Una muñeca maldita recargada
La muy floja Annabelle (2014) surgió como un desprendimiento (spinoff en la jerga de la industria) de la notable El conjuro (2013), que el año último tuvo una más que digna secuela. La doble saga continúa ahora con la segunda parte de Annabelle, que, sin ser ninguna maravilla, resulta ampliamente superior a su predecesora.
Tras dejar en claro su capacidad para el género en Cuando las luces se apagan, el director sueco David F. Sandberg ratifica sus condiciones de sólido narrador y regala, a partir de un guión elemental que apela a elementos básicos del género de terror, como las muñecas diabólicas, los niños con (y en) problemas y las viejas casonas, unas buenas dosis de suspenso, tensión y, claro, unos cuantos sustos.
Samuel Mullins (Anthony LaPaglia), que se dedica a fabricar y vender muñecas artesanales, y su esposa, Esther (Miranda Otto), pierden a su hija en un insólito accidente. Doce años más tarde (plena década de 1940), aún devastados por la tragedia, abren su casa a seis huérfanas y a la monja que las cuida. Entre ellas aparece Janice (Talitha Bateman), la más vulnerable de todas porque la poliomielitis la ha dejado con una pierna ortopédica y luego en silla de ruedas. Ella será la protagonista de un film construido con indudable profesionalismo y que, por suerte, está más cerca de los hallazgos de la saga de El conjuro que de la mediocre entrega inicial de Annabelle.