Brain story Desde su primer largo, Pixar ha explorado –muy acertadamente- la idea de crecer, el cambio interno ante una crisis como el conflicto en sí y no una mera reacción de sus personajes: en Toy Story el que Andy esté creciendo y cambiando de intereses implica la caída del mundo conocido por Woody, en Buscando a Nemo es la obsesión de Marlin por que su hijo crezca y se vaya (voluntaria o involuntariamente), en Monsters Inc. el miedo al desconocido está representado por una nena de 2 años. Siempre la resolución del conflicto implica una nueva etapa en el crecimiento de sus personajes: una maduración que conlleva la aceptación de la desaparición del viejo orden y el proyecto de construcción de uno nuevo: integrar a Buzz Lightyear a la comunidad, un Nemo que puede explorar más allá de los confines de su casa, o monstruos que hacen reír en vez de asustar a los chicos para conseguir energía. Ya sea por su público principal (y la necesidad de un didactismo no condescendiente) o por amor al clasicismo, los films de Pixar responden a la fórmula clásica de la narración: una situación inicial, un conflicto, una búsqueda por volver al estado inalterado del principio y una resolución que lleva a una nueva etapa. O en otros términos: una tesis, una antítesis y una síntesis; con muchísimo énfasis en la síntesis, en el nuevo orden, porque sus personajes siempre están creciendo. Intensamente es la encarnación máxima de esta estructura narrativa seguida a rajatabla por Pixar. El conflicto es literalmente el crecimiento de una de sus protagonistas: Riley, una pre púber quien se muda de Minnesota a San Francisco por una oportunidad laboral para su padre. Nueva ciudad, nueva escuela, gente desconocida que aún están lejos de ser amigos son algunas de las situaciones que tiene que enfrentar. Ahí entra en juego la protagonista dentro de la protagonista: Alegría (Amy Poehler), a cargo del equipo de emociones que comanda el comportamiento de Riley, compuesto también por Tristeza (Phyllis Smith), Desagrado (Mindy Kaling), Miedo (Bill Hader) y Furia (Lewis Black). La pérdida, la desestabilización del inicio opera en estos dos niveles al mismo tiempo: por un lado, la adaptación de Riley a su nuevo entorno y las repercusiones en la relación con sus padres (Diane Lane y Kyle MacLachlan); por el otro, una nueva habilidad de Tristeza de teñir de melancolía a los recuerdos felices que manejan en el centro de operaciones de su cerebro, que deviene en un tira y afloje entre ella y Alegría y a que sean transportadas junto a varios recuerdos de base (los que sustentan la personalidad) fuera de su entorno, hacia distintos rincones de la razón de Riley. Mientras quedan a cargo del tablero Miedo, Desagrado y Furia (algo con lo que cualquiera que haya pasado por la pre-adolescencia puede identificarse), todo el sistema consciente de la niña (su imaginación, sus centros de valores) corren riesgo de colapsar. El objetivo es sencillo: regresar con los recuerdos intactos para que la personalidad de Riley se mantenga inalterada. Pero, como ya dije, esto es Pixar y no hay vuelta atrás. La odisea de Alegría y Tristeza a través de la psiquis de Riley es más intrincada y funciona como un tour de “la mente humana según Pixar”, con su tierra de la imaginación, las islas de la personalidad y el pozo del olvido (noción aterradora ya presente en otras fantasías para chicos, como Laberinto y La Historia Sin Fin). Es la oportunidad para los directores Pete Docter y Ronaldo Del Carmen (también encargados de la premisa) de crear otro tipo de universo multicolor, uno sistemático y funcionalista, donde cada parte tiene una razón de ser, incluyendo el temido pozo a donde van a parar los recuerdos clasificados como innecesarios para el funcionamiento de Riley (y no hay mucho cuestionamiento por parte de las dos emociones salvo cuando las afecta directamente). Ellas serían la única irrupción en la estructura y tienen que volver a su lugar para que el mismo sistema para el cual trabajan incesantemente no las elimine. En el camino, por supuesto, aprenden a trabajar con una nueva dinámica. Intensamente es, sin dudas, la película más melancólica de Pixar. Los personajes de las emociones son, en un principio, esquemáticos, pero funcionan como conjunto. La Alegría de Amy Poehler logra mantenerse la mayor parte del tiempo sobre la fina línea entre su encantadora Leslie Knope (de Parks and Recreations) y uno de esos gerentes de locales de comida rápida que, con una sonrisa permanente, manda a sus compañeros de acá para allá, asegurándose de que sean eficazmente explotados para mejorar el margen de ganancias de la casa matriz en algún país del primer mundo. Kaling, Smith, Hader y Black están excelentemente elegidos (sobre todo las primeras dos como Desagrado y Tristeza) y mantienen un impecable timing cómico junto a Poehler, quien lleva adelante hábilmente las transiciones hacia los momentos más tristes del film. Intensamente despliega, literalmente, todas las emociones. Por momentos, se transluce cierto cálculo en su afán de construirse como una “montaña rusa emocional”, tan prolijamente construido como las estructuras mentales representadas: una lágrima por acá, una sonrisa por allá, agreguemos una carcajada y ahora interpelemos al público con alguna experiencia común a todos que den una pequeña puntada en el pecho y los deje meditando un poco sobre sus propias vidas. Es también, sin dudas, la película más melancólica de Pixar. Al contrario de Up o Buscando a Nemo, que daban la estocada al principio (fieles a los principios Disney), y más cercana a Toy Story y Monsters Inc –pero elevada a la décima potencia-, una pátina de nostalgia cubre todo el film. Su encarnación máxima es el personaje de Bing Bong (con la voz del gran Richard Kind, neurótico por default, acá en faceta de payaso triste), el amigo imaginario que Riley creó para sí misma cuando era más chica. Con él, se vuelven más patente esas preguntas que los adultos (de Pixar) constantemente han planteado a lo largo de los años: ¿Qué dejamos atrás? ¿Qué mantenemos? ¿Qué nuevo orden creamos para nuestras vidas?
