Esto no es una película
Con gemelas, un hijo adolescente de otro matrimonio y la familia de viaje por Grecia, Celine y Jesse parecen haber crecido mucho, pero cuando surgen las discusiones y afloran los conflictos, demuestran que siguen más o menos igual que siempre, solo que con más años encima. Puede llamar la atención pero a la vez sentirse refrescante verlos enfrascados en los mismos debates que en la segunda película ya resultaban gastados y sin resolución posible: que los hombres y las mujeres, que el amor, que el sexo, que la vida, que los hijos, que la familia, que las injusticias. En todo caso, los temas nunca fueron muy importantes, lo interesante era verlos a ellos reaccionar, batirse por una causa, en pleno acto de defender una posición o de abandonarla oportunamente. En ese reparto de creencias y gustos, Jesse siempre salió ganando y Celine continúa en desventaja: las dos décadas transcurridas desde que la conocimos solo le sirvieron para apenas robustecer su discurso políticamente correcto acerca de la ecología y la opresión masculina. De hecho, esa postura feminista de una chica francesa de clase media que fue a la universidad son los que, sobre el final, terminan desgarrando el tejido casi perfecto que había sabido elaborar Linklater hasta el momento. Acostados en la cama de un hotel, sin el peso de cuidar a sus hijos y a punto de tener una noche de sexo, ambos discuten por una pavada, Celine empieza con su discurso ensayado acerca de los males de la sociedad patriarcal y, contra cualquier pronóstico, arruina la velada. Jesse la soporta lo mejor que puede, pero no hay nada que pueda calmar la furia de ella o su perorata inacabable sobre la desigualdad de género. El conflicto crece pero la distribución de culpas que realiza la película nunca se balancea; Celine es la verdadera iniciadora de la discusión y la que la lleva hasta un pico de tensión insoportable. Jesse, salvo por una revelación poco feliz (equilibrada rápidamente por otra de Celine), es el que mejor sale parado sale de la contienda, y no se comprende del todo qué busca la película cuando genera la pelea. Los debates interminables en torno al sentido de la vida o a la posibilidad de encontrar el verdadero amor son muy divertidos y hasta interesantes cuando ninguno de los dos se cree demasiado lo que está diciendo, como ocurre al comienzo en la comida al aire libre: cualquier intento de seriedad se diluye en el clima festivo general y en las referencias permanentes al tamaño del pito. Pero en la escena final el humor desaparece, la amargura se instala enseguida y la película, que le había permitido a sus personajes existir en el espacio abierto por unos largos y exquisitos planos secuencia (verdadera firma de Linklater que le imprime una estética única a la trilogía), ahora tiene que recurrir a un montaje que traduce una cierta debilidad frente a la escena, y que recuerda más a un trabajo menor del director que también transcurría en un lugar cerrado como Tape, en oposición a los grandes espacios naturales de las dos películas anteriores.
Después de un comienzo prometedor y mientras dura el buen humor, la complicidad o las cargadas, Antes de la medianoche es capaz de sostener el nivel de sus antecesoras. Pero el final exhibe una monumental falta de compromiso con la historia: todas las miserias de Celine y de Jesse surgen de golpe, como si la película estuviera obligada a producir un gran conflicto para justificar su visión realista de la pareja moderna. Es decir, hace falta mostrarlos peleando, con sueños frustrados y pasados tristes, porque así es como debería verse una pareja real que no pertenece al universo reglado de las comedias románticas. La discusión que desata el caos se siente forzada, y los protagonistas arruinan imprevistamente la noche que habían planeado para ellos sus nuevos amigos griegos justo cuando empezaban a pasarla bien. Un plano condensa la falta de pulso del director, es el de Julie Delpy atendiendo el teléfono en tetas: ella tiene el vestido bajo y tranquilamente podría subírselo, pero el tiempo que dura el momento (el llamado y la charla posterior) Celine permanece así, quizás porque, pareciera decirnos a los gritos la película, esa es la manera en que se comportan dos personas que están a punto de coger y que son interrumpidos. En Disparen sobre el pianista, Charles Aznavour, acostado al lado de una chica desnuda, explica: “en una película sería así”, mientras le sube la sábana hasta taparle el pecho. Truffaut, además de ser el inventor de las películas que continuaban una misma historia en tiempo real con la saga de Antoine Doinel, se estaba riendo del pudor de las convenciones cinematográficas. Linklater, en cambio, en la escena de Antes de la medianoche está buscando que la suya no parezca una “película”; el director aspira al realismo, por eso deja medio desnuda a su actriz mientras habla por teléfono en un plano largo y distante, para que se note esa desnudez exageradamente casual, para que a nadie se le escape la imagen nada seductora de sus tetas en la posición poco agraciada de atender un llamado y que se comprenda el sentido de ese plano.
La pelea final, que hasta amenaza con convertirse en la última de la pareja, parece tratar de abrir una fisura para que salgan a la luz los conflictos, los reproches callados, los anhelos a los que renunciaron por el otro. Después de una primera parte vital y en constante movimiento, rica en comidas, debates juguetones y largos paseos por lugares subyugantes, la pareja se recluye en una pequeña habitación de hotel y da rienda suelta a sus peores vicios. Linklater podría haber consumado una de las mejores películas románticas de todos los tiempos si no hubiera cedido ante la tentación de la sordidez, de la exhibición de las miserias íntimas; si solo se hubiera atrevido a conservar el ritmo y el tono luminoso anteriores de principio a fin.