La ciencia ficción como género tiende a una paradoja. Al menos la ciencia ficción “suave”, así llamada según la denominación ortodoxa que colocaría en extremos opuestos de la gama a Phillip K. Dick y a Isaac Assimov. De todas maneras, por cuestiones del zeitgeist, o simplemente por afiliaciones estéticas, la vertiente “suave” ha tenido mayor representación en el cine. La paradoja consiste en que esa variante del género utiliza una cosmovisión racional y positivista, como lo es la de la ciencia y sus practicantes, para explorar temáticas irracionales, por llamarlas de alguna manera. Y es que las ciencias “suaves”, las sociales, aplican un sistema y una metodología para aprehenderse de cuestiones que más tienen que ver con el vértigo de un salto de fe. En esta tensión entre método y objeto de estudio, la ciencia ficción suave disfruta produciendo hipótesis, teorías, experimentos mentales, especulaciones, es decir, una serie de creaciones lúdicas que parten del lenguaje —esa herramienta tan poco científica y subjetiva— y que cobran vida siempre en forma de metáfora. El éxito o el fracaso de estas apuestas más artísticas que científicas, al menos bajo la lupa de la crítica cinematográfica, dependen de la relación más o menos armónica, más o menos verosímil, más o menos artificiosa entre texto y subtexto. Aniquilación (2018), la segunda película de Alex Garland (Ex Machina, 2016), fue noticia mucho tiempo antes de su estreno. Protagonizada por Natalie Portman y Oscar Isaac, se trata de una producción enorme, financiada por uno de los principales estudios de Hollywood y escrita por un nominado al Oscar (el mismo Garland). Pero ni siquiera el star power combinado del cisne negro y Poe pudieron conseguir que Paramount Pictures estrenara la película en salas. Salvo en tres países, Aniquilación puede mirarse únicamente a través de la plataforma digital Netflix. En los noventas el mote “direct-to-video” era un eufemismo para no llamar a las cosas por su nombre: mala película. Hoy, la ecuación es distinta (o al menos eso es lo que el marketing quiere que pensemos): pantalla chica para un nicho acotado, porque las ideas son demasiado grandes. Y si bien la ambición temática del film no está puesta en duda, es en el manejo de estas pretensiones que la película trastabilla. Como se vio en La llegada (2016), Aniquilación sigue con la tendencia de usar como protagonista a una mujer cuya profesión no está directamente asociada al género. En el primer caso se trataba de una lingüista, en este, Lena (Natalie Portman en un rol en el que no termina de sentírsela cómoda), que es bióloga. Su esposo, Kane (Oscar Isaac), partió en una misión encubierta del ejército y lleva más de un año desaparecido. Hasta que un día aparece y esto dispara una serie de acontecimientos que conducen a Lena al meollo del fantástico. ¿De qué se trata? De un campo de fuerza con los colores del arcoíris que se expande de manera excéntrica a partir de un evento de apariencia alienígena. El campo de fuerza, o shimmer, va consumiendo todo a su paso y los esfuerzo del ejército para entenderlo y/o contenerlo han resultado en la muerte y desaparición de todos los involucrados. Desde el vamos, ya las metáforas son quizás demasiado patentes: el shimmer como representación simbólica de un tumor, como ese Otro que en realidad es Uno Mismo, esa pulsión de muerte que está “codificada en nuestro propio ADN”, como dice una de las compañeras de Lena (que, por supuesto, termina ingresando al shimmer, donde nos damos cuenta de que además de bióloga es excelente manejando rifles de alto calibre). Pero peor que eso es la “esquizofrenia genérica” del relato. Garland no intenta ocultar sus referencias: La saga Alien, Stalker (1979), Solaris (1972), Contacto (1997), La fuente de la vida (2006), todas aparecen citadas de una u otra manera, lo cual, como cinemateca personal, no representa un problema, pero en una misma película le exigen a la diégesis saltos tonales demasiado abruptos. Porque una cosa es el simbolismo feminista, cyberpunk, de “survival maternal” en Aliens (1986), y otro el lirismo trascendental de Tarkovski. El cambalache posmoderno de apropiaciones que está presente en Aniquilación funciona en detrimento del poder de su premisa: la autodestrucción es inherente a nuestra condición humana, como la apoptosis celular, y es justo en esa lucha inútil contra la muerte que agotamos nuestro tiempo y nuestro cuerpo y morimos. Desafortunadamente, la inconsistencia narrativa es tanta que cuando llegamos al tercer acto, ni siquiera el encantamiento visual de las escenas puede evitar la sensación de que algo se perdió en el camino, llámese el foco, el verosímil o algún vestigio de sentido.
