilustra que la haraganería creativa no conoce fronteras, lo que no importaría demasiado tratándose de obras con problemáticas comunes y rentables (hemos llegado a convivir con dos versiones cinematográficas y una teatral de Perfectos desconocidos, la screwball berreta de mensajes de WhatsApp). También señala dos aspectos importantes que la versión argentina tiene a su disposición para distinguirse: la presencia de Natalia Oreiro en el pico de sus virtudes, y los vicios machistas que la trama original identifica para que su personaje los ataque. Y Natalia Oreiro ataca, y lo hace con la gracia, el carisma, los rasgos y la sensualidad que prácticamente nadie más combina de esta manera en el cine nacional. Su personaje arranca teniendo que soportar micromachismos, abusos de confianza y agresiones flagrantes de todo su entorno (su pareja y el hijo de él, que viven en el departamento de ella; su jefe, su vecino fiestero, un gasista, los conductores que se cruza por la calle, su hermana, una amiga superficial y la futura esposa de un ex novio devenido en mejor amigo), mientras a la agencia de publicidad donde trabaja hace años se incorpora una jovencísima influencer, que echa por tierra sus métodos con la velocidad despiadada del capitalismo. En el punto máximo de su debacle se cruza a un misterioso hombre en Puerto Madero, prueba los extraños tragos caseros que le aconseja preparar y se levanta al otro día hecha una topadora de feminismo, devoluciones contundentes y verdades hirientes: renuncia al trabajo, echa de casa al novio irresponsable y el hijastro irrespetuoso, se viraliza cuando la filman cagando a trompadas a un taxista que la insultó (celebración de Uber incluida) y destrozando dos autos (el del vecino y el de la influencer), les canta la justa a su amiga frívola y la novia de su amigo, lo acusa a él de cobarde y estalla frente a las demandas insólitas de su hermana. Esos dos últimos estallidos la harán entrar en conflicto con su nueva personalidad, porque comienza a dañar a las personas que realmente quiere, y si se le contaran las costillas al personaje se podría marcar que trata de “histérica” a la novia paranoica que interpreta Gimena Accardi, o de “cejuda” a la millennial que representa Malena Sánchez. En el medio del proceso entra en combos de puteadas que parecieran querer invertir el arquetipo francellístico (con resultados dispares), y sigue los pasos del vandalismo heroico de Beyoncé. Sin llegar siquiera a atarle los cordones a la épica tropical de la Gilda de Lorena Muñoz, es lindo verla interpretando a una mujer empoderada sin saber desde el minuto 0 que le espera un final trágico. De hecho, el final del argumento en Re loca tiene una vuelta de tuerca bastante refrescante, pero el gran problema es que formalmente se parece más a la historia de su primer acto: la película le exige a Oreiro ser perfecta sin ofrecerle mucha contención a cambio, y la sensación que dejan varias escenas es que tiene que salir a apagar varios incendios. La dirección del debutante Martino Zaidelis es prolija en lo visual, pero deja a varios intérpretes incómodos con personajes estereotípicos (como los que les tocan a Accardi y Pilar Gamboa) y diálogos poco afinados (especialmente notorios en la desorientación a la que empujan a un experimentado Hugo Arana). Además, pareciera haber una influencia bastante marcada del estilo de Comedy Central -cuya intervención surge de la producción y distribución de Viacom, a través de Telefé y Paramount- que disuelve a la película en un tono subrayado hasta volverse condescendiente, y más propio del ritmo televisivo y de las series web: la música (del gran Emilio Kauderer) es invasiva, y funciona casi como las risas de una sitcom queriendo marcar dónde estalla cada gag; las situaciones que llevan al estallido de Oreiro son repetitivas y están marcadas como si se desconfiara de la capacidad analítica del espectador, algunas apuestas humorísticas son bajísimas (en el pedo que se tira Fernán Mirás en la cama no cayó ni siquiera Homero Simpson, mientras el recurso de la puteada de Oreiro se gasta demasiado rápido) y algunas secuencias suben la apuesta de lo trillado a lo ridículo: llegando al final, la protagonista parece ser secuestrada por los clichés de distintas publicidades destinadas a mujeres, en un montaje rápido mientras se prueba distintos looks en su casa, retirándose de una ceremonia con carcajadas de plenitud y versionando a Celeste Carballo a los gritos en su auto. Es en esos momentos (y en algunas de sus tácticas de promoción) que la película pareciera enredarse en los mismos intentos de estar “en onda” que satiriza cuando aparece en escena la influencer, o cuando los distintos villanos se mofan de la edad del personaje principal. Una estrella como Oreiro puede aparecer a salvar el día, pero la comedia argentina se vuelve cada día más mansa.
