Mirarse al espejo
Antes de la medianoche, de Richard Linklater es una de esas películas difíciles de racionalizar. Vi Antes del amanecer (1995) con veinte años de edad, Antes del atardecer (2004) con veintinueve y finalmente Antes de la medianoche (2013) a mis treinta y ocho, todas en el cine. Con lo cuál, más allá de confesar mi edad, crecí junto a estos personajes. La gran diferencia entre las dos primeras y la tercera es un detalle fundamental: la ausencia. Esa que antes era el motor y que ahora se les viene encima como una montaña de cemento sobre sus espaldas. Tanto en la primera como en la segunda entre cada encuentro había una larga distancia, física y geográfica. Pero en la tercera, no. En este caso el único espacio que hay entre Jesse y Celine es el que va del living al dormitorio, pasando por la cocina.
La película comienza con la cámara mostrándonos unos pies que avanzan, podemos metaforizar que hay un camino recorrido (y recorriéndose) y que el paso del tiempo está más presente que nunca. Al principio nos confundimos un poco, pero más tarde nos damos cuenta (y nos sorprendemos para bien) que Celine está esperándolo, hermosa como siempre. Ella es un ejemplo de mujer de una generación en la cual el mayor miedo es ser una ama de casa, convertirse en una aspiradora, vivir pendiente de la peluquería y creer que Romeo y Julieta es una película.
Una despedida inaugura la historia, porque hay cosas que se van, a veces para no volver. Entonces para verla hay que “despedirse” de las utopías, del romanticismo adolescente, de los encuentros casuales (o no tanto) y de las largas caminatas sin rumbo alguno.
Dejé descansar mi pañuelo por un rato, para sonreír mucho más de lo pensaba, porque claro, no hay mejor manera de enfrentar las propias miserias que reírse de uno mismo.
La primera parte de la película nos pone en contexto: unas vacaciones en Grecia y el encuentro con una serie de personajes que rodean a la pareja y que representan muy bien todas las diferentes etapas del “amor” (cualquiera sea el significado que cada uno le dé a esta palabra). Tengo que reconocer que por un momento tuve un poco de miedo que las hijas de Jesse y Celine, unas gemelas rubias un tanto insulsas, tomaran demasiado protagonismo en la historia, pero gracias a la sabiduría de Linklater esto no fue así. La película sigue a quienes realmente queremos ver y escuchar con todos nuestros sentidos despiertos: a Jesse y a Celine.
Entonces recorremos las antiguas calles empedradas de Grecia escuchando sus lúcidas reflexiones acerca de la pareja, las expectativas, lo que se pierde, el tiempo, el sexo, lo cotidiano, el lugar de la mujer y podría seguir así llenando espacios que no debería porque los caracteres de esta nota son limitados. Hay que verla. Es el reflejo (sí, duro) de los años que pasan, de las curvas que ya no están tan bien delineadas en Celine (pero que muy bien se lo banca) y de la pelirrroja barba de Jesse que ahora se mezcla con algunas tonalidades de color blanco. Hay conciencia que algo quedó en el pasado, pero también que algo sobrevivió a través de los años. La película no deja una sensación amarga, simplemente nos da una pequeña cachetada y nos hace poner los pies sobre la tierra para sentir las asperezas del suelo, pero también para poder seguir caminando sin caernos desde un precipicio.