En la actual coyuntura argentina, una de las palabras a las que alude el título de Las Grietas de Jara, dirigida y coescrita por Nicolás Gil Lavedra y basada en la novela homónima de Claudia Piñeiro, parecería ya predisponer y coaccionar una lectura que, en otros países donde la grieta no es un término con tanta carga socio-política, podría pasar a segundo término. A un subtexto, por decirlo de otra manera. Tratándose, sin embargo, de una coproducción argentina, mientras que el timing de la metáfora de Piñeiro en su momento tuvo una frescura casi sibilina, es imposible no sentir que en esta adaptación hay, en el mejor de los casos, inocencia y en el peor, demagogia. El film, en su armado argumental, presenta los ingredientes de una película de género contemporánea. Es decir, una construcción autoconsciente donde se introducen tropos y elementos que provienen de géneros bien establecidos con una vuelta de rosca. Verbigracia: un policial donde el protagonista no es un detective hard-boiled o un cadete de policía tal vez demasiado idealista, sino un arquitecto, Pablo Simó. O una femme-fatale —interpretada con más pena que gloria por Sara Salamó—, cuya agenda, a pesar de que todo lo indique, no implica la caída del protagonista. McKee, el teórico del cine, promueve la reinterpretación de estos personajes tipo con el objetivo de huirle a los lugares comunes y lograr personajes memorables. El problema surge cuando la búsqueda de estos quiebres en el estereotipo son tan patentes que se tiene la sensación de estar en un show de cocina, viendo una receta cumplirse al pie de la letra. Pero volvamos a la trama. La película arranca con la visita de una chica a un estudio de arquitectura donde es recibida por Pablo Simó, el único arquitecto de Borla y Asociados que no es asociado. La chica pregunta por un tal Jara, al que está buscando. Esta pregunta dispara fuertes sospechas por parte de los dueños del estudio y una serie de flashbacks en Pablo, que recuerda haber conocido a Jara un año atrás, cuando éste llegó a la oficina solicitando reparaciones económicas y arquitectónicas por una grieta que apareció en su casa. Jara culpaba a Borla y Asociados por la grieta, aludiendo a prácticas ilegales por parte del estudio en la construcción de un edificio al lado del suyo. Entonces, la acción avanza alternando dos líneas narrativas: en el presente, siguiendo a Pablo mientras intenta descubrir a qué viene el interés de la misteriosa chica por Jara, y en el pasado, donde los flashbacks van armando el rompecabezas de qué pasó con la grieta de Jara. Esta fisura se vuelve la figura que ata conceptualmente los diferentes conflictos que plantea la película. La grieta que se abre en el apartamento de Jara se produce también en la relación de pareja de Pablo Simó. Es también la distancia que aumenta día con día entre las aspiraciones artísticas de Pablo, que quiere construir un edificio vanguardista para mostrar obras de arte, y su realidad como arquitecto que levanta cajas de apartamentos palermitanos donde a las lavanderías se les llama laundries. Y es muchas cosas más, como la distancia entre los poderosos y los peces chicos, y los subtes, y el maniqueísmo inherente a las decisiones éticas, entre otras. Pero no hay que preocuparse, pues el relato hace un esfuerzo para que ninguna de estas metáforas pase inadvertida. Es decir, ese esfuerzo que muchos espectadores quieren realizar cuando se enfrentan a un film que valora su inteligencia. Lo que trae a colación otro tipo de grieta, la que se encuentra entre las películas ejecutadas con cierta competencia, que manejan de forma adecuada los elementos del lenguaje cinematográfico, que cuentan con una fotografía funcional, actuaciones correctas y una historia entretenida, o sea, cine mainstream como Las Grietas de Jara; y las películas de autor, que se atreven a dar un salto con una visión particular, novedosa e idiosincrática del cine, corriendo el peligro de fracasar rotundamente y caer en las profundidades y oscuridades de la tierra. Al parecer, el riesgo todavía es demasiado alto para que sólo existan de las segundas.
