La ciencia ficción como género tiende a una paradoja. Al menos la ciencia ficción “suave”, así llamada según la denominación ortodoxa que colocaría en extremos opuestos de la gama a Phillip K. Dick y a Isaac Assimov. De todas maneras, por cuestiones del zeitgeist, o simplemente por afiliaciones estéticas, la vertiente “suave” ha tenido mayor representación en el cine. La paradoja consiste en que esa variante del género utiliza una cosmovisión racional y positivista, como lo es la de la ciencia y sus practicantes, para explorar temáticas irracionales, por llamarlas de alguna manera. Y es que las ciencias “suaves”, las sociales, aplican un sistema y una metodología para aprehenderse de cuestiones que más tienen que ver con el vértigo de un salto de fe. En esta tensión entre método y objeto de estudio, la ciencia ficción suave disfruta produciendo hipótesis, teorías, experimentos mentales, especulaciones, es decir, una serie de creaciones lúdicas que parten del lenguaje —esa herramienta tan poco científica y subjetiva— y que cobran vida siempre en forma de metáfora. El éxito o el fracaso de estas apuestas más artísticas que científicas, al menos bajo la lupa de la crítica cinematográfica, dependen de la relación más o menos armónica, más o menos verosímil, más o menos artificiosa entre texto y subtexto.
Aniquilación (2018), la segunda película de Alex Garland (Ex Machina, 2016), fue noticia mucho tiempo antes de su estreno. Protagonizada por Natalie Portman y Oscar Isaac, se trata de una producción enorme, financiada por uno de los principales estudios de Hollywood y escrita por un nominado al Oscar (el mismo Garland). Pero ni siquiera el star power combinado del cisne negro y Poe pudieron conseguir que Paramount Pictures estrenara la película en salas. Salvo en tres países, Aniquilación puede mirarse únicamente a través de la plataforma digital Netflix. En los noventas el mote “direct-to-video” era un eufemismo para no llamar a las cosas por su nombre: mala película. Hoy, la ecuación es distinta (o al menos eso es lo que el marketing quiere que pensemos): pantalla chica para un nicho acotado, porque las ideas son demasiado grandes. Y si bien la ambición temática del film no está puesta en duda, es en el manejo de estas pretensiones que la película trastabilla.
Como se vio en La llegada (2016), Aniquilación sigue con la tendencia de usar como protagonista a una mujer cuya profesión no está directamente asociada al género. En el primer caso se trataba de una lingüista, en este, Lena (Natalie Portman en un rol en el que no termina de sentírsela cómoda), que es bióloga. Su esposo, Kane (Oscar Isaac), partió en una misión encubierta del ejército y lleva más de un año desaparecido. Hasta que un día aparece y esto dispara una serie de acontecimientos que conducen a Lena al meollo del fantástico. ¿De qué se trata? De un campo de fuerza con los colores del arcoíris que se expande de manera excéntrica a partir de un evento de apariencia alienígena. El campo de fuerza, o shimmer, va consumiendo todo a su paso y los esfuerzo del ejército para entenderlo y/o contenerlo han resultado en la muerte y desaparición de todos los involucrados. Desde el vamos, ya las metáforas son quizás demasiado patentes: el shimmer como representación simbólica de un tumor, como ese Otro que en realidad es Uno Mismo, esa pulsión de muerte que está “codificada en nuestro propio ADN”, como dice una de las compañeras de Lena (que, por supuesto, termina ingresando al shimmer, donde nos damos cuenta de que además de bióloga es excelente manejando rifles de alto calibre). Pero peor que eso es la “esquizofrenia genérica” del relato.
Garland no intenta ocultar sus referencias: La saga Alien, Stalker (1979), Solaris (1972), Contacto (1997), La fuente de la vida (2006), todas aparecen citadas de una u otra manera, lo cual, como cinemateca personal, no representa un problema, pero en una misma película le exigen a la diégesis saltos tonales demasiado abruptos. Porque una cosa es el simbolismo feminista, cyberpunk, de “survival maternal” en Aliens (1986), y otro el lirismo trascendental de Tarkovski. El cambalache posmoderno de apropiaciones que está presente en Aniquilación funciona en detrimento del poder de su premisa: la autodestrucción es inherente a nuestra condición humana, como la apoptosis celular, y es justo en esa lucha inútil contra la muerte que agotamos nuestro tiempo y nuestro cuerpo y morimos. Desafortunadamente, la inconsistencia narrativa es tanta que cuando llegamos al tercer acto, ni siquiera el encantamiento visual de las escenas puede evitar la sensación de que algo se perdió en el camino, llámese el foco, el verosímil o algún vestigio de sentido.