Hay demasiados ejemplos de sagas que superaron las tres secuelas y que mantuvieron su nivel de calidad. El Padrino, Rocky, Misión Imposible o Toy Story son ejemplos contundentes. Sin embargo, siempre existe cierta aprensión justificada cuando un producto como Anabelle empieza a multiplicarse de manera compulsiva.
Sin embargo, Anabelle vuelve a casa, debut cinematográfico del guionista Gary Dauberman (It, La Monja, entre otros títulos) exhibe un grado de seriedad artística del que carecía Anabelle 2. Al menos durante la primera hora, no tiene nada que envidiarles a las mejores películas de terror de los últimos años.
Si bien no pretende ser original en ningún momento y se somete a todas las reglas comerciales del género, consigue algo que siempre va a estar más allá del cálculo lucrativo que rige a esta clase de producciones. Sus personajes resultan creíbles y tienen motivaciones coherentes que los impulsan a actuar como actúan.
Así las infaltables a adolescentes protagonistas no se reducen a ser chicas lindas y bien dotadas para el aullido, las perfectas víctimas de su propia ingenuidad, sino que son conscientes de lo que hacen y de por qué lo hacen. Lo único que las excede, por supuesto, son las consecuencias de sus acciones.
La muñeca maldita esta vez vuelve a la casa del matrimonio Warren (Vera Farmiga y Patrick Wilson), la pareja de psíquicos que trata de mantener a raya a los espíritus del mal y encerrarlos bajo llave en esa especie de gabinete de atrocidades que tienen en el sótano. En una primera escena tensa y espeluznante, que marcará el tono de la narración, se expone la fuerza del mal que Anabelle atrae con su simple presencia.
Pero tras esa primera escena, la película da un giro y nos deja con la hija de los Warren, Judy -heredera de los poderes de su madre-, quien queda al cuidado de una niñera, Mary Ellen (el nombre lo dice todo), una chica estudiosa, rubia y linda, que encarna todos los valores de la normalidad tal como se los vivía en la década de 1960, época en la que se desarrolla la historia. A ellas se suma el personaje más interesante: Daniela, una chica inteligente, pícara e intrépida, con una historia personal apta para provocar la avidez de los espíritus malignos.
Con todos esos elementos, Dauberman compone una especie de monumento a Anabelle, un homenaje que la saga se hace a sí misma, un museo del terror donde junto a la muñeca los demás objetos del gabinete de atrocidades del matrimonio Warren componen una sinfonía del miedo.
Es una lástima que en la secuencia del clímax, el director no haya sabido mantener ese grado de exigencia y su sinfonía se transforme en un bochinche.