Una apuesta audaz que no termina de convencer
El londinense Joe Wright se ha especializado en dirigir películas basadas en ambiciosas novelas. Luego de Orgullo y prejuicio (Jane Austen) y Expiación: d eseo y pecado (Ian McEwan), ahora es el turno de la monumental Anna Karenina , de León Tolstoi.
Si en las dos transposiciones anteriores había adoptado (con muy buenos resultados) una narración bastante clásica, aquí -a partir de un guión del cotizado Tom Stoppard- opta por una puesta en escena decididamente arriesgada. La audacia se agradece siempre -y sobre todo cuando hay talento detrás (y Wright lo tiene)-, pero esta vez el resultado de esas búsquedas experimentales es parcialmente logrado.
¿Cómo es la propuesta de Wright? En principio, alejada por completo del clasicismo de sus trabajos previos -y de buena parte de los acercamientos tradicionales a los grandes autores-, ya que combina decorados teatrales (los actores incluso aparecen de vez en cuando sobre el escenario y el espectador queda ubicado como parte de la platea de la sala) con virtuosos planos secuencia ligados al más puro y refinado lenguaje cinematográfico.
El resultado es por momentos deslumbrante, pero casi siempre desconcertante. Es que la apuesta por el artificio y cierto regodeo esteticista de un Wright que parece querer demostrar en cada plano toda su categoría de cineasta conspiran contra la potencia dramática, la empatía hacia una gran historia de amor con una heroína trágica con las implicancias emocionales de Anna Karenina. El efecto, por lo tanto, es de distanciamiento, y uno se queda admirando las coreografías, la fotografía o el vestuario (que le valió a la producción un premio Oscar) antes que "sintiendo" la película, algo similar a lo que suele ocurrir con otro brillante prestidigitador -pero que suele apostar por una veta más pop- como el Baz Luhrmann de Moulin Rouge! y Romeo + Julieta .
Esa intensidad que en varios pasajes se extraña por las decisiones del director se ve compensada en buena medida por Keira Knightley, una actriz que demuestra estar a la medida de un personaje de las dimensiones de Anna Karenina. La expresividad de su mirada le alcanza para exponer toda la carga de amor y angustia, de deseo y frustración, de una mujer apasionada que va en contra de los mandatos y prejuicios de la aristocracia rusa de fines del siglo XIX. Una pasión extrema y una riqueza interpretativa que el director no supo, no quiso o no pudo aprovechar en sus múltiples posibilidades.