¿Valiente, sensacionalista o propagandística?
“¿Cómo empezar?”, se pregunta la narradora, entre imágenes de caída, disgregación y humillación. “¿Cómo encontrar las palabras adecuadas?” Cuando se publicó en forma de diario, a fines de los años ’50, Eine Frau in Berlin produjo tal rechazo en Alemania que la propia autora –que firmaba simplemente como “Anónima”– decidió prohibir su reedición, hasta el día de su muerte. Narrado en primera persona, el libro daba cuenta de la sumisión humana y sexual a que los integrantes del Ejército Rojo sometieron a las mujeres alemanas –de modo sistemático, en ocasiones con un forzado consentimiento– a partir de su ingreso en Berlín, en abril de 1945. Reeditado el libro tras el fallecimiento de la autora, en 2001, el realizador Max Färberböck decidió hacer de él una película, que según como se la mire puede ser calificada de cruda, valiente, sensacionalista o revulsivamente propagandística.
Un primer punto complicado es que la heroína (interpretada por Nina Hoss, actriz fetiche de Christian Petzold, protagonista de Yella y Triángulo) es la orgullosa esposa de un oficial nazi (August Diehl, que en Bastardos sin gloria haría un papel semejante). Teñida de su mirada, Anónima hace de la derrota militar alemana un verdadero Götterdämmerung, una operística caída de los dioses. Los soldados rusos son nuevos bárbaros, hordas de Atila que no vacilan en tomar a las mujeres enemigas como botines de guerra. Un edificio en el centro de Berlín, en el que los sobrevivientes de ejecuciones sumarias pasan a ser rehenes de los brutales enemigos, entre ruinas y caos de enseres, funciona como representación de Alemania entera. Mientras en la calle soldados y oficiales son fusilados o hechos prisioneros, en un departamento del antiguo edificio las mujeres (entre ellas Irm Hermann, rostro inconfundible de la galaxia Fassbinder) son hechas cautivas de los transpirados eslavos y mongoles de Stalin.
¿Pesadilla filonazi, variación de Genghis Khan al servicio de una renacida paranoia aria? Anónima no termina de despejar esas dudas, incrementadas por el hecho de que los únicos enemigos “aceptables” parecen ser un par de oficiales, algo más cultos y rubios, algo más aristocráticos que la soldadesca bolchevique. Lo que ella misma reconoce, desde el off, como “último margen de libertad posible”, es ese par de oficiales a quienes la protagonista elige como amos y amantes. Para salir al cruce de posibles acusaciones, un par de referencias abonan la idea de que la guerra brutaliza a diestra y siniestra por igual. Alguna víctima teme que “los rusos nos hagan lo mismo que les hicimos a ellos”. Unas escenas más adelante se entiende a qué se refiere, cuando un sobreviviente del otro lado entra en detalles sobre una masacre nazi en la Unión Soviética, ante cuyo salvajismo los abusos rojos quedan casi como una estudiantina salida de madre. Se trata, sí, de un contrapeso, que no deja de sonar al “amigo judío” del antisemitismo.
Más allá del posible mal olor del asunto –olor que el costado escabroso no hace más que intensificar–, no hay duda de que la película de Färberböck (que unos atrás conoció un primer éxito internacional con el drama bélico-lésbico Aimée & Jaguar) logra transmitir de modo convincente el apocalipsis que toda guerra representa. Apocalipsis que aquí se expresa no sólo en lo dramático sino en el terreno de la forma misma, gracias a un montaje que, en lugar de ligar un plano con otro, tiende a hacerlos chocar, a atomizarlos. Como si la bomba que poco más tarde caería sobre Hiroshima lo hiciera aquí sobre el propio cuerpo del relato.