Tan popular fue la figura del asesino serial Ted Bundy en los Estados Unidos en las décadas de 1970 y 1980 que los guionistas de la comedia televisiva Casados con hijos bautizaron con ese apellido al padre de familia, protagonizado por Ed O’Neill. Y un segundo dato para calibrar la fama de este criminal es que su juicio en Florida fue el primero en ser televisado en directo en la historia de la TV norteamericana. ¿Por qué Bundy era tan fascinante pese a sus atrocidades? Primero que nada era buen mozo. Segundo, era muy inteligente. Parecía un tipo simpático con el que uno podía cruzarse en una universidad o en un tribunal, aunque no como reo sino como abogado. Todas esas características están muy bien desarrolladas en Ted Bundy, durmiendo con el asesino, la mezcla de biopic, docudrama y trial movie (película de juicio) que dirige y produce Joe Berlinger. Berlinger es un experto en Bundy. Dirigió la miniserie documental de cuatro capítulos Las cintas de Ted Bundy, estrenada este año en Netflix. Ese conocimiento tan específico por momentos atenta contra la capacidad de síntesis de la historia, que parece escindida a la vez entre el documental y la ficción y entre la parte que le corresponde al criminal y la parte que le corresponde a su esposa. Sólo al final esas dos líneas de fuerza lograran unirse en una escena de una calidad dramática notable. En el medio, Berlinger nos muestra la relación sentimental de la pareja desde que se conocen en un bar hasta que empiezan a revelarse los asesinatos de mujeres que involucran a Bundy y los procesos judiciales posteriores. Tanto Zac Efron, en su ambiguo papel de novio atento y psicópata encantador, como Lily Collins, en el rol de la novia enamorada y angustiada, son los principales puntos de apoyo de una narración que nunca consigue tensarse del todo salvo en sus últimas escenas.
La nueva versión de Chucky es una adaptación del legendario muñeco maldito a los tiempos de la inteligencia artificial, la internet de las cosas y la Big Data. Bien podría figurar en un capítulo de la serie Black Mirror. Su maldad ya no proviene de una posesión demoníaca sino de una falla del software. Sin embargo, la diferencia entre ambos tipos de maldad no es tan radical como se supone. Una de las virtudes filosóficas –dicho sin ironía– de Chucky: el muñeco diabólico consiste en ilustrarnos acerca de que el mal natural y el sobrenatural tienen un factor común: el poder. Es decir: la capacidad de afectar a los otros. Es el poder potencial de un objeto lo que constituye su eventual grado de perversión, esté o no esté poseído por un demonio. En este caso, el muñeco tiene el poder de conectarse con la red de información y artefactos electrónicos inteligentes vinculados a la empresa tecnológica Kaslan. Si bien más que la categoría de robot, a este muñeco le correspondería la de androide, también se le pueden aplicar los tres principios que estableció Isaac Asimov para la robótica: “1) Un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño. 2) Un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entrasen en conflicto con la primera ley. 3) Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda ley”. El primero de esos principios fue inhibido de programa de Chucky y, por ende, los dos siguientes también. Sin embargo, lo que sostiene el interés de la trama no es ese defecto de programación, sino el hecho de que el muñeco no pueda discernir entre las simples expresiones de enojo formuladas en forma de deseos y los propósitos específicos del niño que por casualidad se transforma en su dueño. Es decir: no distingue cuando dice que le gustaría matar a alguien y el deseo efectivo de matarlo. Ese el otro problema filosófico que propone la película: ¿puede una inteligencia artificial distinguir no solo entre expresiones literales y figuradas sino también entre las expresiones de furia y los propósitos intencionales declamados en voz alta? Si quiere aprobar el test de Turing debería hacerlo. Por supuesto que las respuestas a esos dilemas no forman parte del contenido dramático bastante previsible de las escenas que componen la historia total del filme. Como en muchas películas comerciales norteamericanas, la línea de acción y la línea de reflexión se separan en un punto y no vuelven a juntarse nunca. Lo que deja Chucky: el muñeco diabólico como producto de ficción es una combinación de estética ochentosa y de fórmulas de terror ya probadas. En cambio, resulta muy instructivo sobre temas que no necesariamente deben buscarse en un manual de filosofía.