Una chica más armada y más peligrosa En el nuevo proyecto del guionista y director Paul Feig (Damas en Guerra, Chicas Armadas y Peligrosas) y la actriz Melissa McCarthy (partícipe y protagonista de ambas películas, respectivamente, además de la encantadora Sookie en la serie Gilmore Girls), ésta última es Susan Cooper, una agente de la CIA relegada al escritorio, que asiste al espía estrella Bradley Fine (Jude Law) en sus misiones. Esto es, hasta que las identidades de todos los agentes de campo se ven comprometidas, y ella se proponga para la próxima misión. Feig y McCarthy le rehúyen al prototipo paródico del espía despistado –pese al título local- que resuelve sus casos por casualidad y que tiene sus representantes históricos en el Inspector Clouseau (Peter Sellers) y Maxwell Smart (Don Adams). La comedia en Spy no pasa por las habilidades de Cooper como espía, ya que queda en claro desde un principio que es tan experta en el manejo de armas y el combate físico como en la logística de las operaciones. El humor pasa por ser un sapo de otro pozo: la chica nunca lo suficientemente cool para que la dejen entrar al club. Pero la vuelta de tuerca es que el club está lleno de gomas. Y obviamente ella es mil veces más piola que sus colegas y enemigos. Sus compañeros ciertamente son bastante esquemáticos y, aunque cumplen sus roles, todo pareciera levemente forzado en el afán de establecerlos paródicos: Jude Law es el rubio distante, perfecto, añorado por Susan. Apenas si se le despeina un poco un mechón tras enfrentarse a dos docenas de hombres armados y un par de explosiones. Rose Byrne juega al estereotipo de villana Bond -con acento búlgaro exagerado y un peinado que la dobla en volumen- y su Rayna Boyanov provee de las mejores interacciones con McCarthy. Jason Statham es la “revelación” en su faceta cómica, como un híbrido de su Transportador, Chuck Norris y el tío exagerado que se la pasa contando anécdotas igualmente épicas e inverosímiles en cada bendita reunión familiar. Sus enumeraciones de cada herida de guerra van en un in crescendo que generan algunos de los momentos más cómicos de la película. Pero como mucho del mejor humor de Spy, pasa por lo verbal y no lo visual. También están Peter Serafinowicz como un agente italiano que apenas si sirve para que Cooper no se deje abatir emocionalmente, Alison Janney (desaprovechadísima) como la jefa que es dura pero apuesta por el personaje de McCarthy, y Miranda Hart como la amigota de la agente y depósito de burlas. Spy está claramente pensada como un vehículo para el despliegue del humor físico y verbal de Melissa McCarthy (y como potencial franquicia), por lo que se estructura como una sucesión de eventos que sirven de excusa para los gags de la actriz. Pero las situaciones no necesariamente llevan al desarrollo narrativo: entramos en una rueda de hámster donde alguien humilla a Cooper, ella se la devuelve con un comentario sarcástico, otro la intenta aplacar físicamente, ella le da un sartenazo, y así… Casi que uno desea que entre Daenerys Targaryen a proclamar que va a romper la rueda. La fórmula se vuelve inmediatamente repetitiva, pese a McCarthy y el elenco (de vuelta, increíble y tan desaprovechado), y no se justifica en su propósito de narrar crecimiento y autoafirmación de Cooper, que es lo que verdaderamente le interesa a Feig. Spy está claramente pensada como un vehículo para el despliegue del humor físico y verbal de Melissa McCarthy. Como en las dos películas previas con la dupla del director y la actriz, uno de los focos es la construcción de alianzas femeninas ante un grupo de hombres torpes, casi inútiles, a los que hay que socorrer constantemente. Ya sea con su jefa, que le da una oportunidad para salir del lugar a la que habían relegado, su compañera que está ahí siempre para ella, o hasta su némesis (ayuda mucho que el guión sepa explotar que McCarthy tenga más química en sus intercambios de insultos con Byrne que con el resto del elenco). Éste es uno de los fuertes de Feig, quien no es la primera vez que dirige un guión propio en cine (o en TV, donde creó la increíble, mítica y efímera Freaks and Geeks), pero que tanto en Damas en Guerra como en Chicas Armadas y Peligrosas había contado con guiones escritos por mujeres. Feig no se destaca por un despliegue visual con marcas propias (su idea de lo espectacular pasa por mostrar los paisajes de las ciudades europeas que sirven de locaciones y algunas peleas mejor resueltas que otras) y así como el humor verbal suele quedar en primer plano por sobre el físico (en muchos casos, por líneas improvisadas que se dejan correr más de la cuenta), el director tampoco logra mantener un ritmo visual que acompañe a las idas y vueltas de Cooper y compañía. La importancia de Spy pasa por si logra el éxito comercial que consiguió ya Chicas Armadas y Peligrosas, consolidando el lugar en la industria, no sólo de McCarthy, si no de una mujer como protagonista en un género que no sea la comedia romántica, el romance, o el drama en general (con mujeres cuyas historias giran en torno a conseguir pareja, añorar y/o directamente sufrir). Si la cercanía del estreno en Argentina al de Estados Unidos sirve como índice de reconocimiento (independientemente de las eternas especulaciones de las distribuidoras respecto al resto de los estrenos tanques en cada temporada) del arrastre de público que empezó a generar Melissa McCarthy en los últimos años, en combinación con las propuestas de Paul Feig y sus películas protagonizadas por mujeres, van bien: Damas en Guerra se lanzó en Argentina casi medio año después que su estreno original, Chicas Armadas y Peligrosas (co-protagonizada por Sandra Bullock, detalle no menor), tres meses después. Spy: Una Espía Despistada se estrena en simultáneo a EUA.
Yo no sé qué le has hecho a mis ojos, pero dejá de hacerlo Hubo un tiempo (no sé si hermoso, después de todo eran los ’90) en el cual podía decirse que Tim Burton hacía -aunque no necesariamente buenas películas- films con una propuesta estética definida. Rápida y sagazmente se convirtió a sí mismo en una marca registrada, se empaquetó y se puso su propio moño de regalo para el consumo infanto-adolescente-joven adulto (si no, pregúntenle a los chicos que usaban todo el merchandising que encontraban de El Extraño Mundo de Jack si Burton es su director o su productor). Después, aún más velozmente, se transformó en su propia parodia. Lo cual es bastante irónico, si se considera que su filmografía se apoya fuertemente en elementos paródicos (como en Marte Ataca). La consistencia narrativa nunca fue su mayor punto de interés. Su especialidad era la creación de momentos que en el sentido común se denominan icónicos, gracias a los ingeniosos elementos expresivos que utilizaba y su facilidad para amalgamarlos con sensibilidad pop, fuera Michael Keaton como un fantasma de dientes pútridos haciendo bailar The Banana Boat Song a un grupo de adultos insoportables o un joven Johnny Depp viendo la muerte de su creador, en una de las últimas apariciones de Vincent Price en el cine. En cambio, en Big Eyes todo es planicie visual. No hay un sólo plano que proponga una relación espacial interesante entre sus intérpretes o entre éstos y los objetos que los rodean (y eso que es un film sobre, justamente, pinturas), como si a la estética plástica e involuntariamente grotesca que se le ha atribuido tanto al kitsch de los retratos producidos por la protagonista como a parte de la obra de Burton se hubiera mezclado con una tremenda insipidez. La historia real de Margaret Ulbricht Keane (Amy Adams) parecía un buen punto de encuentro con, por un lado, la fijación de Burton en los outcasts, los excluidos, los distintos: a fines de los ’50 deja a su primer marido y se establece junto a su hija pequeña en San Francisco, donde sin experiencia laboral previa, y con todos los prejuicios en contra, empieza a trabajar en una fábrica pintando muebles y los fines de semana vende sus retratos. Entra Walter Keane (Christoph Waltz) a su vida, un colega pintor más interesado en la veta comercial que se salteó todo el debate de los últimos miles de años sobre qué es la representación y cuál es el valor social del arte, y la convence a Margaret de tenerlo como esposo y manager. Walter empieza a vender los retratos de niños bucólicos con ojos gigantes que pinta su mujer como si fueran panes calientes (sin ojos gigantes) y los transforma en uno de los más grandes fenómenos del siglo XX que cruzan al consumo masivo con la representación plástica y el pop, ganándose la admiración de, entre otros, Warhol, y la desaprobación de la mitad más uno de la comunidad artística. El gran detalle es que Walter los hace pasar por propios y la fuerza a Margaret a mantener el secreto a puerta cerrada (del estudio donde ella produce en cantidades casi industriales a los niñitos de mirada triste). El Keane impostor establece una división del trabajo en la que él se la pasa en fiestas, cocktails y dando entrevistas, mientras ella vive encerrada pintando. Así, una vez más Margaret queda excluida, esta vez de su propio éxito comercial. La otra cuestión cercana a Burton es la que atraviesa a las pinturas de Keane en sí, que dispararon una disputa sobre si eran arte o no; y si, en tiempos de la resurrección de las vanguardias y el “todo es arte”, entra en juego el buen gusto. Lamentablemente, el director, a quien últimamente la crítica lo tiene a maltraer, encierra este eje al nivel meramente discursivo, en boca de un crítico pomposo interpretado por (quién más) Terence Stamp. Del mismo modo, el guión de (los especialistas en biopics) Scott Alexander y Larry Karaszewski confina –como Walter a Margaret- la historia de su protagonista a una narrativa telefílmica de Lifetime, con todos los altibajos demarcados y en monótona sucesión: “¡soy una madre soltera que necesita dinero y no vendo nada!”, “¡conozco un hombre que no parece ser un cretino como el anterior!”, “¡logramos vender!”, “¡pero mi marido se toma todo el crédito!”, “¡somos un éxito!”, “¡pero yo vivo encerrada y maltratada!”, y así, sucesivamente hasta el momento en que la heroína finalmente deja de ser un ente arrastrado por las circunstancias y se plantea ante las injusticias que la rodean. Amy Adams como siempre compone un buen retrato y es una de las pocas razones para mantener la atención hacia la pantalla, pero su Margaret queda reducida a un personaje sujeto tanto al azar diseñado por Burton como a su esposo. Waltz mantiene un registro bufonesco que va de vendedor de ilusiones baratas como un mago de circo a directamente un villano de vaudeville – mitad comic relief, mitad abusador- con su epítome en la secuencia del juicio Keane versus Keane. Así como en sus últimas películas su licuadora pop pareciera haberse ido de revoluciones, desparramando menjunje en la pantalla, en Big Eyes, Burton pareciera jugar con la noción de la solemnidad como seriedad mal entendida de los dramas kitsch, sin darse cuenta que cae en la misma trampa. Y peor aún, que no le importa.
