La tercera es la vencida
Describiendo el encuentro en un tren a París de Celine y Jesse (una estudiante francesa y un joven periodista estadounidense, encarnados por dos fotogénicos intérpretes en ascenso), entre quienes progresaba el deseo de comprenderse y la posibilidad de enamorarse a partir de discusiones amables, Richard Linklater (1960, Houston, EEUU) sorprendió dieciocho años atrás. La película se llamó Antes del amanecer (1995) y fue recibida con satisfacción en una época en la que el cine estadounidense estaba necesitado de nombres nuevos. Su continuación, Antes del atardecer (2004), fue también un acierto, ya que implicaba el reencuentro de la pareja, que conservaba las ganas de conversar para seguir conociéndose y ese brillo en los ojos que sólo da el amor. Ambas forman parte de la primera etapa de Linklater, marcada por un ímpetu juvenil y una frescura celebrables (Rebeldes y confundidos, Despertando a la vida, La pandilla Newton, Escuela de rock).
Ese encanto se diluyó casi completamente en algunos de sus últimos trabajos: Fast Food Nation (2006) y Me and Orson Welles (2008) parecen hechas por cualquier profesional del montón. Aunque resulte inapropiado afirmarlo (la inspiración no se agota con el paso de los años), al director tal vez le esté pasando lo mismo que a Jesse y Celine, que a los cuarenta y pico lucen algo agotados, desapasionados, repitiendo lo que les divertía tiempo atrás como por obligación.
Es que la propuesta de su último film es develar qué ha sido de la vida de los enamorados durante esa elipsis de varios años (algo que otros directores ya han hecho antes, de otras maneras, por ejemplo Claude Lelouch con Un hombre y una mujer y Un hombre y una mujer, veinte años después), aunque no con flashbacks sino sólo a través de lo que se dicen el uno al otro o le dicen a los demás. En esta ocasión, a partir de un guión escrito por Linklater junto a sus actores, Jesse y Celine comparten en Grecia distendidos momentos con parejas de distintas edades, hasta finalmente recluirse en un hotel. Los propósitos (además de jugar un poco con la curiosidad de los espectadores que ya conocen a los personajes principales) están claros: enfrentarnos con las consecuencias del paso del tiempo –como lo sugiere la hermosa escena en la que contemplan una puesta de sol– y, a la vez, con el retrato íntimo de una pareja tras varios años de convivencia, exponiendo la siempre arriesgada disposición a agredirse con mutuos reproches y la deriva en torno a cómo mantener viva la llama de la pasión.
El film llega a la Argentina en medio de expectativas y elogios de críticos de distintas partes del mundo, que parecen excesivos. Probablemente el hecho de que muchos de ellos sean de la misma generación, formación cultural y extracción social de los personajes (Jesse, de hecho, es periodista) provoque una identificación más fuerte que la que pueden despertar otros personajes de ficción, pero lo cierto es que cuesta ver en Antes de la medianoche la obra maestra que algunos dicen que es, sobre todo si se pone atención en algunas aspectos puntuales:
- En Antes del amanecer y Antes del atardecer Jesse y Celine eran jóvenes, simpáticos y glamorosos en su informalidad. El problema es que aquí lo siguen siendo: más allá de algunas arrugas en sus rostros, a Ethan Hawke se lo ve todavía como un pibe entrador y a Julie Delpy como una chica risueña y capciosa. Jesse (Hawke) es ya un escritor consagrado internacionalmente (en el hotel le acercan una edición griega de un libro suyo), pero ni siquiera parece interesado en la lectura. Cuando, durante la primera parte del film, ambos caminan charlando casi sin mirar lo que los rodea, lo hacen en medio de bromas, confesiones y risas nerviosas como si aún estuvieran conociéndose, aunque están representando a una pareja consolidada e incluso desgastada. La verosimilitud, un tesoro de las dos primeras películas de la saga, aquí tambalea.
- Es evidente la búsqueda de realismo, procurando mostrar los claroscuros de la vida cotidiana sin adornos. Sin embargo, la parte inicial en Grecia, al sol y a orillas del mar, con la sensualidad a flor de piel entre risas y comidas, es un estereotipo optimista del lugar, trayendo vagamente a la memoria a películas mediocres como Mamma mía (2008, Phyllida Lloyd). Por otra parte, por caprichos del guión los hijos son borrados del mapa con facilidad: el hijo preadolescente de Jesse se despide en el aeropuerto apenas iniciado el film, en tanto a las mellizas de ambos se las ve dormidas en el auto y luego sólo fugazmente en una secuencia posterior. ¿Celine, por ejemplo, no debería estar más pendiente de sus chicas? ¿Por qué (salvando algunas referencias en las charlas) los hijos no forman parte de las preocupaciones y los cambios que conlleva esta etapa de sus vidas? La respuesta tal vez sea: para no apartar a la película del proyecto trazado. De esta forma, Jesse y Celine no son más que figuras locuaces en torno a las cuales los demás son un esquemático relleno.
- Es conocida la afición de Linklater por acumular diálogos estimulantes, pero en este caso algunas de las cosas que se dicen son irremediablemente triviales (como ese clisé de que los varones se preocupan por su pene y las mujeres por sus seres queridos). Desde ya que hay comentarios provocativos, por ejemplo cuando Celine sostiene que todos seguimos siendo más o menos los mismos que cuando éramos chicos, pero quedan flotando en el vacío de charlas de sobremesa. Se puede reflexionar sobre el invasivo uso de las tecnologías en la sociedad actual con ligereza, como se hace acá, o con una estética coherente con las afirmaciones de los personajes, como lo hacía David Cronenberg en Cosmópolis (2012). En cuanto a la sobrecarga de palabras, si en Despertando a la vida (2001) los que hablaban eran diversos personajes y con variados registros (bromas, aforismos, citas, explicaciones científicas, canciones), aquí Linklater nunca se eleva por encima del lenguaje naturalista. Por otra parte ¿se puede verdaderamente amar u odiar a una persona sin parar de hablar aunque sea un momento para escucharse, para pensar?
- Más allá de la delicadeza en los encuadres y los travellings de seguimiento, el film exhibe una estructura teatral. Esto se hace especialmente evidente en la secuencia en la habitación del hotel, donde todo (la pareja yendo y viniendo por ese espacio reducido, Delpy bajándose y subiéndose los breteles del vestido, Hawke poniéndose y sacándose el pantalón) luce demasiado calculado, como si estuviéramos viendo a los actores discutiendo en un escenario. Incluso el hecho de que uno de ellos salga y vuelva a entrar varias veces remite a las tradicionales puertas de los decorados teatrales: Linklater no ofrece en ese caso ni siquiera un plano del exterior. De esta manera, el film recuerda a Tape (2001), otro film suyo que era, visiblemente, más teatro que cine.
- Su final, quizás feliz, suena algo impostado. Intentar el romanticismo con palabras elegantes y mesas de café a orillas del río suena perezoso para un director como Linklater.
Debe reconocerse que, cerrando una trilogía que supo ganarse -con buenas armas- el cariño de los cinéfilos, en Antes de medianoche el director examina con cierta lucidez las huellas del tiempo en las relaciones personales. Pero, lamentablemente, lo hace confiando más en las disputas de entrecasa que en la profundidad de los silencios o la agridulce intuición de los pequeños gestos.