Con Anna, Luc Besson vuelve a los años de sus primeros éxitos ( Nikita, El perfecto asesino), a un mundo de violencia en el que las mujeres son sus piezas preciadas, a las secuencias extáticas que combinan la moda extravagante de los 90 y el espíritu lúdico del videojuego. Pero ahora su alicaída carrera se nutre también del reverdecer del cine de espías en clave femenina, al que despoja de cualquier trazo de humor autoconsciente para exponerlo en su operatoria más visible de agentes dobles y peleas volcánicas.
Todo comienza con una operación fallida y una terrible matanza en la Moscú de 1985. Cinco años después vemos a Anna (la modelo rusa Sasha Luss) pasar de vendedora de feria a modelo de alta costura, para reconocerla luego como la mejor agente de la KGB en la París de 1990. Ese juego temporal entre pasado y presente se despliega una y otra vez, como las identidades de Anna que alternan disfraces en el ajedrez político del final de la Guerra Fría. La astucia del guion, que pese a lo previsible del género logra hacer efectivas algunas vueltas de tuerca, y la destreza coreográfica de Anna en cada enfrentamiento compensan su falta de complejidad y las repetidas frases sobre la libertad sin emoción alguna.
Pero Besson no aspira a mucho más que a lucirse él y su cámara, a convertir a Sasha Luss en una nueva musa, y a alinear con ironía la geopolítica y el negocio de la moda que parecen ser los más arduos campos de batalla.