Domesticar al lobo sin dientes (o por qué la película ‘Cincuenta Sombras de Grey’ no es tan terrible como el libro, lo cual tampoco la convierte en un buen film) En la película En Compañía de Lobos (The Company of Wolves, de Neil Jordan) -cuya historia principal es una reversión de Caperucita en la que una joven virginal se enfrenta a un hombre de experiencia y subvierte los papeles de poder (y contiene la transformación hombre a lobo más erótica del cine)- hay una frase que siempre me gustó y reza que “la lengua más dulce esconde los dientes más afilados”. Éste, definitivamente, no es el caso del Christian Grey de la pantalla grande. Para ello, primero debería de decir algo remotamente interesante a lo largo de toda la película. El mayor mérito de Cincuenta Sombras de Grey (Fifty Shades of Grey) es ser una película tolerable, y en su primer hora entretenida, a pesar de su materia prima. En esta encarnación cinematográfica, Christian Grey (Jamie Dornan) es un empresario que con sólo 27 años es multimillonario (vía el conglomerado de su familia) y el único tipo de relaciones que mantiene con mujeres son contractuales: ya sean sus secretarias, o las chicas con las que establece una interacción dominante-sumisa, en las que él determina qué tienen que hacer ellas dentro y fuera de su Habitación Roja, su cuarto de juegos sado-masoquistas. Hasta que llega la joven virginal Anastasia Steele (Dakota Johnson) a su vida, por supuesto. Las principales mejoras implementadas por el guión de Kelly Marcel pasan por este personaje. La Anastasia modelo cine viene con (y sabe usar, al contrario de su contraparte novelesca) celular, computadora y mail. Detalle no menor para una mujer de 21, en el siglo XXI. Y aún más importante, tiene personalidad. Todas sus exclamaciones nedflandereanas de la novela, como “Holy Cow!” o “Holy crap!” mientras Grey la azota o la coge en cuatro, son reemplazadas por frases de mayor calibre intelectual (lo cual no es una proeza en sí, considerando la paupérrima prosa de la versión original) y automordidas de labio. Desechados el monólogo interno y la ridiculísima figura de diosa interior que el libro utiliza como vehículo para expresar las emociones del personaje, Marcel encamina inteligentemente las características de Anastasia hacia la acción física (un requerimiento básico de las traslaciones al cine que muchas veces se pasa por alto). De la inexperiencia inicial atravesada por la torpeza y el titubeo, a la paulatina entrega hacia Grey y los placeres que va descubriendo, hasta la toma de decisión final tras hallar su determinación; todos los cambios pasan por cómo pone el cuerpo, tanto el personaje como el de Johnson en sí. Dakota, quien ya había demostrado su timing cómico en la breve existencia de la sitcom Ben and Kate, demuestra ser la decisión más acertada de casting en la ola de franquicias que componen la mayoría de la oferta cinematográfica. Como ya dije, más que interpretar, pone el cuerpo. Queda clara su predisposición tanto a ser “la chica de al lado” que proponen la directora Sam Taylor-Johnson y Marcel en un principio, la novata que sigue el tour sobre todo lo que nunca quiso saber sobre S & M de la mano de su guía personal, el inexpresivo Mr. Grey, a quedarse completamente expuesta física y emocionalmente ante su inmutable contraparte masculina. Taylor-Johnson y la guionista Kelly Marcel no son hacedoras de milagros, pero pudieron sortear uno de los aspectos más problemáticos del personaje titular: que era explícitamente abusivo, más allá de autodefinirse como un dominante (en la práctica de Bondage, Dominación y Sado Masoquismo, quien toma el rol activo de control en las actividades) en la novela de E. L. James en la que se basa la película. Para ello, abandonaron varios momentos del libro: su ruptura de la principal regla del BDSM al no respetar las palabras seguras (dichas por el/la dominado cuando quiere parar), cuando directamente trata de estúpida a su pareja, cómo la aísla de las otras relaciones de su vida, y que hasta le diga que no importa a dónde se escape, él la va a encontrar y traérsela de nuevo, porque es suya. Aún así, mantienen la fórmula de Grey como un modelo de héroe romántico, solo en su torre (en este caso, su oficina y su departamento), cuya distancia emocional se justifica con traumas de la infancia, el equivalente contemporáneo del “ser atormentado” byroniano que debe ser “curado” por la heroína. Sin embargo, no consiguen resolver el otro gran problema inherente a la figura de Christian Grey: es un personaje inmensamente aburrido. Su atractivo pasaría así por su físico, su determinación para conseguir lo que quiere, y todos sus juguetes, dentro y fuera de la habitación roja. No ayuda que Jamie Dornan lo interprete como un muñeco Ken asesino serial (nadie le avisó que se salga de su personaje psicópata de la serie The Fall, igualmente ritualista) que sonríe de forma más aterradora que la peor representación de un pedófilo y tiene los ojos más muertos que el tiburón de Jaws, pero que alegremente se saca la camisa y repite una y otra vez variaciones de sus frases favoritas: “Sos mía, mía y sólo mía” y “Yo no puedo tener una relación normal”, momentos en que sale a relucir el Grey versión libro. Dornan pareciera más concentrado en sobresalir en las técnicas físicas de un dominante que en generar un mínimo de empatía hacia su (anti)héroe, ya sea con su coestrella como con el público. Esta tarea recae en Johnson, como así el humor inicial que plantea el film. El otro gran acierto de esta traslación es la autoconciencia frente a un producto que originalmente se toma demasiado en serio a sí mismo. Así, mientras Dornan recita sus líneas de estoy-tan-traumado-que-no-puedo-dejar-que-nadie-me-toque-y-tengo-que-controlar-todo-en-mi-vida-incluyendo-a-mi-pareja, Johnson puede darse el gusto de la mirada incrédula de quien es en principio sólo una observadora participante. Y Taylor-Johnson y Marcel pueden, a su vez, darse el gusto de armar la escena de la negociación del contrato entre Anastasia y Grey que incluya el debate de fisting y plugs anales en una película mainstream, mientras Johnson mantiene el completo control del diálogo cómico con un par de arqueos de cejas y la cadencia calculadamente natural de sus palabras. Lamentablemente, a medida que el personaje de Anastasia se involucra en el mundo de Grey, la guionista y la directora buscan involucrarnos a nosotros también mediante el contagio de la seriedad mal entendida de su Christian hacia el resto del film, tiñéndolo de solemnidad cuando quieren dejar en claro que lo que están haciendo es un ROMANCE con mayúsculas incluidas. Ante la poca química entre las estrellas de un film, queda siempre el recurso de meter paisajes grandilocuentes, el cual la directora exprimió seguramente pensando en cada una de las entradas que iban a venderse. Por ende, la relación entre Anastasia y Christian ocurre principalmente en las alturas: su oficina y su departamento con vista a todo Seattle, su helicóptero privado sobrevolando la ciudad de noche, un ultraliviano con el que dan