Unas mayúsculas más bien minúsculas.
En una escena inicial, que transcurre en una fiesta de exagerado mal gusto a la manera de las de La grande belleza (tristes remedos a su vez de las de La dolce vita de Fellini), la dueña y curadora de una galería de arte de Los Angeles se queja de su propio éxito y dice detestar la “cultura basura” de la que ella vive más que opulentamente. Mucho de ese mismo cinismo impregna también al segundo largometraje de Tom Ford, Animales nocturnos, una película que se nutre de aquello que dice despreciar.
Hay tres líneas narrativas simultáneas en Nocturnal Animals. El presente transcurre casi exclusivamente en la mansión de Susan (Amy Adams), la exitosa galerista en cuestión, que se refugia en esa suerte de lujoso mausoleo en el que ella misma se ha enterrado a causa de su infelicidad conyugal. El pasado es el de su no tan lejana juventud, cuando tuvo la oportunidad de llevar una vida mejor con un hombre que la amaba pero no le daba seguridad económica (Jake Gyllenhaal). Y entre medio está la puesta en imágenes de la violenta novela que este mismo hombre está por publicar y cuyas pruebas de galera ella lee vorazmente, en primer lugar porque la dedicatoria lleva su nombre en letras de molde.
No cuesta mucho dilucidar que en esa ficción ese hombre que la quiso bien y fue cruelmente plantado está sublimando lo mucho que sufrió con su abandono. Y si no fuera que los personajes y ambientes de esa novela remiten a una suerte de noir tex-mex degradado, a la manera de los hermanos Coen (con sheriff con sombrero tejano incluido, a cargo del siempre inquietante Michael Shannon), se diría que la película toda es un mal tango, tanta es su misoginia. Es Susan y sólo Susan la causante de todos los males, no sólo de su ex sino también de los fans de su galería de arte. Al primero lo cambió por otro con más plata y –aborto de por medio– le arrancó un hijo que él seguramente hubiera querido tener. A los segundos, les ofrece desde las primeras imágenes unas mujeres inusualmente obesas, bailando desnudas y supuestamente convertidas en objetos artísticos (a la manera sádica de Peter Greenaway) por el sólo hecho de estar en una vitrina de su cotizada galería.
Ya en su película anterior, Sólo un hombre (2009), el ex vestuarista Tom Ford, devenido director, le había dado más importancia al pespunte que al traje en sí mismo. Aquí también se preocupa más por las superficies que por los personajes, pero le agrega unas puntadas de más, de modo que todo pretende lucir en mayúsculas (Arte, Vida, Amor, Venganza) con un resultado más bien minúsculo.