Las vísceras de la condición humana
En un plano secuencia prodigioso, el cine de Armando Bo (El último Elvis) nos introduce a la potencia de este lenguaje de imágenes que develan y de imágenes que ocultan. La mañana de una familia de clase media, prestos a encarar la rutina del colegio, el desayuno, el trabajo y la tranquilidad del confort de un hogar.
Guillermo Francella es el mandamás en este grupo, el ordenado y aquel que le pone buena cara a lo cotidiano. Su mujer acompaña y en la ductilidad de Carla Peterson transmite esa seguridad aparente del hogar bien constituido. La cámara también acompaña el recorrido sin pausa y sale junto a Francella a correr, como todos los días, con el saludo de los vecinos y la franqueza de la vulnerabilidad en una transición hacia el mar, de fondo, inmenso, para tomar aire y de repente caer desmayado, desvanecido de normalidad, con el cuerpo vencido en el suelo.
Transición entre el cine espejo, el cine de ficción y la realidad para preguntarse entonces si la vida es justa cuando se hace lo correcto y de manera transparente; para reflexionar segundos después y sin medias tintas sobre la condición humana en situaciones límites, con el contrato social aniquilado entre hombres y mujeres que sólo piensan en sobrevivir a sus propias pesadillas y demonios internos.
Animal es eso: una ficción de un personaje sin estrategia (como los de Hitchcock) que debe afrontar los límites de su condición humana para vivir. Conocer el lado ajeno, la especulación más injusta cuando se trata de la búsqueda desesperada de un riñón para un transplante antes de que sea demasiado tarde. El sistema es apenas un aliciente, la dureza de someterse a horas de diálisis con la esperanza de un llamado dentro de una larga lista de burocracia salpicada de espera, panorama que dista mucho de esos happy endings aliviadores del otro cine.
La película de Armando Bo parece una fábula moral sin moraleja en un primer vistazo, superada esa sensación que también es de alivio justificado desde la razón como las acciones desesperadas de los personajes, víctimas y victimarios, la idea se derrumba y entonces las reses que cuelgan en el frigorífico donde Guillermo Francella ejerce su rol de supervisor no hacen otra cosa que encontrarse con las reses de los cuerpos, que atraviesan el relato, el de la pareja de jóvenes ambiciosos que no se cuidan en su omnipotencia propia de la edad y desencanto por la vida, pero también el de aquellos que a pesar de hacer bien las cosas se deteriora en un abrir y cerrar de ojos como ocurre al inicio de Animal y su viaje de deconstrucción de un hombre que parecía tenerlo todo.