piruetas sobre el horizonte de Georgia. En cambio, las interacciones con amigos y familia transcurren mayoritariamente a nivel de la tierra. El romance pasa entonces por él llevándola de paseo por las alturas y por “rescatarla” de ciertas situaciones en las que ella no necesita ayuda. El mayor mérito de Cincuenta Sombras de Grey es ser una película tolerable, y en su primer hora entretenida, a pesar de su materia prima. El sexo en sí es, como muchos anticiparon, BDSM light. Al mismo tiempo que acertadamente desplazan el miedo que Anastasia siente hacia él en el libro por (un más sano) miedo a probar algo nuevo, hacen hincapié en la predisposición de ella a superarlo y ceder nominalmente el control (y la de Dakota a pasarse el 40% de la película completamente desnuda). Taylor-Johnson maneja apropiadamente los tiempos de los primeros encuentros, fragmentando los cuerpos cada vez más desnudos de sus protagonistas en planos cerrados para crear la anticipación de cuando se encuentran ya unidos en un plano más abierto. Una vez que se adentran en la habitación roja y las prácticas S &M, la urgencia deja paso a una predominancia de la técnica a la que no logra infundirle goce, como lo hacían La Secretaria de Steven Shainberg y Erin Cressida Wilson o los pinku eiga de Satoru Kobayashi. Así, el in crescendo que la directora logra crear junto a las editoras Anne V. Coates y Lisa Gunning en las primeras escenas sexuales, escatimando el campo visual pleno y simulando la exploración de partes específicas del cuerpo de Johnson, construyendo una expectativa por la embestida de Grey (con su pene nunca visible), es reemplazado por un catálogo de posiciones que podemos encontrar en cualquier revista Cosmopolitan de los últimos veinte años. El objetivo de trasladar Cincuenta Sombras de Grey a una película es claro: hacer plata. Sin embargo, pese a estar imbuida en una producción de estudio de gran presupuesto, grandes expectativas de recaudación, y grandes restricciones por parte de la autora del libro y de la industria cinematográfica como comercio en sí, Taylor-Johnson tenía la oportunidad de hacer algo más. Sin embargo, con Marcel mantuvieron el modelo -que engloba desde La Bella y la Bestia a Mujer Bonita- del mal entendido romance entre el héroe torturado y tortuoso y la heroína que lo puede salvar subvirtiendo las reglas del contrato inicial (pero hasta ahí nomás, sin sacudir completamente los roles de género). Aunque encontraron en Dakota Johnson el vehículo perfecto para infundir un poco de autoconciencia sobre la misma estructura viciada que reproducen, la suficiente para apaciguar las mentes progresivas y culposas por pagar la entrada para ir a ver “ésa película”. La suficiente, también, para que Anastasia domestique a su lobo, al que la directora y la guionista le limaron los dientes, pero al que no le pudieron poner sabor a su lengua.
El triunfo de la obviedad Desde su punto de partida, St. Vincent contiene innumerables clichés de la comedia dramática indie estadounidense, incluyendo (sin repetir ni soplar): Un niño demasiado inteligente para su propio bien (Jaeden Lieberher), que acaba de mudarse con su madre soltera (Melissa McCarthy) al barrio y al colegio, donde es víctima de bullys. Un viejo amargado y solitario (Bill Murray, el Vincent titular) que conoce al niño (es el vecino de al lado), se relaciona con él reticentemente (le hace de niñero porque necesita plata) y se abre a nuevas experiencias y relaciones. La trágica historia de fondo del viejo amargado que “justifica” su cinismo para con el mundo y muestra que tiene más matices; porque las apariencias engañan y no hay que juzgar a un libro por su portada, muchachada. Personajes marginales simpáticos con sólo referencias veladas sobre las vidas de mierda que llevan porque principalmente están para ser simpáticos (como Naomi Watts haciendo de una stripper/prostituta rusa y embarazada que tiene encuentros con el personaje de Murray) (Ésa es una frase que jamás creí que iba a escribir). Un straight man (o personaje serio, con sentido común, que sirve de contraste a las payasadas del personaje cómico), esta vez en la figura de la madre responsable aunque sobrepasada por las circunstancias (McCarthy). Situaciones poco creíbles dentro del verosímil construido por la misma película y el género al que suscribe, como una madre que llega a la instancia de un juicio por tenencia sin saber que su hijo estuvo semanas y meses paseando con un viejo putañero, alcohólico y apostador. Bullys que se transforman en amigos. Representantes de instituciones autoritarias que son copados (el hermosamente irlandés Chris O’Dowd haciendo de cura maestro que acerca a sus alumnos a la religión desde una visión contemporánea y cotidiana). Bill Murray (se) explota acertadamente en su etapa de viejo cascarrabias y el casi abandono del histrionismo a favor del deadpan. Situaciones amenazantes que pierden todo su peso una vez solucionadas, sin consecuencias (como matones que van a romperles las piernas a alguien pero cuando lo dan por tal vez muerto nunca chequean si sobrevivió y les da pereza insistir en reclamar su pago). Una banda sonora indie y amena. Sin embargo funciona. ¿Por qué? La respuesta, como ocurre con muchos otros interrogantes de la vida, es Bill Murray. Su Vincent no es unidimensional. No se “cura” de su miseria milagrosamente. De hecho, a lo largo del film, su situación económica y física va desmejorando. Sin embargo, es consistente con su forma de ser. Sigue siendo un amargo alcóholico putañero, pero también continúa ayudando, con la misma reticencia. Aunque St. Vincent responde al tropo de la redención, no hay una salvación definitiva para Vincent, sólo seguir sobreviviendo. St. Vincent es, también, uno de los films donde Bill Murray (se) explota acertadamente en su etapa de viejo cascarrabias y el casi abandono del histrionismo a favor del deadpan, después de su re descubrimiento a través de Perdidos en Tokio y sus trabajos con Wes Anderson, esquivando las variaciones en piloto automático que ha entregado en algunas películas de la última década. El actor tiene particularmente buena química con Naomi Watts (quien logra darle algo de vida a su personaje brutamente delineado y sin trasfondo), así como con Melissa McCarthy y el pre-puber Lieberher. La primera, aunque cumple, no está cómoda en el papel del straight man. Se le notan las ganas de andar corriendo y tropezándose junto a los hombres del reparto. El segundo evita todas las muecas e impostaciones de muchos de los niños actores. Chris O’Dowd, pese a un rol que sólo le sirve para acumular secundarios hasta llegar a su primer protagónico en Hollywood, le encuentra la vuelta para darle encanto a un personaje que podría haber sido insufrible de no ser por su metro noventa de carisma irlandesa. Theodore Melfi propone visualmente tan pocas ideas como desde la historia: travellings vertiginosos para los momentos de aventuras, planos centrados y fijos cuando hay figuras de autoridad. Su máximo logro para St. Vincent, pareciera ser, fue el conseguirse un excelente elenco.
