La muñeca rusa
No debe haber una forma específica ni mucho menos correcta de atreverse cinematográficamente a la que es considerada por muchos como una de las novelas (o la novela) más importantes de la historia de la literatura universal: ANNA KARENINA, de Leon Tolstoy. Muchos han probado y, entre todos los intentos, hay algunos aciertos y muchos más errores. Pero si se piensa en volver a adaptar un texto tan célebre –y tan “adaptado”- como ése, más vale que se tenga alguna idea fuerte como guía.
Joe Wright la tuvo y, a partir de un guión de Tom Stoppard que ni siquiera planteaba la estructura que la película terminó teniendo, realizó una novedosa relectura de ANNA KARENINA: un collage de influencias y referencias, un mix-tape de formatos, que sorprende y confunde, fascina y fastidia, encanta y decepciona. Depende de qué lado se ponga cada espectador (imagino que los fans de la fidelidad al texto la odiarán, mientras que los más cinéfilos la mirarán con curiosidad y mayor o menor encanto), ninguno podrá negar que está ante una construcción muy particular.
¿Cuál es esa construcción? El director de ORGULLO Y PREJUICIO, y la horriblemente titulada en castellano… EXPIACION, DESEO Y PECADO (duele hasta escribirlo) decidió deconstruir el drama de esta mujer casada en la Rusia del siglo XIX que deja todo al enamorarse de un joven y galante Conde Vronsky y reconvertirla en una especie de puesta teatral dentro del cine, algo más cercano al MOULIN ROUGE!, de Baz Luhrmann, que a las clásicas adaptaciones literarias de textos del siglo XIX.
La película arranca sobre un escenario que de a poco se va convirtiendo en otro y luego en otro más hasta que, de a poco, el filme se va escapando de esos confines para trasladarse no sólo a las bambalinas de ese escenario sino al propio teatro, convertido en el set principal de la historia. Pero esto, que puede sonar algo duro y antiguo, es más bien lo opuesto. Wright, un virtuoso de la puesta en escena (y alguien que quiere que sepas que lo es), arma increíbles planos secuencia dentro de ese teatro y, luego, fuera de él, mientras su cámara vuela a través de personajes y escenografía.
Es que si hay otro detalle peculiar en su filme es que buena parte de los “fondos” son ostensiblemente falsos: cartones pintados que entran y salen de cuadro haciendo de un viaje en tren un juego de miniaturas o convirtiendo al propio teatro en un hipódromo, por citar dos escenas clásicas de la historia. En este juego de eternas representaciones, Wright decide hacer del guión de Stoppard y de la novela de Tolstoy un juego de espejos, de ecos, casi como una gigantesca muñeca rusa en la que una capa tapa a otra y a otra y así… Si la vida socialmente aceptable de Anna es una farsa, lo mismo debería representar el filme.
Y eso es lo que, de hecho, hace. La película arranca casi como un musical en el que, si bien nadie canta, todos circulan con una velocidad y prestidigitación geométrico/coreográfica que le hubiera venido bien a la reciente LOS MISERABLES. Aquí es donde Wright más hace recordar a Luhrmann, al punto de que pareciera haber estado estudiando la obra completa del australiano, en especial ROMEO + JULIETA, otro “love affair” con terribles consecuencias.
De a poco, sin embargo, y mientras el drama de Anna crece y su affaire en principio juguetón va cobrando dimensiones socialmente intensas y personalmente trágicas, Wright va reduciendo la velocidad, abriendo los escenarios y, así, la película sale del tono engolado para acercarse a algo más realista. Esa relación forma/fondo quedará muy clara si se opone la manera en la que Wright filma la relación entre Anna (Keira Knightley), su marido (Jude Law) y el Conde (Aaron Taylor-Johnson), y cómo se acerca a la historia de amor, si se quiere más puro, entre Levin (Domhnall Gleeson) y Kitty (Alicia Vikander), con escenas de índole más pastoral y naturalista.
Resumir narrativamente este novelón de 900 páginas, aún en su versión recortadísima de 130 minutos, es algo que excede los límites de esta crítica. Se sabe que el magno texto de Tolstoy abarca prácticamente todos los aspectos sociales, políticos y religiosos de la Rusia del siglo XIX, y es claro que no fue la intención de Wright ni de Stoppard abordarlos exhaustivamente. Lo que hacen en su versión de ANNA KARENINA es referenciarlos, como cuestiones casi de segunda mano.
Eso da paso a lo que para mí son los problemas del filme. Si bien se trata de un trabajo audiovisual y conceptual extraordinario, hay algo en la forma que aleja demasiado a los espectadores del drama de los protagonistas. No resulta una película emocionante ni particularmente dramática, algo que sí tenían las anteriores y menos explosivas adaptaciones del propio Wright. Aquí, el drama parece estar siempre de fondo de los fuegos artificiales de la puesta.
Y, por más brillante que esta puesta sea, con eso no alcanza para convencernos del todo. Vemos ANNA KARENINA extasiados con los movimientos de cámara (o, en algún caso, fastidiados por ciertos momentos cliperos/publicitarios, como los más románticos, por más ex profeso que estén hechos), pero sin poder evitar pensar en… los movimientos de cámara. El artificio lo tapa casi todo y se impone por su propia fuerza voraz a la tragedia. Como en la ficción de ANNA KARENINA, en la puesta en escena de esta adaptación el cuidado de la forma, de las formas, también le gana la pelea a la pasión.