Hay demasiados ejemplos de sagas que superaron las tres secuelas y que mantuvieron su nivel de calidad. El Padrino, Rocky, Misión Imposible o Toy Story son ejemplos contundentes. Sin embargo, siempre existe cierta aprensión justificada cuando un producto como Anabelle empieza a multiplicarse de manera compulsiva. Sin embargo, Anabelle vuelve a casa, debut cinematográfico del guionista Gary Dauberman (It, La Monja, entre otros títulos) exhibe un grado de seriedad artística del que carecía Anabelle 2. Al menos durante la primera hora, no tiene nada que envidiarles a las mejores películas de terror de los últimos años. Si bien no pretende ser original en ningún momento y se somete a todas las reglas comerciales del género, consigue algo que siempre va a estar más allá del cálculo lucrativo que rige a esta clase de producciones. Sus personajes resultan creíbles y tienen motivaciones coherentes que los impulsan a actuar como actúan. Así las infaltables a adolescentes protagonistas no se reducen a ser chicas lindas y bien dotadas para el aullido, las perfectas víctimas de su propia ingenuidad, sino que son conscientes de lo que hacen y de por qué lo hacen. Lo único que las excede, por supuesto, son las consecuencias de sus acciones. La muñeca maldita esta vez vuelve a la casa del matrimonio Warren (Vera Farmiga y Patrick Wilson), la pareja de psíquicos que trata de mantener a raya a los espíritus del mal y encerrarlos bajo llave en esa especie de gabinete de atrocidades que tienen en el sótano. En una primera escena tensa y espeluznante, que marcará el tono de la narración, se expone la fuerza del mal que Anabelle atrae con su simple presencia. Pero tras esa primera escena, la película da un giro y nos deja con la hija de los Warren, Judy -heredera de los poderes de su madre-, quien queda al cuidado de una niñera, Mary Ellen (el nombre lo dice todo), una chica estudiosa, rubia y linda, que encarna todos los valores de la normalidad tal como se los vivía en la década de 1960, época en la que se desarrolla la historia. A ellas se suma el personaje más interesante: Daniela, una chica inteligente, pícara e intrépida, con una historia personal apta para provocar la avidez de los espíritus malignos. Con todos esos elementos, Dauberman compone una especie de monumento a Anabelle, un homenaje que la saga se hace a sí misma, un museo del terror donde junto a la muñeca los demás objetos del gabinete de atrocidades del matrimonio Warren componen una sinfonía del miedo. Es una lástima que en la secuencia del clímax, el director no haya sabido mantener ese grado de exigencia y su sinfonía se transforme en un bochinche.
La tercera entrega de la saga de John Wick no da un minuto de respiro en las más de dos horas que van desde su primera imagen hasta la última. De punta a punta está electrizada por escenas de combates cuerpo a cuerpo, tiroteos y persecuciones. Y la banda sonora, la edición, la escenografía retrofuturista, la coreografía de las peleas, los movimientos de cámara, todo converge en una especie de remolino frenético que deja sin aliento. Esa clase de asfixia espectacular es lo que se supone que debe provocar una película de acción. Sin embargo, habría que preguntarse si cumplir hasta la exageración una fórmula probada basta para componer un producto de calidad. Hay que admitir que tanto el público como la crítica ya la han consagrado como un especie de clásico de la década, y contra semejante doble veredicto sería necio insistir en los defectos y despreciar las virtudes. Pero si la primera y la segunda de la serie merecían ese grado de veneración, a esta última se le nota demasiado el cálculo, los pespuntes por donde se une con la anterior y por donde va a unirse con la próxima. John Wick 3 Parabellum es vertiginosa para los ojos y para los oídos, sin dudas, aunque para la mente es de una lentitud exasperante. Morosa por repetición, por episódica, por falta de vueltas de tuerca. Más allá de algunos guiños a la historia del cine (nada menos que a El maquinista de la General, de Buster Keaton) y a la cultura pop, lo único que ofrece en términos dramáticos es un argumento lineal, más parecido a la progresión en los niveles de un videojuego que a una aventura con personajes de carne y hueso. Asociado al universo turbio y paranoico de la segunda antes que al espíritu de venganza de la primera, el relato empieza con una condena a muerte de John Wick, promulgada por la Orden Superior, la organización a la que obedecen todas las mafias del mundo. De pronto, hay 14 millones de razones para eliminar al asesino a sueldo más peligroso del planeta. El virtuosismo del director Chad Stahelski para encadenar una tras otras escenas de acción es incomparable. La mezcla única de barroquismo, kitsch y esquematismo de historieta que constituye su estética de fanático de las artes marciales genera muchísimos momentos sublimes en esas interminables secuencias de enfrentamientos cuerpo a cuerpo. Quedará para el recuerdo la escena que se desarrolla en un establo y la que incluye a los perros asesinos del personaje que interpreta la actriz Halle Berry, Sofia. Pese a su calculado efectismo, Chad Stahelski (que también dirigió las primeras dos películas de John Wick) se permite una libertad que recuerda a la de Quentin Tarantino, un Tarantino que avanzara siempre con el acelerador a fondo y pasara por encima de todos los obstáculos, sean morales, narrativos o cinematográficos.
