Lucrecia Martel es -con toda justicia- una de las cineastas más analizadas del planeta y Zama no fue la excepción, ya que dio lugar a El mono en el remolino, un diario de rodaje escrito por Selva Almada, y a esta película llamada Años luz.
Para quienes crean que el de Abramovich es un simple making of de esos que podrían ir entre los extras de un DVD/Blu-ray hay que advertirles que la película tiene entidad y vuelo propios. El director incluye en distintos momentos un hilarante intercambio de correos electrónicos entre él y Martel en el que la “relación” va pasando por distintas etapas: “seducción” (no se conocían y él le propone el proyecto), dudas, fascinación, irritación, enojos... La realizadora se siente por momentos inhibida, invadida, manipulada, incómoda de aparecer en cámara, de ser observada: “Quedamos en que fuera una semana y eso es todo”, le dice la creadora de La ciénaga y La niña santa a Abramovich. “Me gustaría seguir yendo a filmar el rodaje. Creo que va a quedar algo muy especial”, le responde él.
Pero tampoco se trata de un mero intercambio de e-mails: Abramovich filma a Martel... filmando. Y también mientras piensa, mientras da indicaciones, mientras interactúa con los actores o con las cabezas de equipo con una mezcla de serenidad y convicción, mientras escucha con auriculares un diálogo que no la convence del todo, mientras fuma su cigarro. Es un placer ver cómo un director (que dicho sea de paso comparte con ella varias cuestiones respecto de, por ejemplo, el uso del sonido) la observa cual voyeur con fascinación, a la distancia justa como para no interferir pero al mismo tiempo con una capacidad infrecuente como para captar cada mínimo detalle que nos revele algo de ese meticuloso, introspectivo e insondable universo marteliano.
Es probable que el trabajo de la directora salteña siga siendo, incluso después de apreciar Años luz, un misterio inescrutable para los cinéfilos que la adoran, pero eso no significa que la película carezca de hallazgos y valores. Si los rodajes son, por la cantidad de tiempos muertos y repeticiones, esencialmente aburridos, el realizador de Solar y Soldado logra que las bellas imágenes de Martel filmando se conviertan en una ceremonia a la que asistimos con respeto, admiración y placer.