El caos (positivo) contra el orden (negativo)
Hay films que desconciertan, que obligan al espectador a dejar pasar un tiempo, a digerir las imágenes, hasta acomodarse apropiadamente. Más si después hay que escribir sobre la película en cuestión. Algo así me sucedió con Anna Karenina, film que ratifica (una vez más) a Joe Wright como uno de los cineastas más interesantes de los últimos diez años, aún dentro de cierta irregularidad.
Los dos primeros films de Wright, Orgullo y prejuicio y Expiación, deseo y pecado, pueden ser vistos superficialmente como correctas adaptaciones de novelas británicas, con relatos fluyendo eficientemente. Pero eso sería un error, o como mínimo un diagnóstico superficial, porque desde el inicio el realizador, a través de la combinación pensada y elaborada de planos secuencia, planos detalle y planos generales, sumados a una inusual atención a los diálogos y la significación de los sonidos y/o música, va configurando un mundo, una mirada propia. Del primer error deriva el segundo, porque muchos juzgan a El solista y Hannah como obras desconcertantes y a la vez fallidas (en el sentido de “andá a saber qué quiso hacer este tipo con esto”). Y lo cierto es que estas películas, situadas en la contemporaneidad, sirven como trampolín para repensar o reafirmar contenidos y formas de sus predecesoras, dejando explícitas las obsesiones de Wright: las configuraciones políticas y clasistas de las sociedades que analiza, y cómo estas resuenan en nuestra vida cotidiana actual; la figura femenina como centro del relato, con sus sentimientos, sus virtudes y miserias, su posicionamiento frente a lo que dicta el contexto, su punto de vista incluso sobre el hombre (El solista vendría a ser una excepción, con sus dos protagonistas masculinos, aunque incluso ahí la mujer es determinante); e incluso la revisión de las reglas genéricas, con sus postulados ideológicos, marcos estéticos, estereotipos, construcciones narrativas y horizontes de espectadores.
Pues entonces, ¿cómo entra dentro de todo esto Anna Karenina? Es más, ¿para qué llevarla a la pantalla grande, cuando ya tuvo tantas adaptaciones? La obra de Tolstoi es, en primera instancia, un trampolín que utiliza Wright para montar una puesta en escena en la que el dispositivo teatral es usado como base para las herramientas más utilizadas en su cine: el montaje y el plano secuencia como instrumentos sintéticos de la narración. En segundo lugar, como exploración de las fragilidades, el artificio y la hipocresía de un régimen como el zarista, que ya se estaba cayendo a pedazos, preanunciando el surgimiento de la revolución bolchevique.
Pero finalmente (y principalmente), Wright filma Anna Karenina (y a la Anna que encarna Keira Knightley) como reafirmación de su propio (y personal) cine, que es esencialmente sobre el caos. Pero no el caos como algo esencialmente negativo, sino como algo positivo, enriquecedor, o al menos digno de ser pensado, porque viene de los impulsos individuales y/o humanos. En su filmografía, asistimos a historias con protagonistas que cuestionan lo establecido, que tiran patadas contra las estructuras. Puede pasar que esa alteración de las organizaciones sirva para volver hacia al final a un lugar similar, aunque no necesariamente de la misma manera, como en Orgullo y prejuicio; o que la acción de una persona repercuta en otras de formas inesperadas, como en Expiación; o que el encuentro de dos seres deje en evidencia las miserias de un sistema, como en El solista; o que las jerarquías se alteren, como en Hannah. O que suceda todo eso junto, como en Anna Karenina, con un adentro mecánico y opresivo, y un afuera liberador y sincero.
Anna Karenina es la apuesta máxima de un realizador como Wright que, desde el orden, el detallismo, la perfecta estructuración, va hilvanando un progresivo caos. Toda una paradoja la de este director, cada vez más humano y humanista.