En España existe un término, de connotación peyorativa, para referirse a cierta cepa de turistas extranjeros: los guiris. Una breve navegación en la web concuerda en que su origen, al menos en su uso contemporáneo, se remonta a los años sesenta, cuando la mentalidad liberal de los visitantes extranjeros (bien sesentera) chocaba con la ideología tradicional del país bajo el franquismo, que los miraba arrugando la nariz. Hoy en día, un guiri se puede distinguir con facilidad en las principales ciudades turísticas de España, casi siempre con un cóctel en cada mano y el cuello rojo de tanto estar bajo el sol, pagando fortunas por platillos mercadeados como “auténticos españoles”, pero que un local no probaría ni a palos, subiendo los highlights de sus aventuras a redes sociales (y todo lo que hace son highlights, porque un guiri sólo la pasa bien). Es decir, viviendo una experiencia pop que en nada se parece a la realidad, mucho más compleja y tanto menos estéril, con la que es imposible identificarse y que más bien aleja por su hiper-estilización tan forzada. Es una parodia apolítica, gentrificada y descontextualizada de la experiencia. Con el triunfo definitivo en los últimos años de la globalización tecno-cultural, que todo lo aplana y uniforma, podríamos hablar del surgimiento de un nuevo género en el cine: el Cine Guiri. 2 Amores en París (L’embarras du choix), de Éric Lavaine, es un ejemplo paradigmático de Cine Guiri. Grosso modo: Juliette, mujer parisina de 40 años, padece desde siempre de una incapacidad crónica para tomar decisiones. Evidentemente, esta condición la condiciona (valga la redundancia) en sus relaciones románticas, que todas terminan igualmente mal. A diferencia de lo que indicaría el sentido común, Juliette prefiere abandonar su libre albedrío y dejar que decidan por ella, responsabilidad que asumen sin problema sus dos mejores amigas y su padre. Tanto Richard como Sonia y Jojo (ambas mujeres empoderadas y progresistas), le escogen peinados, outfits, trabajos, y hasta parejas sentimentales, y todo parece avanzar con normal anormalidad hasta que una equivocación —que sólo podría atribuírsele a la caprichosa providencia (elemento tan ubicuo en las comedias románticas como las caminatas bajo la luna y los besos en cámara lenta)—, Juliette conoce al primero de sus dos amores en París. Tras un fogoso romance, las cosas se descarrilan y Juliette conoce al segundo de los aludidos en el título, y ahí se dispara el conflicto. ¿Cómo puede esta pobre chica elegir entre dos buenos partidos si es incapaz de tomar hasta la más trivial de las decisiones? Viene a la mente la frase de Cortázar: “Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio”. La premisa es interesante y su tratamiento en el film no deja de plantear inquietudes contemporáneas relevantes: desde las dinámicas de poder intrínsecas en las relaciones, o lo propenso que es el patriarcado, a pesar de las victorias feministas, a recaer en su cómoda posición de jefe autoritario, hasta el valor de las relaciones de pareja una vez que desparecieron las maripositas en la panza y lo que queda es, a la vez, más intangible y más duradero. Desafortunadamente, estamos hablando de una película de Cine Guiri, y como sucede en la olvidable Comer, Rezar y Amar (Eat, pray, love, 2010) y muchas otras, cualquier profundización crítica sobre sentimientos humanos está supeditada a un registro casi publicitario de citas idealizadas en restaurantes parisinos de postal (o en los Jardines de Versalles), personajes tipo salidos directamente de Sex and the City y disgresiones sobre la veracidad de un jamón Pata Negra. “Es cosa de mujeres”, le dice Jojo a su esposo en un momento del film. Pero es imposible no leer esta frase como código para descifrar la intención de la película. Y está errada. No es cosa de mujeres, es cosa de lo que la simplista industria del entretenimiento cree que son las mujeres. No queda más que agregar que las buenas ideas que se mueven bajo la superficie (y casi todo es superficial) del film, así como una que otra secuencia de humor y un par de buenas interpretaciones, hubieran respirado mucho más libres si no hubieran tenido que asfixiarse en la claustrofóbica estructura de las comedias románticas de Cine Guiri.
