BESSON DESATADO
Si en los comienzos de su carrera Luc Besson había entregado varios films más que interesantes, como Azul profundo, Nikita y El perfecto asesino, desde El quinto elemento en adelante se había convertido más en un diseñador que en un cineasta. Peor aún, su cine había ido perdiendo toda clase de personalidad y su rol de productor a través de su compañía EuropaCorp lo había limitado a mero inventor de conceptos entre mediocres y paupérrimos, como las sagas de Taxi y Búsqueda implacable. Pero, cuando menos se esperaba, con su compañía en una crisis financiera casi terminal y múltiples denuncias por acoso, Besson entrega con Anna: el peligro tiene nombre su film más libre y personal en mucho tiempo.
La operación que realiza Besson es en principio bastante obvia: una especie de reciclaje de Nikita, centrándose en una joven rusa hundida en las drogas, el crimen y la marginalidad que es reclutada para desempeñarse en misiones de asesinato al servicio de la KGB. Claro que eso es apenas la punta del ovillo: el relato se desarrolla entre finales de los ochenta y principios de los noventa, con la protagonista como eje de los enfrentamientos y juegos de poder entre la agencia secreta soviética y la CIA, su contraparte estadounidense. Ese entramado funciona como trampolín para toda clase de idas y vueltas temporales, enmarcadas en mascaradas y emboscadas entre los personajes, que son también trampas juguetonas del film hacia el espectador.
Porque la clave de la frenética narración de Anna: el peligro tiene nombre es lo lúdico. La superficie es la de un thriller dramático donde una joven busca dejar de ser rehén de los deseos, objetivos y órdenes de diversas fuerzas en pugna, pero Besson la aprovecha para construir una historia que quema sus propios puentes de manera constante, secuencia tras secuencia. Todo es mentira, pura simulación, un juego que cambia altera sus reglas a cada paso y que al mismo tiempo reclama que el público lo acepte y participe. Lo cierto es que participar vale la pena: si uno como espectador no se toma el asunto muy en serio, la pasa realmente muy bien.
Esa diversión es posible porque Besson recupera la energía casi pasional de sus primeras películas y la combina con un artificio indisimulado, explícito, pero aun así sincero y hasta humano. El cineasta no le teme a las mixturas genéricas ni al trazo grueso –por momentos todo parece una telenovela barata, con triángulo amoroso incluido- y eso no deja de ser un gesto de inteligencia: por ejemplo, con apenas un par de pinceladas, delinea un personaje como el de la jefa interpretada por Helen Mirren que, con su lógica despiadada, es sencillamente adorable. Incluso se permite se inesperadamente feminista, porque Anna es el centro de un film donde los hombres piensan que dominan el terreno pero siempre terminan arrastrados por las acciones de las mujeres.
Contra todo pronóstico, cuando su rol dentro de la industria cinematográfica es cada vez más marginal, Besson se libera de ataduras y mandatos, dejando de lado el facilismo de sus producciones previas y entregando un film libre y liberador. Desde sus trucos y artimañas, Anna: el peligro tiene nombre es film de gran honestidad, una reivindicación del cine de espías como arte de la simulación.