El hiperactivo Luc Besson está a un paso de convertirse en una caricatura del director prestigioso que supo ser. Corrió mucho agua bajo el puente desde su emblemática El perfecto asesino, pero el francés mantiene inalterables las bases de sus películas: protagonistas solitarios (preferentemente mujeres fuertes) y de pocas palabras, un verosímil de dudosa coherencia interna, una geografía trasnacional aunque con centro en París e historias atravesadas por un humor solapado y autoconciente.
Todo eso aparece elevado a su máxima expresión en Anna: el peligro tiene nombre, un film de espías ambientado en la segunda mitad de la década de 1980 -aunque los celulares, las notebooks y varios gadgets del siglo XXI vayan en sentido opuesto- tan ambicioso como fallido, por momentos ridículo y con una cantidad imposible de vueltas de guión, siempre entretenido, nunca solemne.
La protagonista es Anna (Sasha Luss), una hermosa joven soviética a la que el film encuentra vendiendo mamushkas en una feria callejera de Moscú. Hasta allí llega un reclutador de modelos fascinado con sus rasgos nórdicos que no duda en llevarla a París para que inicie una meteórica carrera en el mundo de las pasarelas. Pero Anna, en realidad, es una asesina a sueldo cuyo verdadero objetivo es muy lejano a la fama y los flashes.
No conviene adelantar demasiados detalles de un desarrollo neurótico y cambiante, frenético y por momentos involuntariamente hilarante, que incluye una cantidad imposible de marchas y contramarchas, de espías soviéticos y estadounidenses que en realidad son otra cosa, y no menos de diez saltos temporales. Cambia también los tonos: Besson pasa de una escena digna de un melodrama romántico a otra de acción por las calles de París, y de allí a los conflictos internos de Anna. Lo hace con la convicción de quien cree profundamente en lo que cuenta, en el poder magnético de una película irreverente y felizmente irrespetuosa.