Sangre, sudor y lágrimas (sobre el platillo) Charlie Parker se convirtió en Charlie “El Pájaro” Parker cuando Jo Jones le lanzó un platillo por la cabeza. Terence Fletcher (J. K. Simmons) cuenta la anécdota en varios momentos de Whiplash: Música y Obsesión (Whiplash), como un mantra que su alumno, Andrew (Miles Teller), debiera interiorizar. Su gran latiguillo, sin embargo, es el “not quite my tempo“: otra consigna a absorber y hacerse (literalmente) carne por el joven baterista que quiere ser de los grandes y está en su primer año del Conservatorio Schaffer (a efectos dramáticos, el mejor de E.E.U.U.) cuando Fletcher lo recluta para la banda que dirige dentro de la institución, semillero de futuros músicos del Lincoln Center, entre otras perspectivas deslumbrantes para el joven de 19 años. El tempo (la velocidad de ejecución de la pieza musical) en sí mismo es la estructura y el leit motiv de Whiplash. Cada golpe de palillo que Andrew da sobre los platillos, cada miembro de la banda que se para repentinamente y queda disciplinadamente inmóvil como soldado de terracota ante la entrada del profesor a la sala de ensayo, cada gota de sudor y/o sangre que cae sobre los parches de la batería se suceden como las onomatopeyas en la versión 60’s de Batman (crash! pow! bam!). Hasta las cachetadas que Fletcher le da a Andrew son rítmicas (y desde su visión, pedagógicas). Pero el de Whiplash no es necesariamente un ritmo armónico: está lleno de disonancias que hacen a la melodía, como el lanzamiento de una silla por la cabeza de Andrew por parte de Fletcher. En Whiplash hay que temer por la salud física y mental de los músicos de la banda cada vez que la música se corta abruptamente. Si el terror es la incertidumbre absoluta hacia qué es lo puede suceder, J.K. Simmons es terrorífico. Su Fletcher es un hombre de mediana edad, fibroso, con remeras ajustadas que marcan cada inflexión de su cuerpo como se le marcan constantemente las venas en su cabeza prolijamente pelada, cuyos ojos parecieran salirse de las cuencas cada vez que le grita a Andrew o a otro de sus alumnos-víctimas. Pero el profesor sabe que sólo mediante la coerción no puede conseguir el consenso de su banda; también está la cooptación bajo la promesa de un futuro brillante para quienes lo acaten. Su método para quebrar y modelar a sus alumnos es tan militar como su caminar: el viejo policía bueno y policía malo, pero dos en uno. El hombre que en tono de confidente les cuenta anécdotas en el pasillo es el mismo que puede humillarlos a grito pelado hasta hacerlos llorar. Y Simmons maneja a la perfección no sólo estos dos estados expresivos de su personaje, si no todas sus intenciones subyacentes, que oculta magistralmente a Andrew y a la audiencia. Miles Teller (quien parece querer mostrar desde films como The Spectacular Now que es afiliado a la escuela de “actores-intensos-que-adoran-a-Marlon-Brando”, aunque con muchos mejores resultados que el ahora insufrible Shia LaBeouf) se pone a la altura del desafío, consiguiendo un rapport increíble con Simmons al mismo tiempo que encarna el proceso de su personaje, quien va de joven ingenuo y ambicioso a hombre determinado… y ambicioso. No es difícil hablar de Whiplash: Música y Obsesión como El Cisne Negro del jazz. Los temas e incluso muchos planos son similares. Como cuando la cámara sigue a Andrew, su nuca y hombros, mientras recorre los angostos pasillos del Conservatorio Shaffer, que para el público común son sólo el detrás de escena pero acá sirven de escenario principal para el verdadero conflicto; al igual que en la película de Aronofsky ocurría con los pasillos de la compañía de ballet a la que pertenecía Nina (Natalie Portman). Los espacios en los que se mueve Andrew son reducidos, opresivos, como los planos son cerrados o encuadrados con marcos internos (paredes, puertas que recortan aún más el campo visual) y plagados de tonos oscuros, generalmente tonos maderas. El encierro –de los espacios antes mencionados, pero también de las relaciones con su padre y la chica (Melissa Benoist) con la que empieza a salir- acompaña a las exigencias y transformaciones psíquicas y corporales que atraviesa. Sin caer en los elementos oníricos esquizoides que utilizaba Aronofsky para mostrar el mismo proceso de autodestrucción para la autoconstrucción de un nuevo “yo”, Damien Gazelle (director y guionista) apela una vez más a los planos detalles cerradísimos de las manos sangrantes de Andrew, intercalados con los de la batería en plena acción. Estar en la famosa y venerada Studio Band de Fletcher no es sólo una competencia (consigo mismo y con los demás): es una competencia de resistencia. La ambición de Andrew es el complemento perfecto de la tiranía perfeccionista de Fletcher. El director construye un in crescendo a fuerza de planos cerrados hasta llegar al duelo final, los veinte minutos más electrizantes del 2015. El deseo de autosuperación es un tema recurrente en la filmografía estadounidense, pero tiene dos tendencias en cuanto al enfoque con la que se lo suele tratar. Positivo cuando se trata de superar obstáculos específicos: ganar un partido, un campeonato o torneo (piensen desde Fama a Ritmo Perfecto, pasando por la gran mayoría de los films deportivos). Negativo cuando se quiere llegar a ser el mejor de todos como objetivo general (el caso de El Cisne Negro). Damien Gazelle construye visual y dramáticamente la tensión a través de las presiones internas y externas con las que debe lidiar Andrew en su deseo por ser el mejor. Y si bien en Whiplash: Música y Obsesión lo utiliza como motor dramático, no emite mayores comentarios morales al respecto. El director construye un in crescendo a fuerza de planos cerrados intercalados sucesivamente al ritmo de los estándares de jazz hasta llegar al clímax, un duelo final que, casi sin palabras de por medio, lo dejan a uno más al borde del asiento que cualquier secuencia traumática de una película de terror. Son los veinte minutos más electrizantes que seguramente vean en el 2015. Aunque la película no tome una postura moral definida, sí presenta dos modelos de vida y masculinidad binariamente opuestos con los que convive Andrew, en el proceso de convertirse en un hombre él mismo. Por un lado, Fletcher. Por el otro, su propio padre (Paul Reiser), representante de la mesura (y también la falta de toma de riesgos en la vida), el que lo ve desde las bambalinas con una mezcla de admiración (por su talento) y preocupación (por las consecuencias de ese talento). Y el que le recuerda a su hijo que Charlie Parker era El Pájaro, pero que voló sólo hasta los 34 años.
