Mamushkas
Joe Wright ha demostrado una afición por las heroínas que van en contra de las convenciones sociales, desde su debut con Orgullo y Prejuicio, pasando por Expiación, Deseo y Pecado y Hanna; la excepción es, claro está, El Solista. Con Anna Karenina va un paso más allá, y la elección de un personaje paradigmático de la literatura rusa va acompañada con una apuesta mayor en su otra obsesión: la puesta en escena por parte de un hombre que lo quiere ver y mostrarnos todo. Para eso, el director utilizó como set un teatro, cuyo escenario pero también sus bambalinas y palcos son transformados ante la cámara en los hogares, instituciones, estaciones y calles de San Petersburgo y Moscú.
Desde el plano inicial, Wright corre el telón para develarnos su representación de la Rusia Imperial de 1874. Y lo primero que nos muestra es a Stiva (Matthew Macfadyen), un burócrata cuya infidelidad es descubierta por su esposa Dolly (Kelly MacDonald) y que en busca de su perdón, manda a llamar a su hermana Anna Karenina (Keira Knightley) para que vaya a interceder por él. Anna y su esposo Karenin (Jude Law) debaten sobre el engaño y el virtuoso funcionario asienta su posición cuando le dice a su mujer que "todo pecado tiene un precio", ante la actitud más laxa de ella. Mientras, Stiva se encuentra con su amigo Levin (Dohnmall Gleeson), un terrateniente que al contrario de otros, se dedica personalmente a trabajar el campo, y que ha ido a la ciudad a proponerle matrimonio a Kitty (Alicia Vikander), hermana de Dolly. Stiva le reclama a su amigo más presencia en Moscú y ante la respuesta de Levin sobre la importancia de sus labores agrarias en comparación a las burocráticas de Stiva, este último sentencia que "el papeleo es el alma de Rusia, la agricultura es sólo el estómago".
De esta forma, Wright demuestra su talento implacable para establecer los temas, sus personajes y adentrarnos en su mundo en los primeros diez minutos del film. En sólo un par de escenas logra presentar los tópicos fundamentales de la novela de Tolstoi: el doble standard de la sociedad rusa respecto a los roles y comportamientos aceptables para hombres y mujeres por un lado, y el germen de una nueva era para el Imperio en debacle, en el enfrentamiento campo versus ciudad.
En el medio el director se despacha con un par de planos secuencias de los que tanto a él le gustan y mediante los cuales reconstruye las dinámicas dentro de un ambiente o institución: ya sea la familia, un organismo estatal o la sociedad entera. Todo el film actúa por bloques de largas secuencias, gracias a encadenados que crean este efecto. La estructura de montaje del film es un gran encadenado que se apoya y construye en la estructura física del set. Al contrario de los que puedan temer algunos, no estamos viendo teatro: estamos dentro del teatro, con los personajes corriendo, dialogando y bailando a nuestro alrededor. La dinámica visual de Joe Wright corresponde más a la de la danza que a la del teatro. La cámara se mueve por los escenarios que arma dentro de otros escenarios, mientras los vemos armarse y desarmarse, como a sus personajes.
La pragmática Anna es la primera en desarmarse al conocer y sucumbir al Conde Vronsky (Aaron Johnson), pretendiente de Kitty que rápidamente cambia de opinión y empieza a seguir a Anna por todo el ambiente aristocrático moscovita. Levin se desarma al ser rechazado por Kitty, se refugia en su campo y la vida agraria, bajo su ética laboral de ascetismo cuasi protestante: pero ésta también está sujeta a la transformación, ante el reencuentro posterior con ella (ya más humilde, después de ser abandonada por Vronsky) y con su propio hermano Nikolai, casado con una prostituta.
El tren, donde primero se conocen Anna y Vronsky y dan inicio a su romance fatídico, sirve para Wright como protensión del destino que tiene una marcha imparable: el sino de Anna y el de la Rusia de sistema feudal basado en la explotación agrícola, que décadas después pasará por la Revolución Bolchevique. Por un lado, la estructura de la película es protensiva en sí (las actitudes que cada personaje tomará ante sus contingencias ya están anunciadas en los diálogos antes descriptos). Por el otro, el tren es el progreso, para el siglo XIX, porque finalmente permite la conexión entre distintas regiones y mercados, el desplazamiento de sus habitantes, pero principalmente el encuentro entre parte de ellos, para seguir desarmando y armando formas de hacer a su nación.
Es que Anna Karenina está armada como una serie (encadenada) de encuentros -por casualidad, por arreglo, a escondidas, como citas establecidas por la agenda social- que son los que ponen en movimiento la maquinaria irrefrenable del destino de cada uno de sus participantes. En cada encuentro, los personajes miran y se dejan ser mirados, porque desean observar y ser observados. Si Anna se esconde de la mirada de Vronsky es sólo para aumentar el anhelo de él, y el de ella. Lamentablemente, una vez que Wright y el guión de Tom Stoppard ubican todas las piezas y las ponen en movimiento, no consiguen que la resolución quede al mismo nivel del in crescendo que han construido. Una vez que las consecuencias alcanzan a Anna, que ha tenido una hija con Vronsky pero si se divorcia de Karenin pierde a su hijo con él y cualquier posibilidad de un lugar respetable en la sociedad, el anhelo da lugar a la angustia. Pero Wright y Stoppard no logran manejar este nuevo tipo de ansia que surge, la del conflicto interno de Anna Karenina y produce un efecto de banalidad del personaje, como si tomara su decisión fatal por meros celos y vanidad social.
El elenco realiza una labor decente en general, destacándose Jude Law como el impasible Karenin, Knightley en su composición de la Anna Karenina pragmática del principio y Matthew Macfadyen en una versión casi bufonesca de Stiva. Pero al contrario de los films anteriores de Joe Wright, donde las formas visuales van de la mano de las interpretaciones para guiar al espectador, en este caso los actores funcionan más como simples piezas de la maquinaria de representación construida por el director.