Quantumania tiene un objetivo que cumplir. Por eso ocupa un lugar privilegiado en el calendario de Marvel: es el inicio de la fase cinco. Su rol es allanar el camino para lo que viene.
Siendo más precisos, el objetivo de la película es presentar —al menos, en la pantalla grande— a Kang, el villano de los próximos dos o tres años de Marvel. O mejor dicho, los villanos, porque hay miles de variantes de Kang en el multiverso. En Loki ya habíamos conocido a una, Aquel que Permanece; ahora nos topamos con el resto. En particular, con Kang el Conquistador.
Nominalmente, Quantumania es la tercera película de Ant-Man y The Wasp. Volvemos a encontrarnos con Scott Lang, su hija Cassie, Hope Pym y sus padres Hank y Janet. Luego de un experimento fallido, los cinco son arrastrados al Reino Cuántico. Y ahí se cruzan al Conquistador, quien solía viajar por el multiverso, aniquilando líneas temporales y existenciales, hasta que sus variantes lo exiliaron a esta dimensión subatómica, fuera del espacio-tiempo.
Cada nueva entrega de Marvel es parte de una narrativa interconectada y por eso juega a dos puntas: cuenta su propia historia y contribuye a la trama general.
Algunas logran equilibrar la balanza. Pienso en Hawkeye, que introduce personajes memorables —Kate Bishop y Echo— y cierra el ciclo de otro, el arquero del título. Hay suficiente para satisfacer a los eruditos de Marvel, pero la trama puede entenderse sin conocimiento previo. El vínculo entre los protagonistas, entre el maestro Hawkeye y la aprendiz Kate, es el corazón del guion, y se resuelve en seis episodios.
Quantumania no corre con la misma suerte.
Intenta profundizar en la relación entre Scott y Cassie. Él es un padre ausente, obnubilado por su celebridad como miembro de los Vengadores; ella es una adolescente prodigio, convertida en activista y científica mientras su padre miraba hacia otro lado. Al final, se reconcilian. Pero no se le dedica mucho tiempo a este desarrollo.
En cambio, lo que importa es Kang, el futuro de Marvel. Y los actores lo saben. Jonathan Majors, que interpreta a todas las variantes del villano, es el único que verdaderamente se divierte en la pantalla. (Junto a Bill Murray, en un divertido pero breve cameo). Majors entiende la consigna y brinda emociones más grandes que la vida; frases entonadas como en un poema épico; poses dignas de una escultura.
Los demás apenas se esfuerzan. Michael Douglas, Evangeline Lilly y Paul Rudd se limitan a leer sus líneas sin errores de dicción. Rudd trae su gracia habitual, pero sin brillo. Michelle Pfeiffer, como Janet, le pone más entusiasmo e intensidad al asunto, quizás porque su personaje, al conectar directamente con Kang, es el más relevante para la trama. Janet estuvo treinta años atrapada en el Reino Cuántico y ya conoce al Conquistador. Incluso fueron amigos antes de enemistarse. Esto le da un peso trágico a su reencuentro.
Pero más allá de Pfeiffer y Majors, el resto de la película es protocolar, hecha por obligación. Como si sus creadores, ante el calendario de Marvel y el casillero ocupado por Quantumania, se hubieran encogido de hombros y susurrado, con resignación, “Bueno, hay que filmar esto ahora”.
El Reino Cuántico es una bizarreada de colores chillantes, alienígenas con forma de brócoli o de gelatina, robots con cabeza de cañón, jarabes que ofrecen poderes políglotas, amoebas flotantes, todo potencialmente divertido pero mal realizado. Los efectos especiales atrasan diez años. Al lado de lo que logró James Cameron en Avatar: The Way of Water, es una debacle.
El problema no es el presupuesto: Quantumania costó alrededor de 200 millones de dólares. No faltó ni dinero ni tecnología sino tiempo.
A veces, cuando hablamos de avances tecnológicos, nos detenemos mucho en números brutos de hardware y software, en el potencial de la inteligencia artificial, en la velocidad de los procesadores.
Pero el tiempo humano siempre es el mismo: un minuto hoy dura como hace cien años. Y la creatividad humana necesita tiempo para explorar y pulir ideas, más allá de las herramientas. (La inteligencia artificial es más rápida pero menos creativa. Se basa en la síntesis y la probabilidad, e ignora dos características esenciales: la intencionalidad, porque ni piensa ni siente; y el olvido, porque los humanos creamos al olvidar, al hacer malas copias de nuestras inspiraciones).