El mismo amor, pistolas más caras Así como Comando Especial utilizaba a su favor la autoconciencia de ser el relanzamiento de un producto televisivo de los ’80, en un mar fílmico de secuelas y reboots donde un guión original queda más perdido que la isla de Lost, Comando Especial 2 aplica la misma fórmula de tematizar –por momentos hasta el cansancio- que es una secuela, bajo el gastado lema de que las segundas partes nunca fueron mejores, al que convierte en una profecía (deliberadamente) autocumplida. El encargado de explicar cómo la estructura de la película replica a la primera es el jefe Hardy (Nick Offerman, quien continúa con su eficiente variación cinematográfica de su personaje de la serie Parks and Recreation) al reenviar a los detectives Jenko (Channing Tatum) y Schmidt (Jonah Hill), tras otra misión fallida, al comando especial aludido, ahora situado en la calle Jump 22. En los primeros minutos Hardy ya vaticina (cual coro griego unipersonal y con mostacho), en un monólogo casi ininterrumpido, los vaivenes que sufrirá la dupla a lo largo de la investigación a realizar, que es exactamente la misma que en la primera película –atrapar al proveedor de una nueva droga- con la diferencia que esta vuelta deben infiltrarse en una universidad en vez de un colegio secundario. De la misma forma que establece el doble juego de jefe/productor de cine que les avisa a Jenko y Schmidt cuán mala idea le parece que copien verbatim la operación/película previa, les informa reiteradamente que ante el éxito inesperado de la misión/film anterior, tienen mucho más presupuesto para armas/cámaras y el cuartel/set. Más plata y la confianza en la química ya probada exitosa de la dupla Tatum y Hill significó que el guionista Michael Bacall (responsable también de Comando Especial, Proyecto X y Scott Pilgrim) podía dar vía libre a un mayor nivel de barbaridades encarnadas en la disparidad del atlético Jenko y el nerd-ya-no-tan-nerd Schmidt, parejos en su idiotez. Y lo hace, pero auto restringiéndose a la estructura bromántica en la relación entre los detectives (que siempre en cierto punto tienen un desencuentro para volver a unirse hacia la resolución) y en la configuración del caso, que los lleva a mezclarse con la fauna joven –y toda la serie de chistes sobre “esto es lo que hacen los chicos de ahora para divertirse”-, y en el que fallan una y otra vez hasta atrapar al villano “sorpresa”. El desborde, siempre bienvenido, viene por la cantidad. Más es más para Bacall y también para la dupla de directores Phil Lord y Chris Miller, que le tratan de sacar todo el jugo al dúo Tatum-Hill con gags físicos cada vez más desafiantes y una relación cada vez más tiernamente homoerótica. Lord y Miller se han destacado en los últimos años, tras un inicio más que prometedor con Lluvia de Hamburguesas, en tomar productos por encargo e imprimirles su propia marca, a fuerza de chistes metatextuales, tanto en Comando Especial como en La Gran Aventura Lego, convirtiéndose en un hito contemporáneo de autores dentro del sistema de estudios. En este caso, como Bacall, se dejan llevar por la fórmula y hacen llover referencias como confeti (o como los productos cárnicos de su primer film animado). Que la nueva oficina del Capitán Dickson (interpretado por Ice Cube) parezca un “cubo de hielo” es sólo uno en una serie larguísima de guiños referenciales a lo largo de la película, que si uno parpadea se los pierde; como una persecución en el campus en un mini auto que se acelera al momento de pasar frente a un edificio llamado Benjamin Hill. Tal como predecía el jefe Hardy al comienzo, Comando Especial 2 gana tracción hacia la resolución cuando se despega de la armazón del anterior y ya pasó más de una hora de metraje. Lo que no se repite esta vuelta, lamentablemente, es el elenco secundario que acompañe y sostenga al show dual de Tatum y Hill. Si en Comando Especial estaba el gran secundario de la nueva comedia norteamericana Rob Riggle (al cual incluyen en una extensa escena bajo la excusa de una visita carcelaria) y la excelente Brie Larson, que fluía en su timing cómico junto a Hill, en Comando Especial 2 los compañeros de clase son una versión más highschoolmusicalizada. Amber Stevens es el interés amoroso de Schmidt y es poco más que un poster hablante. Mejor incursión es la de Wyatt Russell (ex jugador de hockey e hijo de Kurt Russell y Goldie Hawn, una versión en rubio de su padre) como líder de una fraternidad que desarrolla un bromance “paralelo” con Jenko. La revelación viene de parte de Jillian Bell (ex guionista de Saturday Night Live) quien acribilla con chistes a Hill sobre cuán viejo está para estar en una facultad, y no sólo es la única del “elenco universitario” en poder seguirle el ritmo, si no también en subir la apuesta en su interacción con el ex chico Supercool. Tal como predecía el jefe Hardy en un principio, el film/caso gana tracción hacia la resolución cuando se despega de la armazón del anterior y ya pasó más de una hora de metraje. Lord y Miller están más a gusto cuando la acción sigue un ritmo casi esquizofrénico, como en sus ya clásicas escenas triperas a puro goce tecnicolor, a las cuales incluyen hábilmente en cualquiera de sus productos. Los directores pueden, recién entonces, terminar de dar rienda suelta a toda su grandilocuencia, para dejar fluir las caídas y trompadas, los abrazos entre Jenko y Schmidt, y los chistes sobre penes. El súmmum son los créditos finales, donde el gag metatextual se repite a mayor velocidad y mayor cantidad de cameos, actuando por acumulación. Comando Especial 2 es, sin duda, efectiva, pero pese a su estrategia de “el que avisa no traiciona” no escapa a cierto desgaste, sobre todo por la extensión de ciertas escenas en su primer hora. Ante la inevitable comparación, queda como esos alumnos diez del secundario que, al entrar a la universidad, batallan con el cambio y pasan a formar parte del rango medio de los promedios.
El club de los cinco Mientras suena la introducción de I’m Not in Love de 10cc (esa balada hermosa de los ’70 que condensa un himno a la negación, la falta de compromiso, y, seamos honestos, sobre cómo portarse en general pésimamente en una relación), sobre un fondo negro se aclara que es el año 1988 en la Tierra. Sentado en una sala de espera de hospital, con los auriculares de su walkman puestos, está un pequeño Peter Quill, al cual arrastran a saludar a su mamá, postrada por un cáncer terminal. Él hace un desplante infantil, la madre llega a balbucear algo sobre su padre ausente y, tras un “momento Bambi”, Peter es abducido por aliens. Veintiséis años después, Peter (Chris Pratt) es un saqueador que va de planeta en planeta buscando objetos por encargo o para revender, mientras intenta infructuosamente hacerse conocido como Star-Lord en el tipo de actividad en la que se hacen muchos enemigos y un grupo reducido, pero fiel, de amigos. Las dos primeras secuencias plantean inmediata y eficazmente el espíritu que James Gunn, el director (y escritor junto a Nicole Perlman), propone para Guardianes de la Galaxia. Si ya en Slither y Super había demostrado su capacidad para hacer convivir al humor con la oscuridad en películas de género, en Guardianes se perfecciona, mezclando –pero sin que se desdibujen- la ciencia ficción con la comedia física, el humor negro, las referencias pop (desde el soundtrack, pasando por la fetichización del walkman de Peter, hasta la alusión más escatológica que se pueda hacer de Jackson Pollock), aunque abandonando el cinismo predominante de sus films previos en pos de una emotividad más apta para todo público, sí, pero también menos preocupada por el cancherismo y sin miedo a caer en alguna que otra cursilería. Y Chris Pratt, con el rostro aniñado pero de quijada fuerte, es el artífice ideal para encarnar al líder carismático. Gunn ha sido muy explícito en entrevistas sobre la influencia de films de aventuras y ciencia ficción de los ’70 y ’80 en su primer largometraje de gran presupuesto. Aún así, sorprende lo casi paradigmáticamente spielbergeriana de la premisa con la que apostó a presentar la historia del líder de este nuevo grupo de “héroes menos pensados”, propuesto para expandir el universo cinematográfico de Marvel: un chico sin padre que debe forzosamente