El realizador Joe Wright ha filmado, hasta ahora, solo adaptaciones literarias (“Orgullo y prejuicio”, “Expiación”). Sin embargo, ha encontrado el cine en ellas. Aunque ha tenido traspiés (la “moderna” “El solista”), cuando se dedica a los trajes de época logra –paradoja– verdaderas películas. Con “Anna Karenina”, enésima versión de una novela perfecta –lo que implica un riesgo gigante–, decide mostrarle al espectador que el “film de época” es siempre un artificio extremo, y que la propia novela, con sus ocultamientos y mentira, trabaja sobre el juego teatral de las apariencias.
El resultado es de un gran impacto visual, que complementa de modo irónico y trágico lo que les sucede a sus protagonistas. No hay decorado de más: justamente el espectador comprende que algo se mueve detrás del decorado, algo que finalmente acabará con Anna y con su mundo. Los intérpretes comprenden bien el juego y lo juegan con enorme precisión: Jude Law es el retrato de Karenin, Aaron Taylor- Johnson es Vronsky. Pero el peso absoluto cae sobre la espalda de Keyra Knightley, una de esas actrices que comprende que el cine es movimiento. Aquí no tiene que correr o pelear como en “Piratas del Caribe”, sino deslizarse y ser, al mismo tiempo, carnal e inmaterial. Y devora al personaje de tal modo que logra amoldarlo a sí misma, disolviendo al mismo tiempo cualquier exceso literario. El film vale por sí mismo y por ella, no por el prestigio de la novela.