UN DESCENSO AL INFIERNO
Animal es una película que funciona en los papeles, pero nunca en la práctica. Es un producto ciento por ciento pensado para ser explotado comercialmente (su estreno de fin de semana largo -el Santo Grial del cine comercial en Argentina- deja en claro la confianza depositada), con una premisa llamativa y una estrella encabezando el elenco. Tiene un bello póster, que sintetiza perfectamente el concepto que la envuelve, y también un muy buen tráiler, de esos que si dejan ver alguna grieta también evidencian profesionalismo y efectividad: porque engancha, porque amontona varios de esos planos que nos hacen presagiar uno de esos dramas intensos, donde un personaje llega hasta el fondo y todo se termina yendo a la mierda. Las botas ensangrentadas, las medias reses colgando en el frigorífico, Guillermo Francella en plan autómata, más imágenes calculadas del frigorífico. De hecho el título, Animal, es perfecto: una palabra que tiene su fuerza y que -otra vez- nos hace presagiar algo primal, una pulsión instintiva, algo que terminará saliendo a flote en ese mundo aparente de gente “normal”. Como decíamos, todo esto funcionaba en los papeles. Los resultados son otra cosa y ahí entran a jugar otras variantes, que tienen que ver con las obsesiones e intereses de su director, Armando Bo.
Lo único más o menos rescatable de Animal son sus primeros minutos. Un largo plano secuencia bastante exhibicionista (y que hace recordar demasiado a uno de El clan), que nos lleva de la mano por la casa generosa que habitan los Decoud: papá, mamá y dos hijos, la nena y el nene. Ese plano secuencia que muestra el despertar de la familia juega irónicamente con cierta idealización de clase media argentina, lo cual es acompañado por un uso de la música en clan paródico (un recurso que se repetirá hasta el agotamiento). Esos primeros minutos, decíamos, también resumen lo que serán las casi dos horas de película: manierismos visuales un poco al cohete, personajes inverosímiles y actuaciones fuera de registro (lo de Carla Peterson es realmente llamativo), remarcación de situaciones y diálogos sobreescritos con gente que dice aquello que está haciendo. Que Bó decida abrir su película con un gesto tan ampuloso, podemos tomarlo como una suerte de declaración de principios: “acá estoy y voy por todo”. Casi que la película podría haber sido vendida con ese plano secuencia, y le hubiera ido muy bien. En serio. Sin embargo, ese plano termina con un dato que será premonitorio para la película: Francella sale a trotar y se desploma. Lo mismo le pasa a Animal.
El salto de casi dos años en el tiempo nos mete de lleno en la sinopsis, en aquello que íbamos a ver: Antonio Decoud (Francella) ha sufrido algún mal que lo obliga a realizarse diálisis y a esperar un riñón en la lista de donantes. Que Armando Bó sea un tipo imaginativo con el uso de la cámara, nos ilusiona con la posibilidad de que el drama adquiera alguna característica por fuera del uso aleccionador de la premisa. Ahora, que Bó y su guionista Nicolás Giacobone hayan sido los escritores de horrores como Biutiful y Birdman nos hace pensar lo peor de las verdaderas intenciones del film. De hecho, Animal parece una versión bajas calorías del cine del mexicano Alejandro González Iñárritu, que si tiene alguna virtud es la capacidad de engañar al espectador por el lado de la forma. Pero aquí ni eso funciona. Animal tiene como leit motiv el uso del color rojo, y es casi lógico en el descenso al infierno que quiere retratar: renegado del sistema (sí, porque los personajes dicen la palabra “sistema” de una manera tan improbable que vemos la mano del director saliendo de la pantalla y tirándole el pelo al espectador clase media al que va dirigida Animal), Decoud tratará de encontrar un riñón por otras vías y terminará dando con una pareja lumpen salida de una película mala de Michael Haneke (y es decir), que prometen darle un riñón a cambio de una “casita”. La aparición de esta pareja coincide, además, con la debacle absoluta de la película: es como si la incomodidad que generan sobre el mundo del protagonista también se sintiera en el relato; como si los planos y los movimientos de cámara calculados no pudieran contener el ridículo que esos personajes evidencian, aunque se trate de una subversión poco gratificante.
Hay una forma curiosa de pensar Animal, que tiene que ver con la construcción de sus antagonistas y las diversas formas del cine nacional. A Decoud lo podemos ver como parte de ese sistema inexpugnable de un cine argentino moderno y autoral, cuya cima serían los planos secuencia que ilustran su derrotero. Mientras que a la parejita lumpen la podemos relacionar con el costumbrismo y el grotesco afincado en la memoria de un cine que reinó en los 80’s. La lucha del film, entonces, sería por alumbrar una disputa ética entre ambas expresiones, donde la relación termine por dar a luz nuevas formas y posibilidades. Claro que los resultados son totalmente fallidos, y la película termina cayéndose a pedazos por su propia impericia, quemando en el camino todos los puentes que había construido hacia otros lugares: hay un humor que no termina de pronunciarse como sátira y termina siendo más involuntario que otra cosa, un último acto (realmente vergonzoso) que podría ligar la película con algo de ciencia ficción Clase B, pero ni eso.
Y todo eso no se da -lo que podría haber sido divertido- porque Bó, en el fondo, lo que pretende es construir un nuevo fresco sobre los pesares de cierta clase media argentina acomodada (esa gran obsesión del cine producido por Telefé) que no duda en dividir a la sociedad entre los que “nos rompemos el culo laburando” y “los vagos” (de paso, otra obsesión, la del argentino y el culo roto). El problema con Animal es que no hay que llegar a lo ideológico para disgustarse, porque directamente no funciona desde lo narrativo. Y propone un final que, es cierto, nos deja pensando sobre lo que vimos (¡atención, spoiler): porque cómo es que se demoraron 112 minutos en resolver un conflicto más o menos como estaba planteado al minuto 15. Si Animal propone un descenso al infierno, es el del espectador.