La diferencia entre Quantumania y The Way of Water es una diferencia de tiempo. Cameron es quisquilloso, detallista. El rodaje duró tres años; la pre y posproducción, más todavía. Sus actores aprendieron a bucear y actuar bajo el agua. Kate Winslet llegó a contener su respiración durante más de siete minutos. Sobre este andamiaje real, el equipo de Cameron construyó la superficie digital. Hay una conexión tangible entre los actores y el mundo fantástico que los rodea.
En Quantumania, nada de esto sucede. Los actores se notan estáticos, incómodos. Raramente comparten el encuadre, incluso en los diálogos. La cámara los recorta. Están aislados, como si charlaran por videollamada, la estética de nuestra era.
El montaje es torpe, a veces incoherente. En una escena, Scott y Cassie se vuelven gigantes para combatir contra las fuerzas de Kang el Conquistador. Se abrazan y hacen chistes sobre su tamaño. Este es un dato importante, porque Cassie está aprendiendo a usar los poderes de su padre. Pero están solos en el encuadre y ante un fondo neutro. No hay punto de referencia visual que indique que son gigantes. El efecto se diluye y se vuelve abstracto.
El tiempo de la creatividad no solo es tiempo para crear sino también para planificar. Ese abrazo entre Scott y Cassie requería más storyboarding. La gente detrás de Quantumania es sin duda talentosa. Intuyo que, sin la presión del calendario de Marvel, se hubieran dado cuenta, eventualmente, que esa toma necesitaba algo más, en el fondo o debajo de los personajes, que marque la diferencia de escala entre los protagonistas y el resto del Reino Cuántico.
Pero claro: lo que importa, en Quantumania, no es la calidad de la película sino el calendario, el juego largo de Marvel. No las dos horas en la sala de cine sino las semanas y los meses hasta el próximo estreno, la especulación, los video-ensayos en YouTube, los shitposts en Twitter, los memes en Instagram.
El cine más allá del cine
Las películas de Marvel no están pensadas ya como películas. Están construidas para ser analizadas y debatidas. Más que películas, son espacios o puntos de encuentro. Más que cine, es arquitectura: son salones donde nos sentamos a teorizar bajo la luz tenue de lámparas de filamento.
Desde un punto de vista formal, Quantumania sí es cine. El lenguaje es cinematográfico. Pero la forma en la que consumimos la película —como un contenido— se aleja del consumo tradicional del cine. Lo que nos atrae no es lo que sucede en la pantalla. Eso apenas nos importa. Vamos a ver, no una película, sino una sucesión de pistas, guiños y promesas. La función de la película ya no es entretener durante dos horas sino sumar material para redes sociales.
Dicho de manera simple: vemos Quantumania para hablar sobre Quantumania. Ver la película es un trámite, un laburo. Todos somos empleados de Marvel.
Podríamos decir, usando términos literarios, que el paratexto se comió al texto.
Por paratexto, entendemos los elementos auxiliares que rodean al texto principal. Estos elementos pueden estar dentro de los límites de un libro: el prólogo, el índice, el epílogo. Pero también pueden existir por fuera: reseñas en los medios, entrevistas con los autores, gacetillas. Todos estos paratextos dependen del texto principal pero también le aportan sentido.
Si llevamos esta lógica al cine, el paratexto de una película de Marvel son todos los videos y comentarios en redes sociales, los avances, los juguetes, las conferencias de prensa, toda la cultura y parafernalia alrededor de la saga.
Este contenido no siempre está producido por Marvel. Los fanáticos hacen trabajo ad honorem y ayudan a promocionar las películas. Reaccionan al contenido oficial con su propia contribución extraoficial. Marvel cuenta con esto. (Incluso con esta crítica negativa que estoy escribiendo. Todo suma).
Las películas —o sea, los textos principales— funcionan como el combustible de la construcción paratextual. Se invirtieron las jerarquías. Lo auxiliar ahora es la película; lo principal, lo que la rodea.
Quantumania es quizás la expresión más obvia de este fenómeno. La vemos, no para disfrutar de ella, como película, sino para especular sobre las próximas fases. Lo más interesante es lo que apunta hacia afuera y para adelante, la guerra entre las variantes de Kang. Y es interesante porque promete, alimenta la imaginación.
El disfrute se desplaza. La diversión está en los intersticios entre las entregas. Sentarnos a ver las películas y las series es apenas un requisito para poder participar de la conversación masiva. Dos horas de luces y colores para que luego empiece el verdadero show, que es la espera.
Quantumania es una película que esperamos que termine. Su mayor logro es durar solo dos horas.