Tiene uno de los mejores finales del cine
Una historia dentro de otra historia es lo que propone Tom Ford en Animales nocturnos, tan buena y tan extraña como su aplaudido debut cinematográfico, Solo un hombre, aunque en este caso hay una carga de misterio que remite al mundo opresivo de David Lynch, sin su lastre onírico.
Susan Morrow, una galerista de arte en crisis matrimonial recibe el manuscrito de una novela de su exmarido, Edward Sheffield, un escritor de quien se ha separado hace 19 años. La vida presente de ella, el pasado común con el escritor y la propia trama de la novela se entrecruzan para componer una figura enigmática, a la que sólo le cabe el nombre de destino.
Más allá de dos o tres énfasis innecesarios en algunos diálogos y ciertas situaciones redundantes, Animales nocturnos tiene a la vez una fuerza narrativa y un poder de sugestión difícil de encontrar hoy en una producción de Hollywood. No es nada simple combinar una historia criminal (la que cuenta el manuscrito) y el melancólico repaso por un amor perdido. No es nada simple, pero Ford lo logra.
El peligro de las historias encajadas es que una se convierta en la moraleja o en la explicación de la otra. Sin embargo, gracias a esa clase de distorsión espacio temporal que sólo el gran cine puede concebir y concretar, aquí la distancia entre ambas es infinita y a la vez nula, la misma que existe entre la realidad y la ficción cuando se funden en la mente de una lectora insomne.
Tanto la fotografía como la composición de los cuadros revelan cuánto le debe Ford a su oficio de diseñador de moda y cómo sabe extraer lo mejor del universo fashion para elevar sus visiones puramente estéticas a la categoría de una belleza desgarradora. El simple acto de subir una escalera en un edificio moderno, simétrico e inmaculado puede colmarse de un significado inquietante o vaciarse hasta el punto de parecer la mecánica de una alucinación.
Además de los cuadros perfectos y de la atmósfera asfixiante, Animales nocturnos tiene un elenco excelente. No sólo los protagonistas, Amy Adams y Jake Gyllenhaal, resultan creíbles en sus dobles roles de jóvenes universitarios y de personas maduras, sino que también se destacan Isla Fisher en su breve aparición, Aaron Taylor Johnson en el cuerpo de un joven perverso y, en especial, Michael Shannon, en el papel del policía Bobby Andes (¿un guiño al Bobby Peru, de Corazón salvaje?), una especie de cowboy transplantado a una novela negra.
Por si hiciera falta una virtud más, el final es uno de los mejores de la historia del cine. Sin exagerar: nunca nadie se acercó tanto a exponer, en una escena tan simple, la sustancia corrosiva del tiempo, no sobre las caras, no sobre los cuerpos, sino sobre el alma y las ilusiones que permanecieron intactas.