Ya se sabe que no existen temas nuevos en la ficción, pero sí existen combinaciones de temas que pueden resultar no sólo novedosas sino también deslumbrantes. Jordan Peele, quien ya había demostrado su talento para el terror psicológico en ¡Huye!, su primera película, consigue en Nosotros una combinación tremendamente productiva entre el tema del doble y el tema de las paranoias explícitas de las leyendas urbanas estadounidenses. A Peele le sobran cualidades para ser postulado como el mesías del terror en Hollywood, el hombre capaz de infundirle al género la energía que alguna vez tuvo cuando en los créditos figuraban nombres como Alfred Hitchcock, Roman Polansky o Stanley Kubrick en el rubro de director. Y lo hace todo solo: escribe, dirige y produce. Nosotros se abre con una escena monumental, previa a los créditos, una especie de cuento breve tenebroso, situado en 1986, en el que una niña se pierde en un parque de diversiones, en la playa de Santa Cruz, y termina aterrorizada en un laberinto de espejos. Los elementos de esa escena se repetirán, se amplificarán y se distorsionaran después a lo largo de la historia, con saltos entre el pasado y el presente de acuerdo con las necesidades del guion. En la actualidad aquella niña es una mujer casada, madre de una adolescente y de un niño. Los cuatro forman una familia afromericana típica que llega a su casa de vacaciones y se encuentra con lo que menos esperaban: una versión maligna de ellos mismos, criaturas iguales dispuestos a asesinarlos y a ocupar sus lugares. Desde momento, la acción se dispara a un ritmo dramático vertiginoso. Hay escenas de persecución, de tortura (física y psicológica) y de terribles asesinatos. Sin embargo, esa gran orgía de crueldad no se regodea en la sangre sino en el misterio, en el abismo de lo inexplicable. ¿Qué pasa y por qué pasa lo que pasa? La incertidumbre es un máquina de ansiedad y puede funcionar tan bien como el suspenso como motor de una película. Peele es un manipulador de alto estilo, un maestro a la hora de encontrar la vuelta menos esperada a una situación, pero antes de consagrarse al arte de la prestidigitación se inventa una verdadera mitología, una leyenda del submundo que hace posibles los malabarismos de su imaginación, en la que no faltan la alusión bíblica (en este caso la maldición del versículo 11-11 de Jeremías) ni la ironía sobre el lado siniestro del sueño americano.
Se suele llamar películas honestas a aquellas que no manipulan al público y que respetan las reglas de juego con las cartas sobre la mesa. En ese sentido, Maligno es una película honesta, tal vez demasiado honesta. ¿Por qué demasiado? Porque malentiende el principio de que el espectador siempre debe saber más que los personajes, la ley básica del suspenso, según Alfred Hitchcock. Desde las primeras escenas, Maligno expone lo que en otros productos de terror sería el misterio fundamental, pero se excede en los subrayados gruesos, como si desconfiara del poder de la narración y eligiera razonar en vez de contar. Además, en vez de las dos vueltas de tuerca tradicionales, sólo ofrece una, cerca del final, por lo que la trama resulta lineal y previsible. En la misma noche en que un asesino serial que les corta las manos a las mujeres es acribillado por la policía, nace el bebé que Sarah y John Blume han esperado por tanto tiempo. El montaje es tremendamente explícto respecto a la relación que une al psicópata muerto y al niño recién nacido: la sangre de las balas en uno y las manchas rojas de la placenta en el otro están en los mismos puntos de ambos cuerpos. Esa tendencia a explicarlo todo marcará la narración y la transformará en algo mecánico y frío, lo que no deja de ser extraño en una historia que trata de una madre y un hijo. Ni el talento de Taylor Schilling ni la figura a la vez tierna e inquietante del pequeño Jackson Robert Scott logran borrar la sensación de que cada escena está completado los casilleros de una cuadrícula en vez de tratar de trasmitirnos alguna forma de tensión dramática. Si bien hay que reconocerle al director Nicholas McCarthy el extremo cuidado en la fotografía y en la ambientación, que no evita los lugares comunes pero tampoco se regodea en ellos, el saldo es un producto anémico, con dos o tres momentos interesantes y no mucho más.