confrontarse al momento del fin de su infancia, pero en cambio parte hacia una aventura intergaláctica en la que permanece hasta bien entrado en la adultez. Sus compañeros de travesía son, justamente, la fantasía hecha realidad de cualquier chico: Rocket (con la voz de Bradley Cooper, quien supo darle mejor uso a parte de su acento de American Hustle) un mapache mercenario resultado de experimentos que es simultáneamente un kamikaze peludo y el responsable de los mejores one liners (chistes de una frase) de la película; Groot (con voz de Vin Diesel), un árbol humanoide que junto a Rocket pueden armar los peores desastres para después generar la misma la ternura que un personaje de Jim Henson; Gamora (Zoe Saldana, esta vez pintada de verde), hija adoptiva del villano Thanos, pero con una agenda propia, y Drax (el luchador Dave Bautista) una masa de músculos en busca de venganza. Todos comparten reputaciones igualmente dudosas y traumas de su pasado como el motor de sus acciones. La dinámica que se establece entre los protagonistas a partir de su enfrentamiento inicial y su eventual colaboración para escapar de una cárcel espacial, funciona en base al lugar estereotípico de cada uno y no a pesar de ello, dándoles al mismo tiempo una vuelta de tuerca, expresada de forma eficaz y simple. Gamora es la perfecta máquina asesina que no puede creer estar trabajando con un grupo de inútiles, y que hasta los quiera; Peter es el arengador del equipo, que pese a que no cree en sí mismo logra que los demás lo hagan (y Chris Pratt finalmente puede explotar su manejo de los tiempos cómicos como protagonista, después de años de papeles secundarios); Rocket es el comic relief, inestable y explosivo, con un trasfondo más taciturno; mientras Drax puede explotar el juego -un poco trillado- de la bestia ilustrada y el pasar de una venganza solitaria a trabajar con y en pos de otros. Groot es Groot, y con eso basta y sobra. Chris Pratt finalmente puede explotar su manejo de los tiempos cómicos como protagonista, después de años de papeles secundarios. La excusa para el cruce fortuito entre todos es el robo por parte de Peter de un objeto denominado orbe, a escondidas del grupo de saqueadores al que pertenece. Prácticamente anecdótico, como la mayoría de los dispositivos catalizadores (aunque con mucho menos peso que su análogo, el Tesseract de los Avengers), también servirá para que media galaxia los persiga: desde los saqueadores (quienes además de abducir a Peter, lo criaron) comandados por Yundo (Michael Rooker, colaborador de Gunn desde Slither, y aunque más parco que su Merle de The Walking Dead, es igual de letal) hasta el anticlimático villano Ronan (un Lee Pace inflado a fuerza de gomaespuma y CGI), secuaz de Thanos (supuestamente Josh Brolin) quien tiene una breve y olvidable aparición. Salvo Yundo (quien inspira más temor en un par de movimientos y miradas que las otras potenciales amenazas), estos villanos también resultan poco más que una anécdota, nenes encaprichados con un juguete poderoso enojados porque otro chico se los quitó. Al contrario de Avengers, Gunn y Perlman se encontraron con el desafío de presentar un grupo nuevo de héroes con los cuales el público debe empatizar rápidamente, además de mostrar literalmente toda una galaxia (y sus dinámicas geopolíticas) en el espacio temporal de sólo un film. Tarea difícil que resolvieron con un bombardeo de información dialogada, desde nombres de planetas y civilizaciones a la mitología de origen del mismísimo universo. Una decisión que podría haberles jugado en contra si no fuera porque todos los elementos trabajan a favor de la relación dentro del equipo de los guardianes. Pero en Guardianes de la Galaxia no sólo el diálogo funciona por la fuerza centrífuga de la batidora pop que es James Gunn: los estímulos audiovisuales son incesantes, sean peleas cuerpo a cuerpo, disparos laser o gags físicos, los chistes son disparados constantemente como las municiones de la metralleta de Rocket, los obstáculos como los escenarios, que van desde una cárcel a una cantina (¡hola Star Wars!), con un par de naves espaciales en el medio. No son espacios ascéticos o minimalistas en tonos, la ciencia ficción de Gunn es de colores fuertes que estallan y metal gastado a golpes. El soundtrack, centrado en hitos –ya sea comerciales o de culto- de los ’70 y ’80 funciona como el metatexto de la relación entre los protagonistas y su transformación de individuos a equipo; desde la apatía de la antes mencionada I’m not in love, pasando por la vulnerabilidad amorosa expresada en Fooled around and fell in love y Come and Get Your Love, para terminar despejando cualquier duda sobre el amor/amistad entre los guardianes con I Want you Back de los Jackson 5. Por si fuera poco, hacen apariciones los casi himnos Moonage Daydream de Bowie en su etapa Ziggy Stardust y Cherry Bomb de las proto punk Runaways, y Escape (The Pina Colada Song) es la elección para musicalizar un intercambio de golpes. La amistad que nace entre los Guardianes no sólo es el núcleo del film, también es su redención como personajes, incluso más que su intento por salvar a la galaxia de los villanos. Su verdadero heroísmo radica en crear un lazo permanente entre ellos. Y ese lazo es el que genera que como público queramos ver ésta y más entregas de esta saga.
Sé lo que hiciste el verano pasado En un año donde en Francia se aprobó el matrimonio igualitario, pero al mismo tiempo surgieron múltiples y violentas manifestaciones en su contra en varias ciudades del país, Alan Guiraudie presenta El Desconocido del Lago, un film que postula distintos tipos de relaciones –homosociales, homoeróticas y homosexuales) entre hombres. Franck (el flaquísimo y alto Pierre Deladonchamps) frecuenta durante el caluroso verano francés un parador en el lago local que hace las veces de punto de levante para los hombres gay de la zona. Allí se hace amigo de Henri (Patrick d’Assumçao) un hombre de mediana edad recientemente separado de su novia, que va al balneario por la tranquilidad. También conoce a Michel (Christophe Paou), un bigotón bronceado que parece la versión francesa de Rocco Siffredi y con el que flirtea frente al reproche del novio de este último. El film vira de un registro de la vida cotidiana en un balneario de levante a un policial, bajo el mismo tono realista y desprejuiciado. Conformada por viñetas que siguen siempre a Franck en sus encuentros furtivos (y explícitos) en los bosques, sus charlas con Henri y sus chapuzones bajo el sol sofocante que pega en los cuerpos colorados y desnudos de hombres -jóvenes y viejos, flacos y gordos- en El Desconocido del Lago los otros personajes entran y desaparecen de los planos sin que sepamos su origen ni su destino, como el protagonista que a duras penas sabe quiénes realmente son más allá de sus nombres. Entre estas escenas se cuela (desde la mirada de Franck) el asesinato del novio de Michel y el film vira de un registro de la vida cotidiana en un balneario de levante a un policial, bajo el mismo tono realista y desprejuiciado con que el director y escritor Alan Guiraudie filma las relaciones sexuales entre sus personajes. De la misma forma en que cada escena de El Desconocido del Lago implica una segmentación del registro prácticamente documental de la cotidianeidad de Franck y el parador, el director se acerca a los coitos del protagonista y sus conocidos como si los diseccionara. Como sintagmas sueltos, se suceden los planos fijos con torsos superpuestos, dos bocas que entrecruzan sus lenguas, una cara hundida entre las nalgas de otro, o una eyaculación sobre un abdomen. Paralelamente, el entorno natural recibe el mismo tratamiento, en el que cada plano queda enmarcado el follaje y el lago, filmado con luz diáfana durante el día y sumido en una casi plena oscuridad en las escenas nocturnas. Pareciera que Guiraudie estuviese ilustrando un libro de ciencias naturales con la sección “el hábitat balneario de levante gay: su flora y fauna”. Una afición por la biología (vegetativa y humana) no es el único indicio del siglo XIX en El Desconocido del Lago. Franck es un romántico que pide a sus partenaires sexuales del momento que lo besen cuando está por llegar al clímax y, como los del movimiento del siglo mencionado, no se