Cells interlinked, within cells interlinked Pasaron treinta años y, lo más probable, es que nunca dejó de llover. Entonces, la prueba de moda era el Voight-Kampff, test cuyo objetivo consistía en determinar si el entrevistado era o no era un replicante y lo aplicaba personalmente un detective. En el 2049, ser o no ser no es tanto la cuestión, por lo que la prueba tiene otro objetivo y las preguntas las hace una máquina. Son muchas las preguntas que puede hacer una máquina. Rewind a 1962. Vladimir Nabokov publica Pálido Fuego (Pale Fire), novela que muchos consideran su magnum opus. Un ejemplo paradigmático de metaficción, la obra consta de un comentario por parte de un escritor ficcional de un poema compuesto por un poeta también ficcional, y tiene una doble aparición en Blade Runner 2049 (2017). La primera, camuflada por su singularidad casi dadaísta, es una estrofa del poema repetida como un mantra por K. —interpretado con el reconocible (y paradójico) estoicismo emotivo de Ryan Gosling—, en la prueba estandarizada que deben superar todos los blade runners al regresar al cuartel general del LAPD para corroborar un estado psicológico funcional. La otra, esta vez de la novela en cuestión, es tan poco ceremoniosa que podría pasar desapercibida. Sucede dentro del apartamento de K., mientras afuera no merma la neblina alguien sostiene una edición de Pálido Fuego y propone leerlo. Pero, ¿quién querría leer cuando se tiene a Roger Deakins de cinematógrafo, conjurando algunas de las imágenes más poderosas de una carrera ya de por sí excepcional? Nadie. Por eso leamos. Grosso modo: en la sección más dramática del poema, Shade, el poeta que fabrica Nabokov para sus juegos posmodernos, regresa de un desmayo con una visión de apariencia trascendental. Una fuente blanca. La misma imagen que recuerda una mujer cuando le preguntan en un diario sobre su experiencia cercana a la muerte. Por supuesto, Shade, al toparse de casualidad con esta sincronía, siente haber dado con la clave que comprueba la vida después de la muerte, y de paso, justifica su existencia. Sólo para enterarse luego, por el periodista que entrevistó a la mujer, que el diario salió impreso con una errata: lo que vio la mujer fue una montaña, no una fuente. “A mountain”, no “a fountain”. No hay sincronía, ni trascendencia, sólo una equivocación. “A tall white fountain played”, repite K. (a su vez, alusión evidente al personaje de Kafka) en la prueba, y en Blade Runner 2049 la equivocación también impulsa la trama. En este caso y sin develar aspectos del argumento (más que en connivencia con Denis Villenueve, con los futuros espectadores de esta obra maestra), la equivocación de saberse especial. ¿Por qué encarar la crítica de Blade Runner 2049 a partir de una novela de Nabokov? Porque éste, como ningún otro, es un film que funciona en un plano dual, donde sus fortalezas resaltan cuando se ponen a dialogar con otras obras. Y, ¿cómo no hacerlo? Rewind a 1982. Ridley Scott estrena Blade Runner, esa obra seminal del cyberpunk, con la mezcla tan extraña de los tropos del noir, los sintetizadores de Vangelis y las elucubraciones metafísico-paranoides de Phillip K. Dick, y cambia para siempre la forma de hacer cine de ciencia ficción. Son tantas las películas endeudadas con esta visión tecno desoladora, a su iconografía católica, a su versión limítrofe del capitalismo rapaz, a su espacio globalizado que apila lo peor de la cultura, que la lista sería interminable (Terminator, Ghost in the Shell, Cowboy Bebop, Matrix, incluso Wall-E). Blade Runner 2049, más que un caramelito que endulza la nostalgia, es la conclusión lógica de una idea: la original y esta secuela son replicantes una de la otra. ¿Cuál es la que tiene alma? Y si la tiene, ¿ésta dónde anida? No importan las respuestas, por supuesto. Las preguntas son las que verdaderamente movilizan al detective. Lo verdadero no es una condición que se puede cifrar en un código. Es un salto de fe. No es una orden que se acata. Es deseo y desplazamiento. No es un texto singular, es un entramado hecho con versiones parecidas del mismo hilo, un palimpsesto donde cada trazo se siente único sin saber que todos son, esencialmente idénticos, “average Joes”. Es una decisión de creer que las ovejas con las que se sueña, sean eléctricas o de origami o de celuloide, merecen la pena existir.
En un momento durante “Dhaulagiri, Ascenso a la Montaña Blanca (2017), uno de los cuatro montañistas que protagonizan el film se pregunta: “¿Cuál es el sentido de subir una montaña? ¿Para qué?” Y la pregunta tiene mayor densidad que cualquier posible respuesta, como sucede siempre. La interrogante, la forma en que está planteada, el uso de la palabra “sentido” de tan alta factura para la semiótica y el estructuralismo, después de terminar el documental, no puede sino tener reverberaciones simbólicas. Y es que lo que parecen platitudes, frases manidas y lugares comunes, cuando se dicen a 8 mil metros de altura, entre grietas azules que recortan el blanco inabarcable de la nieve, sotto voce y prodigando el poco oxígeno que se le puede pellizcar a la atmósfera sutil del Himalaya, son casi aforismos y máximas metafísicas. ¿Cuál sentido tiene? Ninguno. Como hacer arte y cine y crítica y documentales. Una razón más para hacerlo con pasión e idealismo. Every Love Story is a Ghost Story se titula la biografía del fallecido escritor estadounidense David Foster Wallace, y esta frase se confirma en Dhaulagir, donde las dos historias de amor que se relatan son igualmente fantasmagóricas. Tres amigos de los cuatro que intentaron llegar a la cumbre de la séptima montaña más alta del mundo —los tres que sobrevivieron—, deciden terminar el documental que disparó la aventura y posterior tragedia en el 2008, donde falleció Darío, el líder