Un grupo de chicos que conducen sus propios shows en internet se plantean el desafío de pasar una noche en un edificio que tiene fama de maldito. ¿Cuántas veces se filmó este mismo argumento en los últimos años? ¿Cuántas veces con la misma técnica de cámara de mano y sin banda sonora? El nuevo avatar de ese argumento se titula Manicomio y viene de Alemania. El anterior se titulaba Gojiam, hospital maldito y venía de Corea del Sur. La misma idea y casi la misma resolución, salvo por una vuelta de tuerca final de la que la película coreana se privaba y que no mejora a la película alemana. Es notable la falta de ocurrencias que exhibe el director Michael David Pate, quien se limita a copiar los tópicos del género sin agregarles casi nada. (El “casi” se justifica porque, en medio de la larga apatía visual, hay una escena memorable de un chico y una chica que corren por la oscuridad iluminándose el camino con la luz de una bengala). Con un sentido del humor bastante torpe y abundantes explicaciones puestas en boca de los personajes, Manicomio es el típico producto que subestima a su público. En ningún momento consigue generar la más mínima empatía con sus personajes, ya que no les interesa como individuos sino que los presenta como exponentes de la generación millenial. La ambientación tampoco exhibe rasgos de ingenio: paredes derruidas, humedades, ventanas rotas con cortinas desgarradas, pasillos largos y oscuros, escaleras. El mundo convencional de un cuento gótico posindustrial. Y, en esa atmósfera calcada de decenas de películas, las menciones a Hitler y al nazismo, que podrían infundirle algún rasgo distintivo, algún sustrato de horror histórico, no hacen más que virar hacia el mal gusto un producto que no logra aprobar ni una sola asignatura del cine popular.
La teoría de los mundos paralelos ha tenido impacto en ámbitos tan disímiles como la física, la lógica y la ficción. En su nombre, se han creado algunas obras magníficas y se han cometido muchas más atrocidades. En algún punto intermedio de ese espectro cualitativo está Feliz día de tu muerte 2. El inesperado éxito de la primera y la tendencia de la industria a repetir fórmulas eficaces hacían suponer una secuela. Y aquí está, con el mismo elenco, el mismo director, el mismo escenario y casi con el mismo argumento, esta combinación de terror de baja intensidad y comedia romántica que sigue siendo simpática, porque en su estructura tiene algo de canción pop, con un estribillo que viene una y otra vez y se queda pegado en esa zona del cerebro que no tiene que ocuparse de pensar. La no tan buena noticia es que resulta imprescindible haber visto la primera para disfrutar de la segunda. Por más que hay una secuencia de resumen, no basta para discernir todos los cables que conectan las historias. En una época en que imperan las series, no es un requisito demasiado exigente. Pero un director menos perezoso les hubiera evitado a sus espectadores esos deberes adicionales Si bien el ciclo kármico, similar al de El día de la marmota, que regía la estructura de la primera se repite en esta, ahora todo está sostenido sobre la idea de mundos paralelos. Ya no se trata de escapar de un círculo sino de una dimensión distinta y ese tinte científico justifica que el escenario sea una universidad y que la mayoría de los personajes sean nerds. El grado de suspenso no varía, sí el sentimentalismo, tal vez un poco más empalagoso de lo necesario.
