Cuando el artificio sólo muestra los hilos
La adaptación al cine de esta obra de Tolstoi, con el protagónico de Keira Kinghtley, abusa de una puesta en escena teatral que resulta asfixiante y se olvida, entre tanta marioneta, de la pasión y el romanticismo propio de la historia.
Orgullo y prejuicio (2005) y Expiación (2007) habían conformado a una dupla que reinterpretaba a su manera las virtudes y los defectos del cinema de qualité. Es que Wright como director junto a su estrella Keira Knightley, más el prestigio de las obras originales y el aporte del guionista Christopher Hampton, vinieron a ocupar el espacio vacío dejado por el experto Kenneth Branagh y otros cultores de adaptaciones de la alta literatura. La tercera apuesta recae en el dramón de Tolstoi publicado en 1879 con Anna Karenina como centro de una época que se relame en su engreimiento e importancia.
En muchísimas oportunidades la rebelde e insatisfecha Anna Karenina fue adaptada al cine, desde aquella versión de los '30 con la glacial Greta Garbo hasta que en 1997 la bella actriz francesa Sophie Marceau aclaró que el personaje de Tolstoi no tenía exclusividad con el cine y la televisión procedente de Rusia e Inglaterra. Pero entre tanto baile, reconstrucción de época, infidelidades y pasiones palaciegas, Wright y el adaptador Tom Stoppard (otro nombre prestigioso de la cultura británica) decidieron una operación estética singular: concebir al cine como un enorme y ampuloso artificio. En ese sentido, no es criticable la apuesta, ya que eclécticos cineastas adaptaron tal riesgo, por ejemplo, Lars von Trier con Europa (1991), cuando el danés aún no se creía el centro del mundo, y Leonardo Favio con Aniceto (2006) y sus cielos, soles y lunas de papel maché y telgopor. Pero en esta Anna Karenina el recurso se convierte en algo asfixiante, como si el espectador fuera invitado a una representación teatral de marionetas y maniquíes, construidos desde la afectación y la sorpresa inicial que al poco rato deja lugar a un mecanismo de puesta en escena donde jamás se ocultan sus costuras. En efecto, la versión de Wright de la obra de Tolstoi es una extraña y vacía mezcla de "cine de calidad" y amor por el teatro, con la cámara ubicada entre los supuestos espectadores que observan el amor prohibido de Anna (Knightley reiterando su performance-esquema) y el oficial Wronsky (Taylor-Johnson en registro Rebelde Way) frente a la ira y el rechazo de Alexis Karenin (Jude Law, el mejor de los tres), encarnando al cornudo de la corte zarista. Tampoco la película se interesa por retratar a una época más allá de la escenografía, el vestuario, la música y el juego de cucharitas de mayor o menor tamaño de ese siglo XIX. Pero esto no importa demasiado, ya que el problema mayor de Anna Karenina es su falta de pasión y romanticismo frente a tanto artificio y decoración teatral donde el cine pierde la partida. Claro, entre maniquíes y marionetas es más que complicado.