espiritual de este cuarteto. Más memento mori que in memorian, los sobrevivientes de la expedición a las montañas aledañas a Katmandú, deciden terminar lo que empezaron, completar el documental —esta vez sin salir de Argentina—, y hacer cima metafórica. Lo que no logró su amigo fallecido en la literalidad tan cruda y elemental de los picos nevados. La otra historia de amor latente es la del hombre por la altura, de nuevo léase altura en sus distintas acepciones, un amor platónico por excelencia, que no perturba la indiferencia absoluta de las montañas que, a pesar de su belleza sublime, tan romántica, no pueden amar de vuelta. Porque nada tiene que ver el romanticismo con el amor correspondido. Conceptos herméticos, frases propias del recién converso: “himalayismo: lo más cerca de sentir lo divino. La esencia máxima de la realización del ser humano.” Slang, idiosincrasias propias del lenguaje sectario: “intentar un ocho mil es tener una oportunidad más de realizar un sueño”. Experiencias sublimes, rayanas en lo trascendental: “el montañismo se basa en hacer que nuestro cuerpo lleve por sus propios medios a nuestra alma donde ésta quiera ir”. Alucinaciones lisérgicas disparadas por la hipoxia: “vi los ojos de Buda… empecé a sentir mantras… entré en un estado místico y espiritual que me salvó”. Palabras que en otro contexto, en otro documental, serían hiperbólicas, acá son justas porque las pronuncian unos locos enamorados que tuvieron su bautismo por fuego, justamente con hielo, en las montañas infinitamente verticales de Nepal. Perdieron un amigo, perdieron la sensibilidad en algunas falanges, pasaron 8 años en silencio, distanciados, adoleciendo (el ocho se repite obstinadamente en el film: en 2008 fue que intentaron subir Dhaulagiri, son sólo catorce las cumbres que superan los ocho mil metros de altura en nuestro planeta, etcétera), pero tenían que escalar lo incomprensible, y aún sin tener un porqué, terminar lo que empezaron. “El tramo más difícil de vencer, es el mito de la montaña” dice alguno de los tres amigos. Y sí, sea cuál sea, todos tenemos una montaña por escalar. Acá está la muestra tangible de que siempre es posible hacer cumbre, aunque no necesariamente en el momento ni la forma que se pensaba.
“Existen muchas formas de partir”. Con un adagio de ese estilo podría arrancar el nuevo film de Aki Kaurismäki, y tendría sentido porque situaría al espectador en una frecuencia parabólica. Los films de Kaurismäki funcionan desde un lugar fabuloso (valga la doble acepción), donde nada se parece a la realidad, pero al mismo tiempo, nada es tan real como lo que representa. En El Otro Lado de la Esperanza (Toivon tuolla puolenaka, 2017), que lo hizo merecedor del premio a Mejor Director en la última Berlinale (y al ver los deliveries lacónicos de los intérpretes y el timing preciso en las intervenciones, es evidente el porqué), las formas de partir son dos y colisionan: las esquirlas son tan peculiares como habituales dentro de la obra del finlandés. Por un lado tenemos a Khaled, inmigrante ilegal que recala en Finlandia de casualidad. Tras huir de su Siria natal y padecer infinidad de maltratos en su periplo por el oriente europeo —incluso se ve obligado a separarse de su hermana en la frontera turca—, llega al puerto de Helsinky oculto entre los carbones que transporta un carguero (cual residuo incómodo de una era post-industrial). Cansado de la clandestinidad, decide entregarse a las autoridades migratorias y sus kafkianas burocracias. En el episodio más conmovedor del film, cuando la responsable de aprobarle o no su residencia lo entrevista y le pregunta cómo hizo para llegar hasta el país escandinavo, Khaled responde: “Fácil. Nadie quiere verme”, con la usual distancia irónica y descarnada con la que Kaurismäki tiñe sus diálogos y responde por todos los inmigrantes ilegales que buscan asilo en esta época aciaga para la fraternidad. Pero en ningún momento hay que olvidarse de que se trata de una película del maestro del humor deadpan (padre putativo de Wes Anderson y Jarmusch); es decir, de nuevo aquí como en su anterior entrega en su “trilogía de la inmigración” —que arrancó con El Puerto (Le Havre, 2011)—, incluso en las circunstancia menos auspiciosas existe un tono y una forma kaurismaskiana. Entra, entonces, Wikström. Vendedor ambulante de camisetas, clase media, mediana edad, bien finlandés. Él también deja atrás una vida: se vuelve un inmigrante metafórico, abandonando incluso a su mujer e incursionando en el negocio de los restaurantes. Por supuesto, la ironía de esta “partida” se resalta con distintos tropos: la apuesta de Wikström no es de vida o muerte, es sobre el paño de una mesa de póker (en la que gana con un “arriesgadísimo” all in); el recorrido por distintos países de Wikström no implica el cruce nocturno y clandestino de fronteras, sino cruces étnicos en el menú del restaurante para intentar sumar clientela. Naturalmente, ambos personajes, Khaled el inmigrante real y Wikström el metafórico, se encuentran y el vínculo entre ambos, en medio de la xenofobia y la frialdad de un país que literalmente penetra dentro de círculo polar, es el golpe de efecto que nos hace cruzar hasta el otro lado, donde hay esperanza. Los ingredientes favoritos de la cocina de Kaurismäki están acá: personajes inexpresivos, decorados y props anacrónicos, diálogos intempestivos, juegos donde la música que parece extra diegética en realidad es diegética y tocada en el cuadro por un hillbilly finlandés, paleta a la Fassbinder, una puesta en escena minimalista, y, por supuesto, vodka. Un film político, hiper contemporáneo, que presenta una problemática con una mirada que, de tan despegada, da la vuelta completa y se vuelve cálida. Idiosincracias de una cocina de la que dan ganas de repetir.