pregunta a sí mismo por la linealidad con la que concibe a sus pulsiones eróticas y tanáticas al perseguir el cuerpo y el amor de Michel (el femme fatale con mostacho), pese a saberlo peligroso, y se arroja a él alegremente, dispuesto a destruir su ego en su unión. Henri funciona en este caso como un Ello, su protección y la autoconciencia que él no tiene. Con él, Franck explora –y Guiraudie propone- una noción del amor distinta, también muy presente en el romanticismo decimonónico: la de un amor puro, casto (Henri le reconoce haber estado con otros hombres en tríos que tuvo con su ex novia, pero no se identifica como gay), que inherentemente contiene un sacrificio potencial por parte de uno de los dos. El inspector Damroder (Jérôme Chappatte), quien investiga el asesinato -y el otro único personaje heterosexual- también le provee sus advertencias al protagonista, pero desde una institución; una completamente heteronormativa como lo es la policía, la misma que durante mucho tiempo ha reprimido a la comunidad LGBTQ y que ha reforzado –junto a otras instituciones sociales- su marginalización. Que Franck no lo escuche, por lo tanto, puede obedecer a su carácter del ingenué o a no querer hacerle caso a un representante de quienes han perseguido a quienes son como él. En la crítica original que escribí después de ver El Desconocido del Lago en el Festival de Mar del Plata, le reprochaba justamente el terminar sumándose a la (larga) lista de productos culturales que narran un romance gay dentro de una estructura trágica. Esto no quiere decir que El Desconocido del Lago no cuenta por momentos con un humor seco; desde los diálogos entre Franck y Henri hasta un gag con un masturbador serial, desarrollado a lo largo del film. Pero no puedo dejar de reconocer el equlibrado manejo del director para no establecer causas y consecuencias de forma lineal. Hay establecimiento sutil de cómo cierta clandestinidad –disfrazada bajo el tan francés laissez faire- en la que se enmarca, desde la organización de los paradores, a los hombres gays locales incide no sólo en las rutinas de éstos si no también en la posibilidad de que ocurra un asesinato y varios de los eventos posteriores a él. Pero Guiraudie jamás establece juicios al respecto, prefiriendo abrir el juego ante la mirada del espectador. Pese al planteo triangular muy de manual del ingenuo en peligro, potencial asesino y héroe con destino de sacrificio (y que el film termine siendo otro producto que asocia el romance gay a la tragedia) El Desconocido del Lago construye admirablemente el surgimiento de una amistad franca entre dos hombres, en paralelo al pasaje del bucolismo veraniego a la tensión de un noir a plena luz del sol, entre yuyos crecidos y con el lago del fondo.
Juguetes del destino Así como en los últimos años los Transformers y Batalla Naval tuvieron sus propias películas, ahora es el turno de los Legos, los ladrillos de plástico para jugar a construir. Mientras los primeros son juguetes que representan robots aliens que pelean entre sí y el segundo es un juego de mesa que consiste en hundirle el barco al oponente (y en la pantalla grande también se las ingeniaron para incluir a extraterrestres), los Legos son los menos beligerantes: después de todo, son unos muñequitos amarillos y un conjunto de bloques cuya razón de ser es construir otras cosas, no destruirlas. De ahí la gran incógnita sobre qué irían a hacer Phil Lord y Chris Miller (Lluvia de Hamburguesas, Comando especial) con el guión y la dirección de La Gran Aventura Lego. Sin embargo, la dupla respondió a todas las expectativas y siguen demostrando ser uno de los dúos más creativos en el Hollywood actual. Por suerte, Miller y Lord tienen en claro que la dialéctica destrucción-construcción no es necesariamente una oposición y que es la base misma de la narración como la conocemos. Siempre hay un orden que se destruye para que los protagonistas lo restituyan o construyan uno nuevo (generalmente, para mejor). En el caso de La Gran Aventura Lego, el Orden es con O mayúscula, en un universo de Legos separados por mundos temáticos (los piratas, los espaciales y así con todas las franquicias del juego) dirigidos por el Presidente Negocios (Will Ferrell en la voz original), quien es tan intolerante del caos que planea inmovilizar a cada uno de sus habitantes con pegamento ante la amenaza de un grupo de resistencia compuesto por maestros constructores, quienes pueden construir a su propio gusto y no siguiendo las instrucciones como el resto de la población. Entra en escena el obrero constructor Emmett (que en la versión original tiene la voz de Chris Pratt, esa hermosa bestia cómica rubia que pronto protagonizará Guardianes de la Galaxia) y, con él, el tópico del “elegido”, recurrente en las películas distópicas pero atravesado por el tropo de “confusión de identidades” tan común en las comedias. Es que Emmett es uno de esos simples ciudadanos de la ciudad Lego, inmovilizado metafóricamente (bueno, metáfora dentro de los parámetros del mainstream americano, seamos piadosos) por una industria cultural de medios que mantienen a los habitantes pasivos para con su destino, hasta que encuentra la Pieza de resistencia que lo designa como el elegido para liberar a los Legos y es reclutado por los maestros constructores, comandados por Vitruvius, Estilo libre (el interés amoroso de Emmett) y Batman-lego. La premisa es una Matrix pasada por plástico amarillo (y aún así el protagonista tiene más expresión facial que Keanu Reeves) en la que subyace la idea de una revolución desde el pueblo (siempre iluminados por una pequeña vanguardia que los concientiza sobre su alienación) pero cruzada por ese principio tan del capitalismo americano de que todos en el fondo somos especiales y que, si nos lo proponemos, podemos. En La Gran Aventura Lego, los chistes (el gran consuelo para los adultos acompañantes de niños a las salas y la principal atracción y justificación para los que vamos children-free) se suceden con timing casi sin dar respiro; como la presentación del resto de los personajes, que van desde Superman acosado por Linterna Verde a Donatello el pintor, Donatello la tortuga ninja, la Mujer Maravilla, Han Solo, Lando y Chewbacca. En la versión original, las voces estuvieron a cargo de gente como Charlie Day (Benny el astronauta de los ’80), Nick Offerman (el pirata Barba Metálica), Morgan Freeman (Vitruvius), Will Arnett (Batman), Elizabeth Banks (Estilo libre) y hasta Liam Neeson, quien hace del esquizofrénico Policía Bueno/Policía Malo que bajo las órdenes del Presidente Negocios persigue a los protagonistas. Lamentablemente, acá sólo se estrena la versión doblada al “español latino”, por lo que nos llegan chistes y voces tamizadas por supuestos reduccionistas del mercado de homogeneizar a su audiencia y bajar costos, sin brindar la opción del subtitulado. Afortunadamente, la dupla Lord y Miller entienden mejor a su público y sus capacidades intelectuales, y como ya lo habían demostrado en Lluvia de Hamburguesas, se preocupan por presentar un producto donde la animación no sólo es proeza técnica si no un medio para jugar. En La Gran Aventura Lego se dan el gusto de articular a los personajes con movimientos estructurados y toscos como los Legos originales y de incluir secuencias neo-psicodélicas más cercanas a la mente de un soldado de Vietnam pasado de LSD que a las zonceras mal alimentadas por la cultura pop que suelen ser muchas de las animaciones para chicos. Las referencias de los directores y guionistas son muchas y bien utilizadas, como la de una vuelta de tuerca en la historia hacia el final del film, que lo acercan a cierta corriente en los ’70 y ’80 que mezclaba animación con acción en vivo y, sobre todo, a la noción de “película para la familia”. Este giro, que no voy a spoilear pero es muy importante así que lo llamaré LA GRAN VUELTA DE TUERCA, le quita agencia de decisión a los personajes. Pero por otro lado, resignifica gran parte de La gran aventura Lego, sobretodo cierta violencia expresada en grandes explosiones y Legos que salen volando por los aires. Lo que Lord y Miller mantienen como constante y lo que convierte a la película en una “gran” aventura, es la diversión. Y recordarnos que, después de todo, es sólo un juego.