MÁS CONFLICTOS, UN MUNDO MÁS REDUCIDO
Las esperanzas que había generado Animales fantásticos y dónde encontrarlos se ven golpeadas por Animales fantásticos: los crímenes de Grindelwald, una secuela que deja un sabor amargo, porque pareciera evidenciar que hay ciertas lecciones que Hollywood, en su deseo de construir franquicias, no termina de aprender. Y cuando hablamos de Hollywood, también debemos incluir en este caso a J.K. Rowling, que parece enfrentarse a un dilema similar al que en su momento se enfrentó George Lucas con Star Wars: cómo expandir el universo que creó sin tener que estar constantemente retornando a la fuente de origen.
Lo cierto es que Rowling elige la opción más cómoda, que es la de volver a tender puentes hacia la línea narrativa de Harry Potter, con el personaje del joven Albus Dumbledore (un Jude Law de taquito y apelando a todo su carisma) como lazo principal, aunque se sumen varios nombres y apellidos más. Esa supuesta comodidad en seguir explotando los orígenes y pasados de varios personajes emblemáticos no deja de tener sus complicaciones, porque implica acumular enigmas, eventos y revelaciones que apenas si se sostienen en su verosimilitud y que en verdad no dejan de funcionar como meros guiños. Es verdad que la autorreferencialidad ya estaba presente en la primera parte, pero ocupaba un lugar secundario, porque lo más relevante era la presentación de un mundo en expansión y varios personajes nuevos, donde el que claramente funcionaba mejor era el del muggle Jacob Kowalski, porque ocupaba el lugar del espectador en su mirada fascinada. Pero en Los crímenes de Grindelwald la cita pasa a ocupar un lugar primordial, relegando a la pulsión por la aventura y la fantasía que caracterizaban a su predecesora.
Esto está también vinculado a un patente cambio de tono, porque el guión de Rowling se vuelca con decisión al drama atravesado por lazos familiares, pasados traumáticos, vínculos de lealtad y traición, y romances que coquetean con lo trágico. Pero esa apuesta no llega a funcionar apropiadamente porque depende demasiado de las vueltas de tuerca y revelaciones de último momento –la media hora final es un compendio de giros en la trama-, en vez de un desarrollo complejo y profundo de los conflictos que atraviesan a los personajes. Representativo de esto es lo que sucede con Grindelwald –ese villano al que todos siguen y persiguen-, al que Johnny Depp interpreta con la misma metodología que Law: es un personaje que la juega de ambiguo, elusivo y manipulador, pero que también es víctima de las idas y vueltas de la película, que no termina de atreverse a definirlo a fondo, como si quisiera esconder secretos que deberían salir a la luz en futuras entregas.
Porque claro, Los crímenes de Grindelwald es un film demasiado consciente de que la partida es larga, que hay todavía tres películas más por estrenar para completar la saga y que se guarda muchas cartas, reservando lo mejor para otro momento. El problema es que eso lo condena a depender en demasía del espectador fiel y fanático, que es el que puede entender todo el conjunto enciclopédico de referencias que se van acumulando durante toda la narración. Fuera de eso, la película solo tiene para ofrecer solvencia técnica y chispazos aislados: una excelente dirección de arte; momentos imaginativos desde la presentación de criaturas fantásticas; una secuencia donde impacta apropiadamente la tensión romántica entre Newt Scamander y Tina Goldstein; sólidas actuaciones; y una puesta en escena impersonal pero que no desentona. De ahí que ocurra la lógica: a pesar de su gigantismo en su despliegue de tramas y personajes, Los crímenes de Grindelwald termina siendo reduccionista, desperdiciando el potencial de un universo con capacidad para expandirse mucho más.