Miguel Abuelo no podía quedarse quieto: a fines de los sesentas fueron otras las figuras que determinaron la dirección del rock nacional, pero si él se distinguió fue porque su cabeza estuvo siempre en varios lugares al mismo tiempo. Sus influencias e inquietudes artísticas abarcaron estilos múltiples (y a veces en conflicto entre sí mismos) para los estereotipos de cada época, y varios de sus proyectos se cayeron con la misma velocidad y energía con la que se habían construido, después de alcanzar una forma más o menos definida: ante cada una de las grandes diferencias creativas con las que debió lidiar, siempre eligió la implosión sobre la convivencia armoniosa. El documental comienza después de la primera de esas rupturas de Abuelo (con Pappo, que quiso llevar por su propia senda a la primera formación de Los Abuelos de la Nada), cuando parte hacia Europa empujado por el clima represivo del onganiato, y escapando de su adicción a las drogas. Después de temporadas erráticas y de cambios drásticos en su vida (incluyendo su casamiento con Krisha Bogdan y el nacimiento de su hijo, Gato Azul Peralta), el encuentro con el productor Moshe Naïm lo depositó de repente en un nuevo proyecto, formado junto a músicos de procedencias muy diversas y que dejó como saldo un disco singular y fascinante, que capturó el cncuentro entre el hervidero cultural de París a principios de los setentas, el movimiento creativo perpetuo de Abuelo (que llevó al disco a su costado más experimental) y las influencias que traía el guitarrista Daniel Sbarra (que trajo al disco de vuelta a la tierra, a fuerza de distorsión y solos afilados). Ese disco es tan raro como huella de la evolución del rock argentino en su mestizaje con la escena europea (y como punto de transición en la obra del mismo Abuelo) que cuesta entender la pereza formal del documental, recorriendo todos estos aspectos de una manera muy superficial y monótona: el elenco elegido para los testimonios es variado y completo (están los músicos de aquella banda, los artistas que acompañaron a Abuelo durante la época, el biógrafo Juanjo Carmona, el periodista Alfredo Rosso y el mismo Naïm en un material de archivo), pero el montaje -y tal vez las mismas entrevistas- redujeron muchos de los diálogos a lo anecdótico o estrictamente relacionado con el álbum, y la película nunca intenta trazar una línea que exceda a aquellos años para explicar cómo esta etapa gravitó en la vida de Abuelo, en su desarrollo artístico y en los caminos que tomó la música joven en nuestro país. Para durar 60 minutos, además, se recuesta demasiado en los tramos en los que se escuchan extractos de cada canción del disco, acompañados de planos pocos logrados de un joven googleando sobre la banda y atravesando los efectos psicodélicos de la música, paisajes alterados con un efecto primitivo de rayas de fílmico, algunas animaciones de pretendido efecto onírico o un desfile de las pocas imágenes de archivo que se rescataron. El resultado es bastante irónico porque justamente adolece del espíritu inquieto de Abuelo, pero además ofrece una interpretación involuntaria desde su título: siendo una obra de investigación (y más allá del esfuerzo notorio en los testimonios que consigue), el gesto más noble habría sido venderse como un documental, y no como el documental sobre Miguel Abuelo et Nada. Especialmente porque deja mucho trabajo por hacer.