No estaría mal tener el influyente ensayo de Susan Sontag Notas sobre lo camp (1984) a mano a la hora de aproximarse al documental El Gran Circo Pobre de Timoteo, producido en el 2013 y que recién ahora se puede ver en algunas salas de la ciudad. En primera instancia, porque el material de trabajo del film, el mítico Circo Show Timoteo —espectáculo que tiene más de 40 años de estar rodando tierras chilenas— es justamente un ejemplo exacerbado (aún más) de la sensibilidad camp. Luego, y no menos importante, para comprender por qué es que el documental fracasa. Dice Sontag: “La esencia de lo camp es el amor a lo no natural: al artificio y la exageración”. Plumas, boas, travestismos, lentejuelas. Se trata ésta de una sensibilidad que subraya lo superficial, en tanto sensual y esteticista, con un completo desdén hacia el contenido. Todos elementos que se reconocen perfectamente en el Circo que lidera el protagonista del documental, René Valdés “Timoteo”. El espectáculo busca efectos y los consigue, casi siempre de manera al mismo tiempo vulgar y naíf. Los disfraces de los transformistas, la música, las flores plásticas, los excesos visuales, todos en pos de lograr texturas y reacciones en la audiencia, aunque estas decisiones hayan sido intuitivas o inconscientes. Sin duda, esta aglomeración de códigos campy fueron el anzuelo que atrapó a la directora y guionista Lorena Giachino Torréns para querer embarcarse en este proyecto. Pero como el amor tiende a nublar el juicio, parece que a la cineaste se le escapó otra de las máximas del manifiesto de la Sontag: “El camp lo ve todo entre comillas… Es la más alta expresión, en la sensibilidad, de la metáfora de la vida como teatro.” Y es que la trama o cualquier delgadísimo hilo argumental que podría sostener el interés por la historia que cuenta El Gran Circo Pobre de Timoteo, si no se perdió del todo a causa de la deficiente mezcla de audio, se cae a pedazos como la carpa con la que Valdés intenta modernizar su espectáculo. ¿Por qué? Porque la gravitas con la que Giachino Torréns carga los episodios siempre se siente forzada y anti-camp. Es decir, al documental le faltan comillas. Los ingredientes están ahí: lo pintoresco y kitsch, la marginalidad cultural, el sentido de comunidad de estos gitanos modernos, están ahí pero injustamente mezclados. Al final, el tono del documental resulta torpe y no se termina de entender la intención detrás de la obra. Porque a diferencia del documental, el Circo Show Timoteo es arte que, diría Sontag, “quiere ser serio pero que sin embargo no puede ser tomado enteramente en serio porque es «demasiado»”. Lo que es demasiado es que se le pida al espectador del documental exactamente lo contrario.
