CON EL ESPIRITU DE LOS LIBROS DE CUENTO
Recuerdo cuando mi madre nos contaba cuentos no sólo a mí y a mis hermanos, sino también a los niños que vivían cerca de la casa de una de mis abuelas, en Villa Domínico, por Avellaneda: enseguida captaba la atención de todos y era imposible no zambullirse en la historia, sea de aventuras, drama, policial o incluso terror. Cuando por ejemplo leía uno de los cuentos de ¡Socorro!, de Elsa Bornemann, no había manera de que no se te pusiera la piel de gallina. Ahora que lo pienso, habían dos factores que explicaban su éxito: primero, sabía elegir muy bien qué textos leer; y segundo, siempre daba en la tecla justa a la hora de escoger el tono apropiado en la voz y de calibrar las pausas. Uno siempre sentía que el cuento le hablaba, que lo que escuchaba era no sólo posible, sino que definitivamente estaba pasando. Eso en el fondo revelaba que mi madre nunca subestimaba al oyente y que lo interpelaba directamente.
Digo todo esto porque la experiencia de ver Anina implicó en cierto modo recuperar parte de esa experiencia infantil. Y eso fue así porque el film de Alfredo Soderguit, basado en la novela Anina Yatay Salas, de Sergio López Suárez, se apoya fuertemente en el espíritu de las narraciones para niños, con un diseño visual que explota con eficacia esquematismos y estereotipos, y la voz en off de la protagonista como un elemento clave para generar empatía. El relato se centra en una niña cuyo triple nombre capicúa la tiene siempre a maltraer por las burlas que recibe y que termina metiéndose en una pelea con una compañera de la escuela, que es su eterna antagonista. A la hora de implementar el castigo, la directora toma una decisión desconcertante: les entrega a Anina y su compañera un sobre a cada una, ordenándoles que no lo abran durante una semana. Cuando se cumpla el plazo, les tocará abrir los sobres y saber cuál es el castigo. A partir de ahí, esa semana adquiere toda clase de significaciones en la vida de Anina, que terminará reconfigurándose por completo.
El film se irá tomando su tiempo para ir desplegando el mundo que rodea a su protagonista, que incluye a su mejor amiga, el niño que le gusta, la típica maestra buena y la típica maestra mala, y, por supuesto, sus padres. Anina es una película que exhibe una sabiduría notable para retratar diversos ámbitos, que nace de la atención por el detalle en la configuración de espacios y de la paciencia para darle entidad (y hasta textura) a los tiempos. Por eso el colegio, la casa de Anina, el almacén donde va a hacer las compras, el colectivo donde debe viajar cada día, tienen una bella verosimilitud: son auténticos, tangibles, definitivamente reales.
Pero Anina no se contenta con ser un film realista desde la animación, porque también sabe usar ese soporte genérico para crear secuencias donde la imaginación es apabullante (hay una escena que gira alrededor de los apellidos que es realmente estupenda) y que son fiel reflejo de la mentalidad infantil, de cómo impacta la noción del castigo, la mirada respecto a la autoridad y el vínculo con las figuras materna y paterna. Y todo eso no está en función de un mero exhibicionismo, sino de una historia de crecimiento y aprendizaje, porque después de abrir el sobre, Anina seguirá siendo la misma y a la vez no: más bien, entenderá mucho más ciertas cuestiones sobre quienes la rodean y sobre sí misma.
Pequeña y agradable sorpresa, Anina es un film de una dulzura infrecuente, sumamente didáctico pero que no necesita remarcar sus enseñanzas. Y que por un rato me hizo volver a la infancia, recordándome cuando mi madre, cansada pero con todo su amor a cuestas, me leía cuentos antes de ir a dormir. A veces, el cine, como la lectura, sólo necesita de cariño y devoción por lo que se hace. De eso, Anina tiene a montones.