LA TERCERA ES LA VENCIDA (o al menos sería lo más razonable)
En Antes de la medianoche hay algo que huele a viejo. Digamos que más que a viejo, huele a simplificaciones hartamente repetidas. Seamos justos con la vejez, para no cargar a la edad de condiciones que no tiene por sí misma, aunque la película insista en naturalizarlas -la edad no trae ni sabiduría, ni desazón ante lo pasado-. Y “lo viejo” no es la puesta en escena teatral que sobreviene al impresionante comienzo de la película que es un plano secuencia brillante, sintético y contundente narrativamente. Tampoco lo es el recurso al diálogo permanente que asfixia, que destruye -y deconstruye- cualquier apelación al realismo o a la verosimiltud. Tampoco lo es cierta estudiada composición bucólica del espacio y de la propia Grecia. Lo que huele “a viejo” en esta película es la obviedad con la que cuenta la relación de una pareja recorriendo una crisis particular. ¿Por qué recurrir a diálogos trillados y recursos simplificados con eje en la problemática de género para contar la supuestamente irreversible crisis trágica que toda pareja DEBE atravesar si tiene hijos, algunas canas, tetas caídas y hemorroides? Los problemas centrales son esos, lo irreversible de la crisis fatal y el discurso sobre el que la misma se estructura.
La franquicia que autoconstruyeron con talento y cierto grado de innovación hace 18 años Delpy, Hawke y Linklater, va perdiendo tono en este tercer opus. No puede negarse a la película cierto ingenio. Pero lejos está este de ser inteligencia. Linklater realiza un trabajo de notable rigor en el modo en que construye las escenas, en como mira a los personajes y al espacio, como trama tiempos y como evita silencios. La cámara no deja de atrapar nunca a los protagonistas, de atravesarlos con el drama y, en esa misma operación, involucrar al espectador de un modo consciente y permanente. Pero todo ese talento está puesto al servicio de un guión basado en fuegos de artificio. La secuencia del almuerzo entre las parejas de tres generaciones es solo una fatal competencia de textos brillantes, que no articulan sino una torpe mirada sobre la naturaleza de lo genérico, el amor romántico y el sexo. Escena que no es torpe por falsa, es torpe por pretenderse inteligente.
En este sentido, la operación más brillante es que esa cooptación del espectador permite que la identificación del público con aquella pareja -a esta altura casi mítica- sea muy potente. Y que ello produzca un juego intenso con el espectador que goza notablemente de aquel guión que no deja espacio para respirar y reflexionar.
Julie Delpy brilla como siempre. Eso, como los valores de la trabajada puesta en escena, son indiscutibles.
El resto son puros fuegos artificiales. Y los fuegos artificiales no dejan de ser vistosos. Pero no dan abrigo.