Anna Karenina como artificio escénico
La recreación de la Rusia de Anna Karenina despliega un juego de ingenio que no pierde esencia. La película de Joe Wright se mueve entre el desenfreno de la pasión y los decorados perfectos. Y a pesar de Keira Knightley, su actriz.
Es comprensible que una nueva versión de Anna Karenina se realice. Por un lado, porque ninguna fuente literaria podría tener expresión cinematográfica consumada; por el otro, porque el cine mainstream hace refrito todo el tiempo. Y también, porque la tarea del inglés Joe Wright es recurrente en lo que a películas "de época" refiere. Es el mismo nombre detrás de títulos como Orgullo y prejuicio (2005) y Expiación, deseo y pecado (2007). Dosis de romance con atisbos de melodrama, que contagian también a otro de sus films: El solista (2009), con Jamie Foxx como un músico callejero que captura la atención del periodista Robert Downey, Jr. La única "excepción" sería Hanna (2011), film de espionaje y acción desmedidos, cercanos al espíritu del cómic Kick Ass. Todas, eso sí, películas demasiado frívolas.
Frívolas porque hay una exposición de formas que, antes que construir maneras de pensar el cine, no son más que florituras retóricas. En estas películas pueden observarse, según el caso, reconstrucciones almibaradas, besos demorados, buenas intenciones y -pensar en Hanna- balaceras y patadas de coreografías sin nervio. Ni qué decir de El solista, donde la corrección política se disfraza de parábola y se convierte en una lágrima cada vez más gorda por sentimentaloide, difícilmente emocionante.
Ahora bien, con Anna Karenina hay más de lo mismo pero no. O, por lo menos, un manto de ambigüedad hace que la película tenga mejor suerte. Tal vez sea la plasmación de la Rusia zarista, que baña de frigidez a los personajes y, en este sentido, pueda justificar la usual falta de emoción del cine de Wright. Es decir, la fastuosidad de cuento de hadas adinerado que significa el zarismo habilita la dosis correspondiente de imaginería de palacios o casas fastuosas. También de campesinos segando durante una luz amarilla. Pero, en vistas de lo que de veras importa, en el film hay una grieta que aparece y que responde a la obra de Tolstoi.
Entonces, y de cara al acento que significa el personaje principal, todo lo demás se explica desde allí. Y por atender al lugar que el régimen zarista destina al amor, a la pasión, es que la película sabe salir airosa. Aún cuando la responsable de encarnar este malestar incurable sea Keira Knightley, ya presente en las anteriores películas del director, de un mantra algo rústico en lo que refiere a despertar deseos. Aspecto del cual, vale recordar, tan buen partido supo sacar David Cronenberg en Un método peligroso. En este sentido, la Knightley tiene una figurita acorde para la cobertura de torta de casamiento que el cine de Wright suele ser.
El lector habrá tomado cuenta de la ambivalencia de esta nota. Pero, aún cuando se mencione lo dicho, Anna Karenina está bien y mejor que cualquiera de los films citados. Porque encuentra una manera formal que sorprende, al asumir un juego fílmico de mixtura teatral. La Rusia de esta Anna Karenina es el resultado de bastidores, intérpretes, libretistas, proscenio, plateas, escenario, maquetas, cine. El primer momento del film obliga a un maremágnum de situaciones, que dislocan espacialmente la pantalla para develar las convenciones de lenguaje y finalmente construir la ilusión espacial. Hay un trabajo casi de filigrana en este aspecto, pleno de detalles, tantos que hacen necesaria una nueva visión para captarlos plenamente. Es cierto que avanzado el film la sorpresa inevitablemente mengua, pero no pierde acierto: como lo supone la carrera de caballos o el baile de salón, todas instancias resueltas desde una misma sala teatral, capaz de ser moldeable de tantas maneras como se quiera. Como si se tratara de una gran casa de muñecas hecha película, dentro de la cual, de hecho, aparecerá otra, como juguete y como referencia metalingüística.
El detallismo del film aparece, como ejemplo, en el reflejo sobre los cristales de los anteojos de Karenin (Jude Law), durante el viaje en carruaje con Anna. Allí, apenas, puede vislumbrarse el fuera de campo, el paisaje que atraviesan, recortado por el cuadradito mismo de la ventanilla, mientras la cámara sólo atiende al plano y contraplano del diálogo, dentro del carruaje. Situaciones como ésta hay muchas. Otra más, y de cita cinéfila: en el momento de la siega, la cámara adopta el punto de vista de la misma hoz para reproducir su movimiento y tarea, es decir, al ras del suelo; mismo recurso que empleara Sergei Eisenstein en Lo viejo y lo nuevo (1929). (Por las dudas, eso sí, un paralelismo como el que se refiere sólo llega hasta allí, hasta el guiño cómplice, lejos de la búsqueda formal e ideológica practicada por el cineasta soviético).
Mientras tanto, en el medio de esta Rusia de cartón pintado se mueve, atrapada, Anna. Entre el matrimonio, la paz social, el deseo reprimido, el deseo liberado, el desafío imperdonable. Hay una alusión rápida a su destino, con un trencito de juguete bañado de nieve falsa. También una coincidencia de malestar, que será espejada y dará cuenta del desequilibrio en la escala social, allí cuando el operario del tren quede cercenado por la locomotora, pero también antes, cuando su rostro negro de carbón espante el blanco inmaculado de Anna. Presagios de desenlace que articulan la tragedia y dan cuenta de la esencia del melodrama. Lo que no se pierde en el camino es el declive de una manera social que ya es decadencia, que se rodea de esplendor pero entre paredes algo descascaradas. Dada la obsesión del realizador para su recreación, estos aspectos adquieren suma importancia.