La calidad de un cineasta no se ve sólo en sus mejores películas sino también en las menos logradas y en las fallidas. Si a alguien se le puede aplicar esa sentencia es a M. Night Shyamalan, autor de maravillas como Sexto sentido, El Protegido, Los huéspedes o Fragmentado y perpetrador de bodrios como El último maestro del aire o Después de la tierra. En Glass, el director indonorteamericano intenta fundir en una sola historia los argumentos de El protegido y de Fragmentado, que no estaban pensados originalmente para integrar un saga (salvo la simpática escena final de la última) y componer con ellas una especie de gran fresco sobre los superhéroes y los villanos. Los tres personajes principales de esas películas, el indestructible David Dunn (Bruce Willis), el hombre de los huesos de cristal, Elijah Price o Mr Glass (Samuel Jackson), y el psicópata de múltiples personalidades (James McAvoy) son encerrados entre las paredes de un mismo neuropsiquiátrico. En ese escenario, se va desarrollar la complicada trama de Glass. La pregunta que subyace al proyecto de Shyamalan es ¿qué constituye a un superhéroe? El director ya la había respondido de forma implícita y elegante en El protegido: la mirada de los débiles. Pero no deja de ser una marca de su ambición artística que intente encontrar una nueva respuesta, más amplia, más cósmica. Pero el precio que paga es altísimo: malogra lo que pudo haber sido otra película maravillosa. ¿Por qué? Porque Glass tiene tanta teoría que resulta imposible llevarla a la práctica y traducirla en acción y en narración. Podría decirse que Shyamalan piensa en voz alta a través de sus personajes y genera en ellos un exceso de conciencia, como si estuvieran más afuera que adentro de la historia. En El protegido, había un solo teórico, el personaje de Mr Glass, los demás, David Dunn y su hijo, actuaban de un modo confuso y melancólico, guiados por sus afectos y sus intuiciones. En Fragmentado, había una sola teórica, la psicóloga interpretada por Betty Buckley, y los demás (el psicópata y su víctima, Casey Cooke) actuaban guiados por su locura o instinto de supervivencia. En Glass, en cambio, hay demasiados teóricos, es decir personajes que tienen una noción definida de lo que significa ser un superhéroe, crean o no en esa figura de cómic. Se los puede contar: una nueva psicóloga (Sarah Paulson), el propio Glass, su madre, el hijo de David Dunn y Casey Cooke. No es raro entonces que la película quede desequilibrada y la exposición de ideas supere a la acción, tanto física como dramática. El resultado es una historia gélida, un artificio mental, con algunas trampas ingeniosas y algunos mecanismos secretos, sin dudas, pero incapaz de transmitir las emociones que contiene dentro de sus tubos de ensayo. La otra película, la historia que estaba en el interior de la historia que Glass nos cuenta, se vuelve visible en algunos escasos momentos (el vínculo entre David Dunn y su hijo, entre Glass y su madre y entre la joven Casey Cooke y el psicópata), pero desaparece enseguida y, como a esos nenes que los hacen callar o los mandan a dormir, se queda con las ganas de mostrarnos algo realmente bueno.
Todas las películas de terror incluyen de manera explícita o implícita una teoría sobre el mal. ¿Qué es? ¿De dónde viene? ¿Cómo actúa? En Gonjiam: hospital maldito, el mal es una energía. Vale decir que se adscribe a una tradición decimonónica de las llamadas ciencias ocultas que supone que existen otras fuerzas en la naturaleza además de las reconocidas por la física, aunque en el fondo el modelo sea el electromagnetismo de James Maxwell, conceptualizado en el siglo 19. Precisamente como se trata de una forma de energía, la actividad paranormal es susceptible de ser captada por instrumentos tecnológicos más sensibles que los sentidos humanos: sensores, cámaras, micrófonos, etcétera. Con ese postulado como base, la película de Beom-sik Jeong desarrolla una trama que se ha vuelto un tópico del género al menos desde El proyecto de la bruja Blair: un grupo de jóvenes que pretende documentar en video lo que sucede en un lugar supuestamente embrujado. En este caso, como el título lo indica, es un hospital psquiátrico clausurado en 1979 después de que murieran todos sus pacientes y se suicidara su directora. El edificio es una leyenda que ya se cobró la vida de más de un estúpido que se ha pasado de valiente. Ahora unos jóvenes que producen un programa de terror por internet han lanzado el desafío de explorar a fondo el manicomio abandonado y de transmitirlo en vivo y en directo. Son siete: cuatro chicos y tres chicas. Todo lo que ocurre es visto a través de sus aparatos ópticos: cámaras de teléfonos inteligentes, primero, y después, cuando ya se instalan en el lugar maldito, a través de una parafernalia que incluyen cámaras GoPro, un dron y otros artefactos. Eso provoca cierto nerviosismo visual y frecuentes saltos entre tomas subjetivas, primeros planos (contrasubjetivos habría que llamarlos) de las caras de los protagonistas, y cambios de enfoque que les otorgan un ritmo de respiración alterada a las imágenes, con momentos de alivio y momentos de ahogo, muy bien combinados. La sutilísima banda sonora, que en vez de manipular las emociones del espectador tiende a generar una textura más densa del silencio, es otra de las cualidades de esta película que no innova en nada pero que sabe utilizar con precisión todos los recursos del género.