“Los tiempos de Dios son perfectos”, reza la frase popular y es justamente este adagio el que la comedia Una Semana y Un Día (Shavua ve Yom, 2016) intenta desmentir y lo consigue de manera contundente. Los tiempos de Dios, al ser tiempos, son tan relativos e imperfectos como los tiempos de cualquier otro. Entonces, no es casualidad que la ópera prima del director israelí Asaph Polinsky arranque el día en que termina el Shiv’ah —la semana que dispone el judaísmo para despedir a un familiar fallecido— para Vicky y Eyal. Finalmente solos, una vez que partieron los familiares que llegaron a acompañarlos y el cronómetro del Shiv’ah llegó a cero forzándolos a soltar la tristeza, la pareja de padres huérfanos (porque la orfandad funciona también a la inversa), debe retomar su rutina. Y, como es común cuando se padece una pérdida, los intentos por volver a la cotidianeidad son erráticos. Otra frase que miente: los duelos se pelean de a dos. Eyal y Vicky, cada uno como puede pero por separado, encaran el nuevo día siguiendo dos metodologías inversas: Vicky, pragmática, decide regresar a su trabajo y ni loca va a perderse su cita en el dentista. Eyal, romántico, visita el hospicio donde estuvo internado su hijo y empieza una búsqueda quijotesca de la manta con la que éste se cobijaba. Dicha búsqueda introduce en la trama a Zooler, un joven inepto, casi que desempleado y otrora mejor amigo del fallecido, que se vuelve el Sancho de esta historia y acompaña a Eyal mientras da sus pasos en falso buscando sentido entre tanto desconsuelo. Este dúo cervantino produce los momentos cómicos del film con una mezcla justa de deadpan y slapstick, recursos del humor clásico como posibles antídotos para el dolor, tanto o más efectivos que el cannabis medicinal que el par fuma a través de toda la película. Para seguir con los proverbios, uno comprobado: la muerte siempre se vive como metáfora. Es en la lectura de pequeños símbolos que los vivientes creemos acercarnos a una parcial comprensión de las complejidades de la muerte, sin éxito, por supuesto; nadie que está vivo puede entender lo que realmente implica estar muerto. Lo que sí podemos comprender es el dolor ajeno del vecino que también adolece, y podemos empatizar con ese dolor, y sentirnos acompañados en el nuestro. Bajo esta premisa transcurre la catarsis del film, uno de los muchísimos puntos altos de la obra (las interpretaciones y los diálogos son otros dos), que además de completar el arco dramático del protagonista, señala dónde la religión y sus dogmas y sus ritos y sus tiempos se quedan cortos: las despedidas duran lo que duran, ni más ni menos. A veces una semana y un día.
El road movie, ese género cinematográfico que tanto le debe a los textos homéricos y se enmarca en la tradición del Bildungsroman, es tan ubicuo en la historia del canon occidental que parece una perogrullada explicarlo. Sin embargo, es interesante comprender el por qué del apogeo de este tipo de trama a partir del triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Son varios los aspectos coyunturales que podrían justificar el éxito de películas pioneras como Bonnie and Clyde (1967) o Busco mi Destino (Easy Rider, 1969) y la solidificación de los elementos formales que definen este género. Por un lado, los periplos hippies avant la lettre de los poetas beat, yendo de costa a costa y tan bien plasmados por Kerouac en su novela En el Camino, en los años sesentas ya habían fermentado y producido un jarabe anticonformista, antiintervencionista y proliberal. Es decir, tremendo cóctel de rebeldía pop a la venta en cualquier grocery store. Por otro, y de manera casi que contradictoria, el fortalecimiento de la industria automovilística estadounidense había colocado al automóvil en la cúspide de la pirámide simbólica, volviéndose éste el ícono del sueño americano y el escudo de armas del capitalismo. Más de medio siglo después, con el tecnocapitalismo global y su retórica bien acomodados dentro de la cotidianidad latinoamericana y sin dar atisbos de que vayan a irse pronto, la directora y guionista brasileña Caroline Leone prueba su mano con este género en su primer film Por la Ventana (2016) y el resultado es más que interesante. La trama es simple pero no por eso sencilla: Rosália es jefa de producción en una metalúrgica, hasta que por políticas de la empresa (algo de un merger con otra compañía, le comenta por encima un jefe indefinido que habla fuera de cámara) la despiden después de 30 años de trabajo para poner en su lugar a un tipo más joven. José, el hermano de Rosália, es chofer y tiene que viajar en auto hasta Buenos Aires por pedido de su acaudalado patrón (tampoco aparece). No queriendo dejarla sola en este momento difícil, José la convence a su hermana de acompañarlo hasta la capital argentina, y ella, a falta de algo mejor, accede. Los episodios que comprenden la película son consecuentes con el género: paisajes, la ruta interminable, el momento de catarsis, los desvíos… pero a la vez, es este apego a las convenciones formales que hacen de Por la Ventana una deconstrucción crítica de la road movie tradicional. Rosália no tiene nada de heroína romántica y se encuentra a las antípodas de las hipersexualizadas poetisas beat o los rebeldes sin causa. De hecho, el film se encarga de mostrar lo común de su existencia, incluso cuando está de viaje, enfatizando siempre el trabajo doméstico y manual. Rosália pela cables de cobre, Rosália cocina y prepara el café, Rosália lava camisas y borda. Y es justo ahí donde sucede el enroque que socava las expectativas de un avezado en road movies: el viaje es un mientras tanto, porque no importa si la protagonista cambia o no, la sociedad y sus injusticias van a seguir exactamente igual. Significativo es decir que el automóvil de esta road movie es prestado y, una vez entregado, los “héroes” se tienen que regresar en ómnibus. Dos interpretaciones magistrales, de pocas palabras y muchas miradas, por parte de Magali Biff y Cacá Amaral como Rosália y José, respectivamente, son fundamentales para transmitir el clima agridulce del film, que se podría resumir en un diálogo que se da antes de que la travesía haya arrancado: José le cuenta a su hermana que la hija del patrón terminó la facultad y espera el auto en Buenos Aires porque desea regresar a su Brasil natal por tierra, que la chica “quiere disfrutar el viaje”. Rosália, con una nostalgia que trasciende el episodio en cuestión y parece referirse a la vida misma, se pregunta: ¿Quién pudiera? La respuesta por la que se inclina la película es: algunos más que otros.
