Como en el inicio de El último Elvis, Armando Bo avanza sobre la vida de su personaje en un virtuoso plano secuencia, definiendo un mundo que resulta tener tanto de esencia como de apariencia. La frágil cristalería de una vida de regia armonía y cálida convivencia se resquebraja sin anticipos ante la irrupción de la enfermedad y la amenaza de la muerte.
La prosperidad de la familia de Antonio Decoud (Guillermo Francella), gerente de producción de un frigorífico de Mar del Plata, son definidos con inicial solvencia como un caparazón moderno frente a un amenazante exterior. Sin embargo, la evidente metáfora del matadero se torna demasiado excesiva en su necesidad de personajes grotescos y mezquindades extremas que se pongan al servicio de la parábola.
A medida que el guion de Bo y Nicolás Giacobone se interna en el descenso de Antonio en la tiranía de la supervivencia, sus filiaciones con Iñárritu (para quien escribieron el oscarizado guion de Birdman) se hacen estrechas y declamadas. Sus personajes se desdibujan en una espiral de egoísmo y crueldad siempre visto desde cierta expectación gozosa, comprometida apenas en términos de juego cómplice.
Bo, quien en su película anterior entendía la pasión sacrificial del Elvis del conurbano, ahora despoja a sus personajes de verdaderos matices y prefiere la certeza cínica del cataclismo a la tensa ambigüedad de la interrogación.