The Conjuring fue una sorpresa en todo sentido. Un film original de horror, basado en un caso real, que no era ni secuela ni reinvención de una saga, con mucho pedigree actoral y un presupuesto módico, que en la manos de un director capaz y un guión bien armado logró convertirse en uno de los éxitos comerciales más rotundos del año pasado. La fiebre por los Warren no podía contenerse por mucho tiempo, y la secuela -ahora pospuesta hasta 2016- no se hizo esperar, además de darle luz verde a un spin-off con uno de los elementos que caló más hondo en los espectadores: la aterradora muñeca Annabelle. Lejos de ser una encarnación femenina del endiablado Chucky, esta es una figura quieta que atemoriza por su sola presencia más que por hacer las proezas malignas ella misma. No obstante el miedo que causaba originalmente, que funcionaba desde un esmerado prólogo en The Conjuring, en Annabelle resulta apenas en una sombra.
Lanzada casi un año y meses después del estreno de la la primera, el apuro del estudio por no perder el interés del público generó un efecto dominó al estilo de las clásicas Saw, filmadas una por una a la velocidad de la luz y estrenadas con un año de diferencia entre ellas. Se nota que hubo una sesión de brainstorming rápida para pensar los orígenes de la muñeca macabra y, en el comienzo, la idea de atar esos orígenes a problemáticas de la época es muy interesante. Con el advenimiento de los cultos satánicos -en especial uno que se menciona casi específicamente en el film- la idea es en fin bastante similar al origen de Chucky, pero escondiendo la carta de película serie B en sus mangas. En esta ocasión no van a encontrar caras conocidas, pero sí una amorosa pareja joven en Annabelle Wallis y Ward Horton, viviendo el sueño americano hasta que una noche todo cambia para peor.
Uno de los errores más crasos de Annabelle es su alarmante falta de sustos, así como que tampoco haya una escala significativa y agobiante de terror. Es más, los mejores sobresaltos de la película nada tienen que ver con la muñeca, sino con factores alternos que no vale la pena revelar en este momento. Llegada cierta parte de la trama, casi como que el guionista Gary Dauberman -cuyo nombre aparece en films de género de dudosa calidad- se olvida de que el centro siempre tiene que ser la dulce Annabelle y se extiende hacia otros territorios, obviando que el foco es la que le da el nombre al título. Tampoco ayuda el hecho de que Wallis y Horton tienen bastante química en los momentos en los que interactúan el uno con el otro, pero a la hora de sufrir y gritar por su vida, ella queda opacada por el peso del papel, que ni siquiera debería agobiarla. Para salvar las papas del fuego está la condecorada Alfre Woodward, que borda su pequeño papel con suficiente fuerza gravitatoria para darle peso a la trama.
Hay una sola escena con la cual sentí que Annabelle realmente podría dirigirse hacia territorios muy pantanosos y estaba feliz de que pudiesen haberse animado a ir por ese camino. En cuestión de instantes, el film hace borrón y cuenta nueva y sigue su camino hacia el previsible final, con la nota que la conecta con The Conjuring. Para ser un producto apresurado, el film es lindo de ver estéticamente, pero difícilmente un cuarto de lo que generó su superior predecesora.