“Lima, Cuatro, Romeo. Pica Primero, Pica Primero”, la frase que se repite infinidad de veces a través del film Legado del Mar (2017), el primer largometraje documental de Gastón Klingenfeld, resalta sin querer la dualidad paradójica de los símbolos y la lengua. Por un lado, para los residentes de Puerto Rawson en la Provincia del Chubut, este código naútico es de una cotidianeidad absoluta, siendo Pica Primero el barco pesquero más antiguo de la tradicional Flota Amarilla de Rawson aún en funcionamiento, y Lima, Cuatro y Romeo, tres siglas del código fonético internacional. Más que eso, son palabras que evocan en las habitantes del puerto muchísimas sensaciones y recuerdos, ya que las relaciones entre todos los actores sociales de Rawson son tan interconectadas como las fibras de una red langostinera. Por otro lado, para un espectador ajeno a este universo, la misma frase marca el umbral de ingreso a una realidad simbólica tan particular como atractiva. ¿Cómo puede la lengua ser tan propia y tan extraña al mismo tiempo? ¿Cómo podemos acercarnos a la vida y tribulaciones de gente que no es como nosotros y que eso nos ayude a entender nuestra propia existencia? La respuesta que tiene el cine documental a esta cuestión es zarpar desde lo particular para arribar a lo general, haciéndose mano de otro lenguaje para lograrlo: el cinematográfico. Es en el manejo de éste que Legado del Mar se presenta como una propuesta bien lograda. Con la ayuda de entrevistas y testimonios en off, la película hace un recorrido por diferentes personajes del hábitat portuario. Desde el pescador pionero y sus hijos, o los dueños de un moderno astillero, hasta una familia vendedora de pescado y langostinos o el joven “pateador” en necesidad embarcarse, Klingenfeld logra exponer la fragilidad de un ecosistema que gira y suspira en torno al mar y sus frutos. Durante todo el largometraje es imposible no tener la sensación de que en cualquier momento puede caer una tormenta y arrasar con las endebles edificaciones que comprenden el puerto, acabando con todo. El fin del mundo más que una ubicación parece un augurio. Y a pesar de esto, la vida continúa en Puerto Rawson imperturbable, los hijos heredan la ocupación que sus padres heredaron de sus padres, y los langostinos siguen colmando las cubiertas. Como las ubicuas cajoneras de plástico que aparecen en cada cuadro del largometraje y cumplen la tarea que se les atribuya, sea enfriar mariscos o armar una parrilla ad-hoc, las personas se adaptan como pueden y la realidad que parece transitoria se vuelve permanencia y rutina. Fotográficamente, Legado del Mar es impecable, utilizando la luz y sus matices para construir sentido. Contraluces, flares y sombras fortalecen la sensación de que la luz, más que un aspecto estético, es un reloj solar que determina e impone los horarios de los habitantes del puerto. Aunado a esto, música incidental que mezcla estilos (una especie de folklore-klezmer en dos ocasiones) y cámara alzada, hacen que el documental se mueva con soltura entre lo poético y lo caótico. Si hay un aspecto donde el film flaquea es en su estructura dramática. No satisfecho con un armado coral de la vida en Puerto Rawson, como de postales pintorescas sin pretensiones morales, Klingenfeld intenta, en la segunda mitad del documental, forzar un mensaje a la película. Para esto utiliza a las mujeres del puerto, las que esperan a sus familiares mientras están mar adentro y sufren el dorso más angustiante de la ausencia. Si bien los testimonios son conmovedores, el resultado de su incorporación es una confusión en cuanto al tono de la narración, que despierta al durmiente del ensueño tan bien logrado con el resto de los elementos. Un gambito de registro que no aporta mucho a la experiencia. Otra paradoja respecto al lenguaje: a veces lo más elocuente no es decir, sino insinuar.